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Columna
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El recuerdo estabilizador

Este concepto no explica por qué la psicodélica década de boyantía industrial en México terminó con un baño de sangre en Tlatelolco

Solía ser común en sobremesas (allí donde el mantel se puede manchar con axiomas inverificables o corazonadas infundadas) y se soltaba entre comensales para apuntalar utopías y fincar endebles teorías con mínimo valor académico y entonces, no solo los meseros, sino incluso el más reacio de los contertulios parecía quedar aliviado o deslumbrado con eso que podría llamarse el recuerdo estabilizador. Se trata de un argumento en el aire con algo de nostalgia bien intencionada y otro tantito de exageración por vía de la simplificación; hablo de cuando alguien suelta un aforismo (ya de dominio público y por ende, sin tener que citar al posible autor) del tipo La mejor política exterior es la política interior (subrayado quizá con alguna alusión a D. Sebastián Lerdo de Tejada) con lo cual parecería que en ese instante no solo se venían abajo los planes de estudio de la licenciatura en Relaciones Internacionales de diversas universidades, sino el desplome traumático del nieto que soñaba con ser diplomático.

Un socorrido placebo de este tipo (que da nombre al síndrome) es el que mienta la época del llamado Desarrollo Estabilizador de México como una panacea en potencia y no un período anclado en el pretérito. Dicho como aperitivo sazona el tono mismo de la comida y lanzado como digestivo, adquiere una ligereza fáctica que se convierte en agridulce despedida: los comensales se retiran de la mesa con la ilusión de una posible re-encarnación de Adolfo López Mateos (brazos abiertos desde el balcón donde lo vitorea un mar de pancartas) o el patético berrear de los burócratas acarreados para dizque desagraviar al lábaro patrio y apoyar a Gustavo Díaz Ordaz una triste mañana de hace medio siglo. El caso es que cuando se evoca el recuerdo estabilizador (ya no solo de sobremesa, sino ahora incluso en el Altar de la Patria) el ponente suele celebrar la labor ejemplar de Antonio Ortiz Mena como Secretario de Hacienda y Crédito Público durante 18 años y subrayar que la economía nacional era aséptica y ajena a toda corrupción en tanto estaba en manos de abogados y no de economistas; con Rodrigo Gómez al frente de El Banco de México y mi tío José Hernández Delgado, como director de Nacional Financiera, la fórmula que se extendió tres sexenios al hilo se vuelve engañosamente clonable, cuando en realidad es irrepetible por diversas razones y circunstancias que no alcanzan a mentarse de sobremesa.

A la nostalgia suele añadirse la saliva de que el crecimiento de México permitió convertir al país en sede de la primera Olimpiada allende el primer mundo y dos años después, el mejor Mundial de Fútbol. Sin meterse en honduras sobre el abandono del campo, la hinchazón urbana, las fallas en distribución del ingreso y demás detalles, el recuerdo estabilizador no explica por qué la psicodélica década del crecimiento económico, boyantía industrial o sanidad de finanzas públicas en México terminó con un baño de sangre en Tlatelolco, quizá porque el placebo sin azúcar se vuelve entonces un rancio purgante que provocará indigestión… o los mismos descalabros de siempre.

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