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El miedo a una epidemia de fiebre amarilla paraliza São Paulo

En enero murieron tantas personas por esta enfermedad como en todo 2017, lo que ha generado el pánico por conseguir alguna de las pocas vacunas disponibles

Tom C. Avendaño

Los síntomas de la fiebre amarilla incluyen fiebre, náuseas, ictericia, convulsiones y coma. Pero si lo que se sufre es pánico colectivo ante la mera idea de la fiebre amarilla, uno de los síntomas es verse a las siete de la mañana de un miércoles de enero en un parque de Butantã, un barrio humilde de São Paulo, haciendo cola entre más de 700 personas ante un centro de salud. “Es la tercera vez que vengo, a ver si esta vez no me vuelvo con las manos vacías”, espera Ana, rubísima, de 16 años, estudiante. Las otras veces llegó a las seis de la mañana. Hoy lleva aquí desde las cinco. “Para mí también es el tercer intento… hoy. He ido de un centro de salud a otro porque en ningún lugar pone dónde hay que ir”, gruñe no muy lejos Jose Eduardo, de 51 años.

Todos aquí tienen el mismo objetivo: hacerse con una de las 500 vacunas contra la fiebre amarilla que cada mañana la desbordada Secretaría de la Salud de São Paulo entrega a algunos centros de vacunación. La cola se forma a mitad de la noche; para cuando el centro abre, a las siete, ya no quedan turnos. Y eso, repetido en varios puntos del Estado, es solo una de las peculiares estampas que se están viendo en São Paulo, donde las cifras de muertos por fiebre amarilla se han disparado de 16 muertos en todo 2017 a 52 solo en enero de 2018.

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La administración no ha hecho nada por demostrar que estaba preparada para esto: no informaron de que gran parte de los paulistanos están en realidad fuera de riesgo, han solapado varias estrategias de vacunación y han reducido las dosis repentinamente de 0,5 mililitros a 0,1, lo que cubre a más personas por mucho menos tiempo. A cambio, la población, alarmada, ha asaltado centros de salud, asesinado a cientos de monos en parques públicos creyendo, erróneamente, que contagian la enfermedad, y propagado la desconfianza ante las autoridades. “Sencillamente, faltó invertir en las fábricas para que produjesen más vacunas. El sistema sanitario brasileño no está preparado para recibir epidemias de gran magnitud”, opina Esper Kallas, investigador de enfermedades infecciosas en la Universidad de São Paulo.

Lo sorprendente es que si algo tuvieron las autoridades fue tiempo para prepararse. Las sospechas comenzaron el 9 de octubre, cuando se recogió el cadáver de un mono en un parque del Horto Florestal, una reserva natural al norte del Estado, y la necropsia reveló que padecía fiebre amarilla. Los monos son la víctima preferida del Haemagogus, el mosquito que transporta el virus, y la primera prueba de que la enfermedad, común en el norte de Brasil, donde todo el mundo está vacunado, pero infrecuente en el sur, estaba a las puertas. El 21 de octubre por la mañana se cerró el parque y se colgó de las puertas un cartel explicando que era por motivos de salud. A 300 metros de aquellas puertas, el centro de salud más cercano ya estaba colapsado de gente que demandaba la vacuna.

El mismo pánico comenzó a cundir a lo largo de São Paulo, un Estado que concentra tanta población como España en la mitad del tamaño. De vacunar a 500 personas al mes, la mayoría de los centros pasaron a tratar a mil diarias. Mientras, si en todo 2017 había habido 53 enfermos, solo en enero ya se contaban 134. Todo el mundo quería su vacuna, aunque en realidad la fiebre amarilla no es contagiosa y un humano solo puede infectarse por el pinchazo del mosquito, el cual se encuentra en lo alto de los árboles. Por tanto, solo una cincuentena de municipios del interior, aquellos colindantes con los bosques, estaban en peligro.

Pero nunca se sabrá qué se hubiera arreglado explicando todo eso porque la Secretaría de la Salud no lo hizo. Por eso, cuando, a mediados de enero, para su pasmo, la Organización Mundial de la Salud recomendó que todo aquel que fuera a poner un pie en São Paulo debería vacunarse, el caos fue incontenible. Las colas empezaron a dar dos vueltas alrededor de los centros de salud. En la zona este, la policía tuvo que escoltar la entrega de 300 vacunas porque los pacientes intentaron hacerse con ellas a la fuerza. En plena confusión, muchos optaron por ir a los bosques a matar monos, incluso en otros Estados. En total se ha matado a más de un centenar de macacos. El presidente de la Sociedad Brasilera de Virología dijo: "No hay motivo para el pánico pero no está todo bajo control".

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La Secretaría intentó poner orden. Adelantó la campaña de vacunación prevista para el 3 de febrero al 25 de enero. Insistió en que sería la más ambiciosa hasta la fecha. Redujo las dosis, lo que reduce también la duración de su efecto, de ser vitalicio a tan solo ocho años. Inauguró un sistema de prioridades tan complejo que hasta resulta contradictorio: en los 77 municipios más expuestos (54, según a quién se pregunte) se vacunaría inmediatamente a la población, otros exigirían una cita previa, y en ambos casos habría excepciones. También se puede ir a puestos seleccionados por todo el Estado donde se distribuyen 500 vacunas diarias.

Eso fue lo que hizo Ana Paula, de 44 años, negra y con gesto de tener prisa aunque le quedan horas de hacer cola el centro de Butantã. “Ahora vienen con esto de la vacuna reducida, que es solo para disimular que no tienen vacuna. A saber de qué vale eso. Pero no tenemos otra, mi novio vive en Diadema [a las afueras de la ciudad] y llevo tres semanas sin verle por culpa de la epidemia. Hay que hacer cola y vacunarse”, protesta. Diadema no está en la lista de municipios en peligro: “Bueno, eso es lo que dicen ellos, pero no está fácil fiarse, ¿verdad?”.

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Sobre la firma

Tom C. Avendaño
Subdirector de la revista ICON. Publica en EL PAÍS desde 2010, cuando escribió, además de en el diario, en EL PAÍS SEMANAL o El Viajero, antes de formar parte del equipo fundador de ICON. Trabajó tres años en la redacción de EL PAÍS Brasil y, al volver a España, se incorporó a la sección de Cultura como responsable del área de Televisión.

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