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Cartas de Cuévano
Columna
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El hombre que fue todos los libros

José Luis Martínez fue un funcionario público de los que sí funcionaban, diplomático distinguido, antologador y prologuista, pero sobre todo un auténtico hombre de libros

Al irse el 20 de marzo de 2007 prometí jamás olvidar que mi maestro José Luis Martínez se instalaba por las tardes en el timón de un escritorio que más parecía la nao capitana de variados silencios. Acomodaba un cigarro largo en una pitillera, plumas y lápices en fila marcial sobre un caminito de mesa y proseguía —ya fuera en lectura o con la delicada letra con la que escribía sus muy cuidados párrafos—una vida en letras. Su respiración inundaba entonces toda la casa de libros y uno sentía que de varios estantes se abrían miles de páginas al azar para aplaudir sus conclusiones o descubrimientos y lanzarse al vuelo de nuevas lecturas. Aunque parecía un mudo desfile de hieráticos sabios, todos sus libros lo seguían por toda la casa, al ritmo hipnótico de su respiración: la literatura universal lo miraba dormir y velaba sus sueños, lo acompañaban en la mesa del comedor y estaban largas horas con él, acomodados en la sala, pasillos, escaleras y dinteles de todas las ventanas. Todos juntos en una respiración compartida contra el polvo de toda amnesia y muchos volúmenes atesorando flores secas, hojas sueltas que fueron verdes, recortes de prensa ya amarillos y fotografías vueltas sepia que multiplicaban la magia de sus títulos y las biografías de sus respectivos autores.

De muchas maneras, José Luis Martínez me preparó para la vida que pretende refugiarse en párrafos, ya fuera prolongando las tardes con agua de jamaica, volviendo sinfónico al silencio que sólo se puede leer con la voz alta de las tintas, trastocando los horarios del amanecer o con su ejemplar digestión de la palabra soledad. Ahora confirmo que la deuda de gratitud que concede la vida y obra de José Luis Martínez es impagable y la tristeza inmensa con la que lo lloro esta noche sólo podría compararse con la sombra incandescente del vacío que nos deja: un humanista intemporal, generoso sin aspavientos, erudito sin pedanterías y un hombre ejemplar, libro en sí mismo, inagotable e incansable que a los ochenta y nueve años de edad trabajaba nada menos que en quince nuevos libros o proyectos editoriales.

Por estos días en Madrid se han reunido con José Luis Martínez un notable grupo de admiradores deudores de la obra de Martínez padre, para honrar los primeros cien años de su eternidad con charlas y conferencias en la Real Academia de la Lengua y en el Instituto de México en España y a mí se me llenan los párpados de gratitud y de nostalgia, pues la sola resignación que suscita su ausencia subraya la importancia inabarcable de su obra y garantiza la intemporalidad de su grandeza. Autor de más de treinta libros, editor de miles en el Fondo de Cultura Económica que dirigió y siempre veló, funcionario público de los que sí funcionaban, diplomático distinguido, antologador y prologuista, pero sobre todo un auténtico hombre de libros que hizo de su biblioteca personal de más de cincuenta mil volúmenes el inmenso libro donde habitaba el entrañable Maestro, discreto y prudente, callado y mesurado que lo mismo acotaba una crítica inflexible que un raro elogio, de tan infrecuente, invaluable. Bastaba saber de él y de su obra para contraer al instante una deuda de gratitud creciente y, sin embargo, asumí el compromiso de aumentarla al infinito con la bendita manía de leerlo y de releerlo.

José Luis Martínez fue un humanista intemporal, generoso sin aspavientos, erudito sin pedanterías y un hombre ejemplar

Se me concedió trabajar con él una tesis doctoral y no pocos ensayos de historiador, muchos cuentos y novelas… todos los libros posibles. Contagiaba amor por la literatura, por la historia y me demostró la secreta cartografía que debe imprimirse invisible para que un ensayo tenga el debido orden al escribirse y, por ende, al leerse. Su generosidad me volvió comensal en no pocas comidas con Octavio Paz y Carlos Fuentes, Fernando Benítez y mi maestro Luis González… y también, fue gracias a Martínez que conocí a Adolfo Bioy Casares y por ende convertir en cuento dos inolvidables conversaciones a la sombra del Borges que no conocí. Todo esto porque mi Maestro Martínez fue un lector insaciable, ensayista de absoluta claridad, historiador de minuciosos rigores, uno de los mejores cronistas que ha tenido la Ciudad de México y la literatura mexicana, pero sobre todo, un entrañable Maestro con mayúsculas. Sus biografías de Nezahualcóyotl y Hernán Cortés (amparada sobre cuatro extensos volúmenes que reúnen todos los papeles posibles sobre el conquistador de México) serán siempre lectura indispensable y el ancho mapa que nos hereda de todos los libros mexicanos escritos y publicados desde tiempo inmemorial hasta los albores del siglo XXI servirá para siempre de guía para navegación de nuestras letras y apuntalamiento de nuestra más íntima memoria.

Con estas líneas quiero abrazar a Lupita, Rodrigo y José Luis, hijo y recordar que José Luis Martínez fue un hombre intachable y ejemplar, metódico y feliz, ordenado hast en la manera en que subrayaba los libros de su infinita biblioteca y la persona que quizá más me ha regañado para ayudarme a ser un mejor hombre y quiero entonce recordar que hace siglos, John Donne predicaba convencido que la humanidad entera se debe no más que a un solo Autor y que todos juntos formamos parte de un único e inmenso libro. En esa célebre meditación donde Donne evoca el tañido de una campana para recordarnos la definición paralela del prójimo o del próximo, también asienta que al morir un hombre no se arranca un capítulo del gran libro terrenal, sino que se traduce a un lenguaje mejor, superior a los hombres todos. Dice Donne que Dios emplea a diversos traductores para tal tránsito, pues sea por vejez, enfermedad, la guerra o justicia, todo mortal se volverá un capítulo a traducirse bajo la supervisión del Editor omniescente, omnipresente y omnipotente “cuya mano volverá a encuadernar juntas a todas las hojas sueltas, para esa Biblioteca donde todo libro permanecerá abierto a todos los demás”.

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Vuelve la madrugada y la tristeza parece impedir cualquier escritura, pero miro a los estantes y todos los libros —el libro— parecen agitar sus páginas como pañuelos. Parecen velas de barcos antiguos. Se parecen al otoño… en realidad, no las agita ningún viento… están respirando con el idéntico ritmo de inhalación y exhalación que nos heredó José Luis Martínez, el hombre hecho libro que, para mí, fue todos los libros.

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