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CARTAS DE CUÉVANO
Columna
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La tierra del olvido

Vine como a Comala para encontrar en medio de la entrañable vegetación la oxidada armadura de un caballero andante

No sé qué tantos viajeros lleguen a Bogotá con las ganas de dejar olvidadas en las maletas todas esas cosas que nos roban la calma, los amaneceres callados y los rostros de tantos amores contrariados por el paso del tiempo, la confusión de mentiras y la mirada perdida, pero lo cierto es que cualquiera que llega de pronto a sentirse entre cachacos siente un ligero mareo envolvente, una escalofrío de apenas en la piel como la llovizna que —de pronto— se vuelve lluvia y horas después, el sol que lo borra todo.

A alguien se le ocurrió que Macondo fuera el país invitado de honor a la 28 Feria Internacional del Libro de Bogotá y vine como a Comala para encontrar en medio de la más entrañable vegetación la oxidada armadura de un caballero andante, como quienes en medio de la selva fundaron Macondo, sin saber que en realidad inventaban una Literatura. Con una asistencia diaria que promediaba más de sesenta mil personas, multiplicados en una notable cantidad de niños por todas partes, revoloteando con ese vocabulario tan amarillo de florido, el sendero que conducía al pabellón de Macondo duraba hasta dos o tres cuadras de paciencia bajo el cielo gris para entrar —de pronto— por un túnel que se abría con el primer párrafo donde todos hace años, ayer mismo, conocimos el hielo por primera vez.

Como bien ha dicho Jaime Abello, Presidente de la Fundación Nuevo Periodismo de Gabriel García Márquez, el pabellón Macondo no se alzó para ser un lugar concluyente, sino un espacio sugerente donde cada visitante escuchara la voz de Gabo leyendo ininterrumpidamente su novela fundacional al recorrer un camino de pantallas gigantes con escenas filmadas ayer, hoy mismo, en la guajira, a la vera del río Magdalena o en las orillas de Aracataca, El visitante pasaba entonces a un amplio espacio donde una misteriosa carpa proyectaba por mirillas las cosas nunca vistas que trae Melquiades cada vez que alguien se deja asombrar la imaginación, los conos como campanas con voces que hablan de maravillas soñadas y las vitrinas donde se mostraba por décadas la hermosa vida de un hombre bueno, enamorado de siempre de su mujer de siempre, padre amoroso de sus hijos luminosos y de un ramillete de nietos, multiplicados todos como madréporas en los rostros de tantos amigos que sonríen en todas las fotografías como para confirmar que Gabo escribía para que lo quisiéramos cada día más y más, conquistando París y Estocolmo, anclándose en México y jamás dejando empolvarse sus recuerdos más lejanos de esta tierra que llaman del olvido. De una de esas vitrinas, un ingenuo tuvo a mal robarse un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, sin saber que sólo podrá tenerla escondida y jamás venderla ni presumirla, a riesgo de que se le ocurra leer sus páginas y amarrarse él mismo al árbol de su delirio hasta que le crezcan alas para volar a una posible redención bajo la lluvia, por encima de los cerros al Oriente.

Uno que llega a Macondo creyendo que el mareo es circunstancial se entera que le llaman Soroche, el mal de montaña

En medio de todo Macondo, una gallera con gradas de madera, donde el ruedo se vuelve hora por hora la arena de la conversación, donde todos quieren hablar de Gabo como poeta, como periodista puntual, cronista exacto, cuentista perfecto, novelista formidable… y todas las vidas de una vida que por milagro de tinta vive el primer año del primer siglo de un eternidad garantizada en las manos de cientos de visitantes que llevan —quizá por primera vez en su vida— ejemplares de sus libros como pescaditos de oro puro que se funden en su lectura para volver a fundirse y así, uno que llega a Macondo creyendo que el mareo es circunstancial se entera que le llaman Soroche, el mal de montaña que va clavando mil alfileres en las piernas y un insomnio que confunde el nombre de las cosas y —de pronto— parece que hay que volver a bautizar a los afectos lejanos y los objetos de todos los días, que es no sólo creíble sino verosímil mirar como se traza solito un hilo de sangre que recorre todas las calles de un pueblo, se mete por debajo de las puertas, pasa por debajo de las sillas y se posa a los pies de la mujer amada como eterno recuerdo de que la felicidad es un viaje interminable en un tren amarillo que parece no llevar a nadie a ningún lugar, como las páginas indescifrables de unos pergaminos donde están caligrafiadas las secretas señales de todo un continente condenado a cien años de soledad.

Vine a Colombia para olvidar todo lo olvidable, sin saber que jamás he de dejar de evocar amistades inquebrantables y el milagro indescriptible de lo que fue capaz de transpirar un escritor: el sudor en las yemas de los dedos de un estante de libros de todos los colores posibles, en todos los idiomas conocidos, que no han de dejarse de leer porque son como la vegetación más íntima de todas las almas, el mapa de nuestra piel, las palabras que ya ocupan la memoria incluso antes de que sean leídas porque son los cuentos que contaban las abuelas en otros siglos, las recetas que no necesitan escribirse sobre el fogón de nuestra existencia y las historias que nos unen, en realidad, aliviándonos de todo mareo porque son el mejor alimento para los latidos del corazón… y por eso, aquí en Macondo nadie se olvida de Gabo ni de una sola de sus líneas.

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