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Un cuarto de siglo para juzgar al dictador chadiano Hissène Habré

Guengueng recogió los testimonios que han permitido llevar al exdirigente ante un tribunal africano

José Naranjo
El dictador chadiano Hissène Habré, en los juzgados de Dakar el 3 de junio.
El dictador chadiano Hissène Habré, en los juzgados de Dakar el 3 de junio.Seyllou (AFP)

Un cuarto de siglo. Ese es el tiempo que Souleymane Guengueng ha esperado pacientemente para ver llegar este día. Sentado en una silla de la terraza del hotel Sokhamon de Dakar, su inseparable bastón apoyado contra el respaldo, este hombre alto a punto de cumplir los 65 años sonríe: “Siempre tuve esperanza”. Este lunes 20 de julio comienza en la capital senegalesa el juicio contra el dictador chadiano Hissène Habré, el máximo responsable de un régimen de terror que entre 1982 y 1990 asesinó a unas 40.000 personas y usó la tortura de manera sistemática.

Guengueng, que pasó más de dos años en la cárcel y estuvo a punto de morir varias veces asediado por infecciones, dengue, malaria y hepatitis, fue el primero que creyó que era posible hacer justicia, empezó a recoger testimonios de las víctimas en 1991 y su tenacidad ha sido fuente de inspiración para llevar a Habré ante un tribunal. El proceso es histórico. Por primera vez, un dictador africano acusado de torturas, crímenes de guerra y contra la humanidad va a ser juzgado en el continente en aplicación de la justicia universal.

Souleymane Guengueng, el 13 de julio en Dakar.
Souleymane Guengueng, el 13 de julio en Dakar.Seyllou (AFP)

Guengueng, un simple contable, fue detenido en Yamena, la capital chadiana, el 3 de agosto de 1988 acusado de formar parte de la rebelión. “Me llevaron a una cárcel construida en el interior de una antigua piscina. Esa noche llovía y el agua nos llegaba por las rodillas. Había mosquitos por todas partes. Cada mañana sacaban dos o tres cadáveres de mi celda”, asegura. Seis meses después, Guengueng estaba más muerto que vivo, “vomitaba pus y sangre todos los días”. Sin embargo, un relevo en la guardia fue providencial para él. “Pusieron de jefe a uno que me conocía y mediante sobornos conseguí que me mandaran medicamentos”.

El suplicio duró dos años y cuatro meses. “Éramos 120 en una pequeña celda. Cuando alguno fallecía lo usábamos como almohada hasta que se lo llevaban. Luego trajeron a 300 prisioneros rebeldes, no les daban comida ni agua, escuchábamos su agonía cada día”. Fue allí donde Guengueng, cristiano protestante de profundas convicciones religiosas, le hizo una solemne promesa a su Dios: “Le dije que si me permitía salir con vida de aquel martirio, todo el mundo iba a conocer la verdad”. Y consiguió salir. A finales de 1990, los rebeldes encabezados por Idriss Déby, el actual presidente de Chad, entraban en Yamena. Las puertas de las cárceles se abrieron y cientos de prisioneros famélicos inundaron las calles de la capital.

Seis meses después, Souleymane Guengueng fue el primero en inscribirse en la lista de la comisión de investigación creada por el Gobierno y, en diciembre de 1991, se convertía en el fundador de la asociación de víctimas. Con minuciosidad de contable, fue elaborando fichas de todos los que habían sufrido las torturas y abusos. “Iba casa por casa, muchos rechazaban apuntarse, todavía había miedo, pues los torturadores seguían ahí, ocupaban cargos en el nuevo régimen. Aun así, logré elaborar más de 3.000 fichas”. Sin embargo, el Gobierno empezó a inquietarse. Déby, el nuevo presidente, había sido jefe de las Fuerzas Armadas de Habré antes de rebelarse contra él y no estaba interesado en poner en marcha el ventilador. Ante la falta de apoyo y las amenazas, Guengueng cogió sus papeles, los envolvió en paquetes de plástico y los guardó en un armario metálico en su propia casa. A la espera del momento propicio.

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Y la oportunidad llegó en 1998 gracias a un acontecimiento acaecido a miles de kilómetros de allí: la detención de Pinochet en Londres fue la demostración de que el principio de la justicia universal convertía en vulnerables a los exdictadores. Dos investigadores de Human Rights Watch se presentaron en la casa de Guengueng en busca de las fichas. “No se podían creer lo que estaban viendo”, recuerda. Aquellos documentos guardados con celo fueron la base de la primera denuncia contra Habré, presentada en el año 2000 en Dakar, la ciudad en la que el dictador vivía en una especie de exilio dorado. Quince años después de aquel primer paso y tras superar numerosos obstáculos y avatares, el juicio comienza al fin este lunes.

La gran incógnita que flota en el ambiente es saber si, finalmente, el propio Habré hará acto de presencia, pues no sólo no reconoce la legitimidad de las Cámaras Africanas Extraordinarias, creadas ex profeso para este juicio, sino que en las últimas semanas sus abogados han asegurado que ha sufrido varias crisis cardiacas, una estrategia que se parece demasiado a la desplegada por el propio Pinochet para intentar esquivar a la justicia.

“¿Es que quien fue conocido como el guerrero del desierto, el zorro de las arenas, tiene miedo de nosotros, pobres ciudadanos ordinarios?”, se pregunta Guengueng. “Me gustaría que acudiera, y el juez tiene la potestad de obligarle. Si no va, ¿a quién le vamos a hablar? Tiene que escucharnos, sostener nuestras miradas y, si es valiente, que dé su versión al mundo”. La decisión está en manos del magistrado burkinés Gberdao Gustave Kam, presidente del tribunal. En todo caso, con él físicamente en la sala o sin él, el proceso seguirá su curso. Habré, que en la actualidad tiene 72 años y que está en prisión en Dakar desde 2013, se enfrenta a una posible condena a perpetuidad en un juicio que durará al menos tres meses.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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