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Burkina Faso, en la diana del terror

Los recientes ataques a dos iglesias y a una procesión cristiana pretenden sembrar la división en un país de convivencia interreligiosa

José Naranjo
Gendarmes burkineses patrullan tras la muerte de dos soldados por un artefacto explosivo en Nassoumbou, el pasado 5 de noviembre.
Gendarmes burkineses patrullan tras la muerte de dos soldados por un artefacto explosivo en Nassoumbou, el pasado 5 de noviembre.ISSOUF SANOGO (GETTY)

Domingo por la mañana en Dablo, una pequeña localidad de la región Centro-Norte de Burkina Faso. Mientras los fieles escuchan misa, unos veinte hombres armados entran en la iglesia y comienzan a disparar. Mueren seis personas, una de ellas el cura. Luego, los asesinos queman el templo y varias tiendas del pueblo. Al día siguiente, otros cuatro católicos son asesinados en una procesión religiosa en la provincia de Bam. Este país africano se ha convertido en los últimos meses en el escenario de constantes ataques, asesinatos y secuestros protagonizados por grupos terroristas que afectan ya a 11 de sus 13 regiones, con claro riesgo de extensión hacia el sur, sobre todo Benín, Togo y Costa de Marfil.

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“La situación es dramática”, asegura Rinaldo Depagne, director para África occidental del International Crisis Group, “un país que nunca ha vivido rebeliones o guerras se ve enfrentado a un problema de violencia generalizada de especial intensidad”. La empresa de análisis en materia de seguridad Max Security asegura que entre septiembre de 2018 y febrero de 2019, Burkina Faso sufrió 34 ataques terroristas al mes. El problema no es nuevo, desde 2015 ha habido al menos 400 muertos según fuentes del Ministerio de Interior burkinés, pero la violencia se ha intensificado en los últimos meses.

El pasado jueves, el ministro de Exteriores burkinés, Alpha Barry, planteó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas la creación de una coalición internacional para hacer frente a este desafío. “Los estados miembros del G5 del Sahel no lo lograrán solos”, dijo. El órgano de la ONU expresó su “profunda preocupación ante el continuo deterioro de la situación en materia de seguridad y humanitaria en la región del Sahel”.

“Al principio los ataques estaban dirigidos contra la representación del Estado, fuerzas de seguridad, funcionarios de Aduanas, etc. Luego comenzó la denominada guerra contra las escuelas, en la que profesores y centros escolares se convirtieron en el objetivo. Ahora asistimos a violencia contra cristianos, hace dos semanas una iglesia protestante y ahora otra católica, además de la procesión”, asegura Depagne. El pasado 15 de febrero fue asesinado el salesiano español Antonio César Fernández cerca de la frontera con Togo, al sur del país.

La deriva de la violencia terrorista hacia conflictos intercomunitarios inquieta de manera especial a las autoridades, que miran de reojo a la explosiva situación en Malí y las masacres que sufre la etnia peul en este país. Sin embargo, frente a un Gobierno que se ha mostrado incapaz de hacer frente a esta amenaza, los terroristas han escogido un nuevo foco de tensión: la religión. La convivencia pacífica entre distintos cultos ha sido la tónica general de Burkina Faso a lo largo de toda su historia, pero los recientes ataques contra cristianos pretenden sembrar la división. El país tiene un 65% de musulmanes y un 35% de cristianos.

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“Esto nos interpela a todos sea cual sea nuestra religión o etnia”, ha manifestado el presidente burkinés Roch Marc Christian Kaboré mediante un comunicado, “debemos permanecer unidos porque es la convivencia la que está amenazada (…) Los terroristas han reorganizado su modus operandi y han pasado de intentar crear conflictos intercomunitarios a conflictos interreligiosos, porque esas personas fueron asesinadas por su fe, simplemente por practicar su religión”.

Varios elementos confluyen en este estallido de violencia. En primer lugar la crisis de Malí de 2012, país con el que comparte problemática, etnias y una extensa y porosa frontera. La creciente presencia de grupos radicales en la región de Mopti y sur de Gao acabó por contagiar al norte de Burkina Faso. En segundo lugar, la caída de Blaise Compaoré en 2014. El expresidente burkinés mantenía acuerdos no escritos con los yihadistas del norte, sobre todo a través de su consejero especial, Moustapha Chafi, y del general Gilbert Dienderé.

Pese a que su principal lugar de refugio se encuentra en la zona de Menaka, en Malí, uno de los grupos terroristas más activos en Burkina Faso es el Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS), liderado por Abou Walid Al Saharaui. Sin embargo, pronto le salió competencia con el nacimiento de Ansarul Islam, el primer grupo yihadista de origen burkinés creado en torno a la figura de Ibrahim Malam Dicko, un predicador radicalizado a la sombra del maliense Amadou Koufa. El grupo se estrenó en diciembre de 2016 con el asesinato de doce militares en la región de Sahel y desde entonces no ha dejado de sembrar el terror.

“Aunque el EIGS prestó fidelidad [al líder del Estado Islámico, Abubaker] Al Bagdadi, es difícil saber las vinculaciones reales de estos grupos a estructuras como Estado Islámico o Al Qaeda”, asegura Depagne, quien explica que en Burkina Faso han surgido decenas de pequeños grupos “que llevan el nombre de la localidad donde se implantan y se asocian a unos o a otros”. Los yihadistas también han sabido explotar las tensiones intercomunitarias para sembrar el caos.

Un reciente informe de Human Rights Watch ponía el acento en este aspecto al destacar la represión violenta del Ejército, con asesinatos extrajudiciales incluidos, contra un grupo étnico concreto, los peul, a quienes se acusa de estar detrás de estos grupos violentos, una percepción bastante extendida entre parte de la población. Sin embargo, el mismo informe apuntaba a asesinatos selectivos de mossis y otras etnias por parte de los radicales precisamente para exacerbar las tensiones entre las diferentes comunidades. “No son grupos peul, es mucho más complejo que eso”, remata Depagne.

La situación se ha deteriorado hasta tal extremo que hay decenas de miles de personas desplazadas de sus hogares y más de 1.100 colegios cerrados, sobre todo en las regiones de Sahel y Norte, así como centros de salud vacíos por temor a ser atacados. “Hay más de 150.000 niños y niñas que no pueden ir a la escuela”, aseguró el pasado febrero el ministro de Educación Stanislas Ouaro. En este contexto, los secuestros de personas se han incrementado, no sólo a occidentales como los que suelen publicar los medios occidentales, sino, la mayoría, burkineses. Hace una semana le ocurrió a un chófer de una ambulancia, posteriormente liberado tras un proceso de negociación.

La incapacidad del Estado burkinés para hacer frente a este desafío está provocando que haya zonas del país totalmente fuera de su control y que la actividad terrorista se extienda hacia el sur. El norte de Costa de Marfil, Togo y Benín, donde se produjo el secuestro de dos franceses y el asesinato de su chófer beninés el pasado 1 de mayo, ya comienzan a sufrir infiltraciones, lo que unido a la inestabilidad en Níger, cumple las peores expectativas de expansión de la violencia, recluida en 2012 en el norte de Malí y hoy en franco crecimiento.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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