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Francia, un país en terapia

Los ciudadanos expresan sus esperanzas y frustraciones en decenas de debates convocados por Macron tras la revuelta de los ‘chalecos amarillos’

Un grupo de manifestantes protesta contra el movimiento de los 'chalecos amarillos', este domingo en París.Vídeo: BENOIT TESSIER (REUTERS) / REUTERS-QUALITY
Marc Bassets

Una carretera serpentea entre la niebla hasta llegar a Montfa, un pueblo de 400 habitantes en el departamento del Tarn, en el sur de Francia. En la sala del minúsculo Ayuntamiento, decorada con una fotografía del presidente, Emmanuel Macron, y una copia de la declaración de los derechos humanos, una treintena de personas escuchan al diputado Philippe Folliot, representante local en la Asamblea Nacional.

“Adelante”, les anima Folliot. “¿Quién toma la palabra?”.

Poco a poco las lenguas se desatan. Alguien propone aumentar los impuestos para las multinacionales que contaminan, en lugar de a los ciudadanos que necesitan el coche para desplazarse. Otros lamentan el cierre de los servicios públicos, lo que les obliga a ir a Castres —segunda ciudad del Tarn; la primera es Albi— para los papeleos administrativos.

Varios critican los salarios de los diputados. Y otro denuncia que Francia ha perdido soberanía y que los poderes financieros dominan Europa. Cuando, entre tanto lamento, una mujer recuerda que Francia es un Estado con un alto nivel de bienestar y de protección social —“En Estados Unidos hay que vender el coche o la casa para tratarse un cáncer”, dice—, Dominique Perrigon, un hombre de 63 años que es el único en la reunión con un chaleco amarillo, salta: “Deje de decir que estamos bien. Es normal, nuestros antepasados lucharon por ello”.

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Francia se ha puesto a hablar. Primero fueron los chalecos amarillos: los franceses que, agitando la prenda fluorescente que deben llevar los coches, en noviembre empezaron a ocupar rotondas y peajes, y a manifestarse en las ciudades. La cólera de las clases medias empobrecidas —una Francia de las ciudades pequeñas y medianas que se siente despreciada por Macron— ha dejado paso a una discusión más sosegada.

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Desde mediados de enero, y por iniciativa del presidente francés, decenas de reuniones se celebran cada día por todo el país. Los debates durarán hasta mediados de marzo. Nadie sabe cómo acabará el experimento. De momento, parece una oportunidad para que los franceses expresen sus dudas, sus demandas, sus esperanzas y sus frustraciones. Una terapia colectiva para la Francia del malestar.

"No se habla de lo que va bien, sino de lo que va menos bien, lo que es propio de este ejercicio, claro", dice el diputado Folliot. Es jueves, once de la noche y acaba de terminar la segunda jornada de debates —seis en total, repartidos en tres días— organizados por este gaullista de centro que, desde hace 16 años, es diputado por su Tarn natal. Hoy está adscrito al partido de Macron. La circunscripción electoral de Folliot coincide con el feudo de Jean Jaurès, fundador del socialismo francés.

Las reglas son las mismas en las seis reuniones: cuatro temas —ecología, fiscalidad y servicios públicos, ciudadanía y democracia, y organización del Estado— y dos minutos por intervención. Es un ejercicio de democracia de base. Recuerda a los encuentros en pueblos pequeños de las campañas en EE UU. A la vez es muy francés: todo pautado desde arriba, por el Estado.

Cada reunión es distinta. El jueves, en Dénat, un pueblo a 10 kilómetros de Albi, una mujer cita el problema de las fake news, las noticias falsas que algunos chalecos amarillos han puesto en circulación. El viernes en Le Dourn, una aldea de 130 habitantes en la frontera con el departamento de Aveyron, sale un tema que casi nunca aparece en estos debates: la inmigración.

En todas las reuniones hay rasgos comunes, como la edad de los asistentes, en gran parte jubilados. También el respeto mutuo, alejado de la crispación de los meses recientes. Los debates ofrecen una imagen más afinada de Francia que la monocromática de los chalecos amarillos.

Saliendo de Albi, montaña arriba, el móvil pierde cobertura. En Le Fraysse, a las nueve de la noche, no se ve otra luz que la del salón de actos. Allí, un hombre pide que en las elecciones se contabilice el voto en blanco. Otro propone que el Gobierno francés tenga una sede rotatoria por todas las regiones de Francia, así no queda encerrado en la omnipotente París. Los chalecos amarillos quedan diluidos en estos debates, pero a la vez muchos de los participantes, aunque no se identifiquen con ellos, exponen las mismas quejas.

Extrema derecha

Cuando el cónclave se acaba, se forman corrillos. Ahí están los dos gendarmes locales y Joël Marquès, 64 años, alcalde de la aldea de Curvalle, y agricultor. “Al principio los chalecos amarillos partían de un buen sentimiento. Ahora se manifiestan por manifestarse”, comenta Marquès. “Aquí estamos alejados geográficamente. Cuando tenemos problemas, intentamos resolverlos nosotros mismos”.

Esto es Occitania, tierra de rugby y de cátaros. En el Tarn, 388.000 habitantes, la tasa de paro era, en el tercer trimestre de 2018, del 9,7%, seis décimas superior a la media nacional. Marine Le Pen, candidata del partido de extrema derecha Frente Nacional, ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2017 con un 22,42% de votos y perdió la segunda vuelta ante Macron.

A la mañana siguiente, el camino que lleva a la granja de Joël Marquès está nevado. Marquès enseña las ovejas al visitante, antes de entrar en la casa y ofrecerle café. Sus explicaciones sobre la crisis de los chalecos amarillos escapan al blanco y negro. No está a favor: “Si usted mira las manifestaciones, verá que hacen así”, sonríe, y extiende el brazo con el móvil en la mano. “Se hacen un selfie y ¡ala! Para mostrar que estaban ahí”. Pero recela del gran debate macroniano. “No quieren escuchar: quieren hacer ver que escuchan. Es politiquería. Los que se sienten despreciados no abandonarán”. Francia, teoriza, es una pirámide. “Los que están arriba, en la punta de la Torre Eiffel, a 300 metros de altura, no sacan los prismáticos para ver lo que hay abajo”. Y compara el país con el bote de confitura de ciruela que tiene en la mesa. “¿Cómo quiere repartir dos botes si solo tiene uno?”

Él votó a Macron en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2017 para frenar a Le Pen, vencedora en la primera vuelta también en Curvalle. “Macron dio esperanza. Era joven. Tenía ideas”, recuerda. “Se le subió el éxito a la cabeza. Los chalecos amarillos pueden hacerle bien”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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