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“Para todos y todas”. ¿Importa realmente el lenguaje?

La orden de un juez a la alcaldía de Bogotá para que incluya el "todas" junto al "todos" en su eslogan ha desatado un intenso debate

Jorge Galindo
El lema actual de la alcaldía de Bogotá.
El lema actual de la alcaldía de Bogotá.

El mandato de un juez hacia la alcaldía de Bogotá para que incluya el "todas" junto al "todos" en su eslogan ha desatado un intenso debate que no es nuevo, pero que rara vez se produce con tanta vehemencia y gana tanta atención. Contiene en su seno dos preguntas: por un lado, ¿es el lenguaje un factor de peso en la generación y reproducción de desigualdades de género? Por otro, si la respuesta a la primera cuestión es afirmativa, ¿qué partes del lenguaje importan? ¿Cuáles no? Y, en definitiva, ¿qué se podría hacer para revertir esta situación?

Afortunadamente, existe una considerable cantidad de labor científica destinada a responderlas. "Lo que no se nombra no existe". La cita es del filósofo George Steiner, y me la recuerda la psicóloga social Iria Reguera. Serviría como cabecera argumental perfecta para la decisión del juez, así como para la norma en que se basa (aprobada, cabe recordar, por la propia alcaldía en 2009). Como apunta a Máriam Martínez-Bascuñán, profesora de Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid: "Cuando se habla de todos y todas, entonces se incluye a los dos; aplicar perspectiva de género es ampliar la mirada", comenta, "y eso es lo que toda la teoría feminista desde al menos Simone de Beauvoir pone de manifiesto: que hasta que no se visibiliza el género femenino ("el otro") no se descubre al masculino en su particularidad”.

Pero el paso de la teoría a la práctica es más complicado de lo que pueda parecer, como demuestra el trabajo de la economista Estefanía Santacreu-Vasut. Profesora en la francesa ESSEC Business School, ella y sus colegas se preguntaron hace unos años cómo investigar la influencia de la cultura en actitudes y comportamientos, sobre todo aquellos relacionados con las desigualdades de género. "Para nosotros", explica, "la gramática es una especie de tecnología que nos va a obligar a dar cierta información” aparte de, como diría Steiner, ocultar otra. Lo interesante es que "hay mucha disparidad" en la codificación gramatical del género: mientras algunos idiomas sí hacen distinción constante, como es el caso del español, otros no. Santacreu-Vasut y compañía se propusieron aprovechar tal variación para sus objetivos. Así, compararon cómo cambiaba la distribución del trabajo dentro de hogares de origen inmigrante según la procedencia de las familias. Resultó que las mujeres que vienen de países cuyas lenguas distinguen gramaticalmente entre géneros cargan con hasta un 9% más de horas en tareas domésticas que aquellas con lenguas maternas más neutras en materia de género, mientras los hombres tienen hasta un 28% menos.

Sin embargo, se podría objetar que quizás no es sólo "tecnología" lingüística sino todo el bagaje cultural de cada individuo el que marca estas diferencias. Para aislar al máximo el efecto del lenguaje en un estudio posterior sacaron partido de que en no pocos países del mundo se habla más de un idioma, y en muchos casos estas lenguas conviven con diferencias en cómo tratan el género. Decidieron comparar así a personas cuyo entorno cultural de origen era el mismo, también el de destino (al emigrar al mismo lugar), pero cuya codificación gramatical del género difería. Resultó que al menos un tercio del efecto cultural medido sobre las actitudes específicas se debía al lenguaje, mientras que los dos tercios restantes sí procederían de otros aspectos culturales.

¿Se mantienen estos efectos cuando se observan codificaciones distintas de género gramatical dentro de un mismo idioma? Las investigaciones de la profesora Lynn Lyben (Pennsilvania State University) apuntan en esa dirección. Por ejemplo, en un colegio de habla inglesa demostró que, si el profesor usaba de manera habitual expresiones como "chicos y chicas”, niños y niñas se volvían más fuertes las diferencias de género en juegos y actividades, replicando en sus actitudes lo que escuchaban en la gramática de sus mayores.

La evidencia aquí comentada apunta en una misma dirección: la lengua importa, pero importa sobre todo porque reproduce distinciones. Esto plantea un serio dilema a las propuestas de lenguaje inclusivo del tipo contemplado en la sentencia judicial hacia la alcaldía de Bogotá: si en las investigaciones de Lyben el uso de “chicos y chicas” reforzaba las actitudes sexistas, si en los trabajos comparativos resulta que los idiomas que no distinguen entre géneros favorecen comportamientos más igualitarios, ¿no podrían llegar a tener el “todos y todas” y modificaciones similares un efecto contraproducente?

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En definitiva, tal vez haya un dilema entre visibilizar el femenino si con ello se aumenta la segregación de género en el uso del lenguaje. Ante él, Santacreu-Vasut sugiere que se explore el uso de formas neutras distintas al masculino, subrayando que al fin y al cabo si queremos cambiar las normas sociales, el lenguaje debería cambiar también. Martínez-Bascuñán, por su lado, apunta que a la luz de los datos entiende "por qué algunas personas empiezan a utilizar el femenino como genérico, en lugar del masculino". Añade que "quizás lo más económico sería utilizar expresiones neutras alternativas como ciudadanía. O combinarlo todo. Pero, en cualquier caso, que se problematice ese neutro tradicional ya es positivo."

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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