¿Quiere América Latina terminar la guerra contra las drogas?
El discurso de cambio choca con la opaca realidad dentro de sus fronteras
Uruguay legalizó la marihuana. Costa Rica y Ecuador aprobaron legislación para mitigar sentencias por delitos de drogas. Chile, Colombia y México legalizaron o están cerca de legalizar el uso medicinal del cannabis, y la OEA publicó un exhaustivo informe exponiendo los fracasos de la guerra contra las drogas, haciendo un llamado para explorar estrategias alternativas.
América Latina parece abierta a un cambio. El problema es que hasta ahora sigue habiendo una brecha entre realidad y retórica. Casi todos los países de la región, incluyendo los más reformistas, siguen implementando políticas antinarcóticos que representan más una reafirmación que un rechazo del status quo. Más aún: el clima internacional no había sido tan propicio para el cambio y la región no parece interesada en explotar esta oportunidad.
¿Qué está ocurriendo? Durante décadas, la guerra contra las drogas se ha basado en la criminalización del consumo y la represión de la oferta en los países productores y de tránsito. Esta estrategia prohibicionista ha fracasado. No ha reducido la producción ni el consumo, y ha provocado devastadores efectos secundarios como altísimas tasas de encarcelados y cruentas violaciones a los derechos humanos. En muchos casos, como ahora México, ha exacerbado la violencia y la corrupción.
De poco sirve que el consumo sea legal cuando todo lo relacionado al acto de consumir es un delito por el cual una persona puede ser detenida -y probablemente chantajeada-
Por eso cada vez más expertos piensan que se debe reemplazar el enfoque prohibicionista con políticas de salud pública y regulaciones más sensatas sobre el uso de drogas. Los consumidores no deben ser vistos como criminales que se deben encarcelar sino como pacientes a los que se tiene que ayudar. Se debe además priorizar la reducción de la violencia sobre la meta escurridiza de combatir los flujos de droga.
En América Latina, estas ideas han cogido fuerza e incluso permeado varios gobiernos. Pero este cambio de mentalidad se ha limitado a pocas reformas concretas. En la región, por ejemplo, sigue habiendo una gran desproporción entre los recursos destinados a reprimir la oferta y los utilizados para disminuir el consumo mediante iniciativas de salud pública. El gobierno de Colombia apoya el enfoque de salud, pero un estudio reveló que en el gasto total de ese país en programas de drogas una porción minúscula se asigna a prevención y tratamiento. Los recursos para la salud también son escasos en Perú, Bolivia, Argentina y Brasil.
El problema no es sólo el gasto sino también las leyes. En casi toda América Latina se ha despenalizado el consumo de drogas, pero la posesión para el consumo todavía es un delito —sancionable o no dependiendo del país. Esto significa que en la práctica la criminalización de los consumidores persiste ya que el consumo, en algún momento, supone posesión. De poco sirve que el consumo sea legal cuando todo lo relacionado al acto de consumir es un delito por el cual una persona puede ser detenida —y probablemente chantajeada.
Parte del problema son los umbrales. Las leyes fijan cantidades determinadas por debajo de las cuales la posesión es vista como consumo personal. Pero estos umbrales suelen ser demasiado bajos y cuando alguien posee cantidades por encima del umbral se asume automáticamente que hay intención de venta. En los países sin umbral la situación es igualmente injusta porque los límites se dejan a discreción de operadores del sistema penal que tienden a criminalizar el consumo.
Todo esto ayuda a explicar las ascendentes tasas de encarcelados que afectan sobre todo a los sectores más vulnerables y a un número cada vez mayor de mujeres. Estas tasas no son tan altas como las de EE UU pero ya están por encima del promedio mundial y siguen aumentando. Según una investigación del Colectivo de Estudios Drogas y Derecho, el porcentaje de encarcelados por delitos de drogas como proporción de la población total carcelaria se ha elevado en varios países. En algunos ya es tan alto como en las prisiones estatales de EE UU.
Lo más lamentable es que nunca antes ha habido tanto espacio para promover reformas. La legalización del cannabis en varios estados de EE UU, que contradice leyes federales de ese país así como tratados internacionales, ha dejado a Washington en una posición internacional incómoda. Ya la superpotencia no puede desempeñar el rol de policía global que busca alinear al mundo detrás del régimen antinarcóticos sin exponerse a críticas de hipocresía. Y todo indica que la ola de legalizaciones estatales continuará y más temprano que tarde hará insostenible la política internacional de drogas estadounidense.
América Latina ha contribuido a abrir el debate sobre las drogas y discutir temas que antes se consideraban tabúes. La iniciativa para realizar la reciente Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS) sobre drogas provino de la región. Pero son pocos los países que tienen ambiciones reales reformistas. Y, entre los que las tienen, el discurso internacional de cambio choca con la opaca realidad dentro de sus fronteras.
Alejandro Tarre es escritor y periodista. Twitter @alejandrotarre
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