La muerte de la Europa socialdemocristiana
El fin de la hegemonía de socialdemócratas y democristianos lleva la política europea a 'terra incognita' y pone a esos grupos ante el dilema de abrazar ideas de moda que antes aborrecieron
EL DECLIVE DE SOCIALDEMÓCRATAS Y DEMOCRISTIANOS
Evolución del voto conjunto en elecciones legislativas, en %
En los compases finales de En busca del tiempo perdido, Proust recurre a una evocadora imagen para justificar los pasos inciertos de las personas ancianas: sus cuerpos visibles buscan un difícil equilibrio sobre enormes zancos invisibles -altos como campanarios-, que no son otra cosa que su vida pasada. Así parecen andar hoy en Europa las familias políticas socialdemócrata y democristiana.
Juntos como las dos manos de un rezo, ambos grupos han forjado Europa tal y como la conocemos. Juntos hicieron cosas admirables. Juntos están cayendo incinerados por la atribución de la responsabilidad de todo lo que no funciona. En una némesis, los partidos que con su gestión armaron la Gran Recesión estallada en 2008 están paulatinamente siendo devorados por ella. El desmorone continental de socialdemócratas y democristianos está dejando campo abierto para el arraigo y florecer de otras familias: nacionalistas, liberales, verdes, izquierdas con veta populista, movimientos ciudadanos ideológicamente amorfos y para los que tocará inventar una nueva taxonomía. Es el legado de una crisis del pasado que plasmará nuestro futuro.
Las dos familias que dominaron Europa llegando a controlar un 80% de los votos en países como Alemania o España y que fueron muy mayoritarias en otros, ahora no llegan al 50% en intención de voto ni en Alemania, ni en España ni tampoco en la campaña para el Parlamento Europeo: décadas después, incluso juntas son minoría.
En algunos casos, se hallan en vías de extinción. Los gloriosos partidos socialistas francés y griego están prácticamente desaparecidos (en Francia, esta semana, un grupo de intelectuales ha llamado a los grupúsculos que se mueven entre la izquierda soberanista de Jean-Luc Mélenchon y el centro liberal de Macron a crear una casa común –Plaza Pública- para las elecciones europeas, ante el evidente riesgo de caer en la irrelevancia); el SPD alemán libra una agónica lucha por mantenerse como segunda fuerza y por encima del 20%, al igual que el Partido Democrático italiano. En España el PSOE ha recuperado de forma rocambolesca el poder y repuntado con respecto a hace unos años. Pero su situación sigue siendo de grave debilidad con respecto a su historia reciente. La única nota realmente esperanzadora es Portugal, donde la experiencia gubernamental del PS ha sido positiva y los sondeos apuntan a la vitalidad del partido.
En el bando democristiano, la CDU alemana y el PP español sufren una auténtica hemorragia. El barómetro del CIS publicado el jueves arroja datos muy sombríos para los populares españoles. En Italia los democristianos quedaron pulverizados por la corrupción a principios de los noventa. Queda alguna corriente en nuevos partidos y Forza Italia –formación que representó su continuidad en el Partido Popular Europeo, con electorado en cierta medida parecido aunque con una base ideológica bien diferente— languidece.
¿Qué pasó? Obviamente ambos pagan ser considerados los demiurgos del sistema que alumbró una crisis monstruosa. La alimentaron o al menos no supieron prevenirla. Pero además de las culpas pasadas, se encuentran incómodos en las nuevas líneas de combate político. Nacionalismo y populismo no están en su ADN: sus padres fundadores y grandes líderes -¡Adenauer!, ¡De Gasperi!, ¡Mitterrand/Delors!, ¡Kohl!- los aborrecieron. Tampoco tienen credibilidad como adalides de las sociedades abiertas y modernas, para lo cual están mucho mejor situados liberales y verdes.
Ahora por tanto los democristianos afrontan el dilema de si abjurar y abrazar un poco de retórica nacionalista para frenar la estampida hacia las derechas radicales (Liga, lepenismo, Vox); los socialdemócratas encaran un dilema especular, pero en el ámbito de si concederse al espíritu populista para contrarrestar las formaciones a su izquierda (Podemos, Syriza) que, al menos en algún momento, han coqueteado con ese utillaje.
El contrato social que aupó y mantuvo en el poder a esas dos grandes familias preveía progreso con cohesión social. Democristianos y socialdemócratas traicionaron esa promesa y sobreseyeron sociedades cada vez más desiguales. Tras el desgarro de 2008, muchos ven en el nacionalismo de derechas y el populismo de izquierda la mejor garantía para recuperar esa misma cohesión social.
Así, estos venerables ancianos políticos deambulan en la oscuridad en busca de ese luminoso tiempo perdido. El sabor o el olor de la magdalena y los espinos blancos pueden recordarlo a veces, pero nada más. Porque, aunque hay mucha nostalgia, ese tiempo se fue y no volverá. Esa Europa murió.
En la oscuridad se puede sentir miedo o excitación. Ojalá democristianos y socialdemócratas no sucumban a lo primero —quedándose agazapados en el lugar de donde proceden— y se dejen llevar por lo segundo, entremezclándose en armonía con otros cuerpos políticos y engendrando algo mejor. Europa lo necesita. Hay que tener la valentía de desprenderse de los zancos. Es la única manera de recuperar vitalidad y recorrer nuevas sendas en un tiempo recobrado, que diría Proust.
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