La invisibilización del conflicto
La situación que atraviesan el pueblo palestino y su causa es más pesimista que nunca
Decimoquinta cita electoral desde que fueran ocupados Cisjordania, Jerusalén Este, la franja de Gaza y los Altos del Golán tras la guerra de 1967. Vigesimoprimera cita desde la Nakba, o expulsión de más de 650.000 palestinos tras la creación del Estado. La realidad hoy no es solo que no se haya encontrado una solución al llamado conflicto palestino-israelí, sino que la situación que atraviesan el pueblo palestino y su causa es más pesimista que nunca.
El sufragio da fe de ello: cualquier mención al conflicto, o a la mera existencia de los palestinos, ha sido soslayada a derecha e izquierda del espectro electoral. La excepción son los partidos, vilipendiados, que cuentan con ciudadanos palestinos de Israel como candidatos: ningún partido está dispuesto a que pasen a formar parte de su coalición de gobierno, a pesar de representar el 21% de la población. Se trata de ciudadanos de segunda clase. Ciudadanos, pero no nacionales, en un Estado en el que solo los judíos tienen derecho de autodeterminación tras la ignominiosa Ley del Estado-Nación aprobada en 2018.
El principal responsable de la invisibilización del conflicto no es únicamente Benjamín Netanyahu. El llamado principio de separación representa una máxima del Partido Laborista, bajo el que en 1967 se construyeron los primeros asentamientos o en la década de los noventa —y con los traicioneros Acuerdos de Oslo de 1993— se multiplicó el número de colonias. Los laboristas abogan por el fin de la ocupación, y advierten del peligro existencial que la misma representa, pero lo hacen con la boca cada vez más pequeña. No ha llegado el momento de negociar la paz, dicen. Con ellos coincide la gran mayoría de la población israelí, para la que el statu quo es todavía sostenible.
La gran esperanza de estas elecciones, el partido Azul y Blanco, también abraza el principio de separación, pero reniega de iniciativas unilaterales —como sería el desmantelamiento de asentamientos— y se aferra a la necesidad de mantener un cierto control sobre parte de Cisjordania por motivos de seguridad. Ni una mención a la solución de los dos Estados en su programa, sin olvidar que tres de sus líderes son generales que abogan por la mano dura en Gaza.
Netanyahu ha cruzado la línea roja de la anexión de territorios ocupados. Una anexión que ya existe sobre el terreno, tanto de facto como de iure, arrojando luz sobre la realidad de un Estado. Es la postura de su partido y de los grupúsculos con los que conformaba la antigua coalición. Lo ha hecho envalentonado por el reconocimiento de Donald Trump de la soberanía israelí sobre los Altos del Golán, y consciente de que el acuerdo del siglo de la Administración de éste está al caer. Un acuerdo que ya se perfila favorable a los intereses israelíes (obviando cuestiones como Jerusalén, la estatalidad o el derecho de retorno), cargado de dádivas económicas para que los palestinos no osen alzar la voz, algo a lo que los países del Golfo, ansiosos de normalizar relaciones con Tel Aviv, podrían impelerles.
Itxaso Domínguez de Olazábal es coordinadora del Panel de Oriente Próximo y Norte de África en la Fundación Alternativas. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para EL PAÍS.
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