Me espera Cortázar

La vida se vive mejor leída, leyéndola que es gerundio, leyendo a un escritor tan cercano que en realidad no se ha ido

El joven que cumple hoy un siglo estaba oteando la mesa de novedades en la vieja librería El Parnaso de Coyoacán. Yo tenía veinte años y me sentí anciano por los nervios con los que enredé la lengua al acercarme a su altísima figura y balbucear la estúpida pregunta ¿Usted es Julio Cortázar? y el gigante se encogió de hombros con una sonrisa con la que disculpaba la obviedad, transpirando una confianza que combinaba con su aspecto intemporal. Animado por el instante, añadí Yo no creí que fueras tan joven, ya tuteando al escritor que desde la primera vez que lo leí confirmé com...

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El joven que cumple hoy un siglo estaba oteando la mesa de novedades en la vieja librería El Parnaso de Coyoacán. Yo tenía veinte años y me sentí anciano por los nervios con los que enredé la lengua al acercarme a su altísima figura y balbucear la estúpida pregunta ¿Usted es Julio Cortázar? y el gigante se encogió de hombros con una sonrisa con la que disculpaba la obviedad, transpirando una confianza que combinaba con su aspecto intemporal. Animado por el instante, añadí Yo no creí que fueras tan joven, ya tuteando al escritor que desde la primera vez que lo leí confirmé como inalcanzable y, con la mirada en todo, la sonrisa que seguía dibujada entre sus barbas, y las manos que parecían pintadas por El Greco, me hipnotizó con Y yo no creí que fueras tan viejo, con esa voz radiofónica y profunda que afrancesaba las erres y parecía una milonga como humo de tabaco.

Creo que le hizo gracia que le confesara que no traía lana en ese momento para comprarme otro ejemplar de Rayuela, que además lo tenía en casa y que iría corriendo por mi libro, pues además tenía mis subrayados. Salí corriendo de la plaza de Coyoacán hasta la avenida Miguel Ángel de Quevedo y esperé quién sabe cuántos minutos para montarme en un auténtico pesero que me dejara en Insurgentes y allí, montarme en una Ballena que se descompuso a las pocas cuadras e invitaron a todo el pasaje a que nos cambiáramos a un Delfín, que me llevó hasta lo que se llamaba entonces el Hotel de México y salir corriendo todas las calles hasta mi casa y entrar con la literaria prisa que extrañó a mi padre, más aún cuando le dije que Cortázar me estaba esperando en Coyoacán. Es como una neblina olímpica donde me recuerdo corriendo el mismo trayecto de vuelta… y llegar al Parnaso para caer en cuenta que había gastado más de una hora en mi travesía ilusionada y encontrarme con la cara irónica del dependiente de la librería que me espetaba con sorna: ¿De veras creías que te iba a esperar?

No parece tener la misma edad que cumplen este año Octavio Paz o Adolfo Bioy Casares

Cortázar cumple hoy un siglo y la cronometría de cronopio le permitirá cada cien años aparentar la juventud que llevaba en su cabellera larga, las barbas de trompetista trasnochado, la cara joven del que fuma un cigarrillo sin filtro, gabardina cinematográfica y toda la vida por delante en un puente de París en blanco y negro. No parece tener la misma edad que cumplen este año Octavio Paz o Adolfo Bioy Casares, que parecen haberse congelado de traje y corbata o la edad de Efraín Huerta eternizado en un poemínimo o todos los instantes que se volvieron canas en la barba oriental de José Revueltas. No, definitivamente no: Cortázar parece andar hoy en medio de un sótano ritual del jazz sin hora de cierre y sus párrafos acompañan su lectura con la voz intacta. Habla entre páginas a todos los que construimos un modelo para armar con el número en que nacimos, años sesentas ya tan anacrónicos que se pierde en el olvido la época en que los camiones de la Ciudad de México llevaban nombres de cetáceo, autobuses como peces, el ahora World Trade Center era no más que un hotel con restaurante giratorio de corona y la convencida ilusión de que uno podía recorrer la ciudad de México en un suspiro, como quien atraviesa París jugando al avión con brinquitos.

Cortázar nos enseñó que los encuentros con la Maga no son citas fijas, sino encuentros al azar como destino: uno la ve como la musa o encarnación de una auténtica esperanza solamente cuando Ella se deja ver y nada más. Lo que Ella dice es lo que dice y nada más, regala un gesto y el silencio quizá para que uno tenga la paciencia de leerla como se merece. A la Maga se le puede armar conversación al paso, en la telegrafía de un intercambio de miradas donde ambos jugamos al cíclope y en el beso, donde su lengua sabe a peces de colores o a flores blancas. Las respiraciones se confunden en una sola saliva y entonces todos leíamos lo que creíamos imposible que luego, el azar de la vida misma nos regaló en algún momento: hablar en pareja el idioma enrevesado de los noemas amalados, envueltos en hidromurias y juntar las arnillas. Tendidos como el trimalaciato de ergomanina, entreplumados… ¡Evohé! ¡Evohé! Que el joven que hoy cumple cien años nos regalaba el idioma fantástico de los sentidos conjugados, las cariáminas infinitas que lo ordopenaban todo, en el paraíso interminable de las gunfias y uno no puede dejar de leerlo así pasen cien años. Lo sabemos porque se nos concedió –tarde o temprano—abrazar a la Maga como si fuera una temblorosa luna que se refleja en el agua, tal como lo habíamos leído aún sin imaginarla.

Se equivoca quien crea que el jazz es pura improvisación (y si no, pregúntenle a Juan Sebastián Bach que lo inventó hace ya tantos siglos) y de éso sabía Cortázar en cada uno de sus medidos cuentos donde nos confirmó que hay madres que nos siguen escribiendo cartas con las últimas novedades de todo lo que pasa en casa, entregadas puntualmente en el buzón del departamento que hemos alquilado en un país lejano, sin importar que mamá en realidad ya murió. Cortázar nos confirmó que hay señoritas en París que provocan el raro sortilegio donde cualquiera puede de pronto escupir pequeños conejitos por la boca y el terrorífico transcurrir de los minutos que pasan como buzo sin escafandra cuando metemos la cabeza en un suéter que parece no tener huecos ni mangas y doce pisos al vacío.

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Se equivoca quien crea que el jazz es pura improvisación

Esa magia, all that jazz, no se improvisa sino que se transpira y Julio Cortázar la sudaba en cada renglón que escribió ya en la enrevesada trama de su novela que se lee como quien juega a la Rayuela o se come de un tirón con otra lógica comprensible y en cada trama de sus cuentos donde los personajes son el lector que lee los párrafos donde él mismo se aproxima al sillón de terciopelo verde donde las palabras son el espejo de un hombre que se aproxima al sillón de terciopelo verde para cumplir una venganza perfecta y de todo ese jazz supo el propio Cortázar la larga noche en tren, cuando viajó con Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez de París a Praga para visitar lo que quedaba de una primavera aplastada por tanques soviéticos. Decían Fuentes y Gabo dos testigos de sí mismos asombrados, que Cortázar no paró de hablar en todo el trayecto sobre rieles, dictando una entrañable cátedra sobre Thelonius Monk y su piano como óleo misterioso, mientras el colombiano y el mexicano se hartaban de comer salchichas bañadas en cerveza tras cerveza.

Decía Fuentes (y lo confirmaba el Gabo) que al llegar a Praga les vino de maravilla sudar la noche en vela en el sauna que propuso Kundera para que hablaran sin temor a que fueran espiados. En el sauna era poco probable que instalasen micrófonos los espías de la hoz y el martillo. Parece cosa de encantamiento imaginar a Cortázar, Gabo y Fuentes hablando encuerados con Kundera, pero más aún el instante en que el checo les indicó que la salida del vapor era una compuerta como resbaladilla que daba directamente a las aguas heladas del río Moldava. Decía Fuentes que García Márquez juraba que en ese instante de auténtico chapuzón helado moría lo más granado de la literatura latinoamericana… pero consta que sobrevivieron y sobreviven al día de hoy como conversación interminable de un viaje en tren, jazz en piano.

Lo supo también Jorge Luis Borges, desde 1947, en que como secretario de redacción de una revista ya olvidada recibió de manos de “un muchacho muy alto” un cuento escrito a máquina de escribir con sus dedos alargados. Borges no dudó en enviar directamente a la imprenta ése que sería el primer texto suyo que vería publicado Cortázar y que ya se inmortaliza en la lectura de todos con el título envidiable de “Casa tomada”. Lo sabían también quienes lo leían y más aún quienes lo conocieron de cerca o de lejos en el insólito espectáculo de un hombre que parecía nunca envejecer, como si se quedara a vivir al volante de un automóvil anclado en medio de un embotellamiento infinito en una carretera. Lo sabemos quienes apreciamos la delicada minuciosidad con la que tradujo a grandes autores de idiomas que jamás imaginamos aprender y hasta en las cartas personales o los cursos de literatura que son ahora libros complementarios a su obra narrativa; clases y cartas para confirmar que la vida se vive mejor leída, leyéndola que es gerundio, leyendo a un escritor tan cercano que en realidad no se ha ido: allí sigue, oteando siempre la mesa de novedades de la librería donde me cito de vez en cuando sin citarme con la Maga. Dos metros de estatura inalcanzable, un ojo al gato y otro al garabato, la barba de hippie, las manos más largas del mundo, el cigarro sin filtro equilibrándose en los labios que sonríen y una gabardina que esconde como baúl sin fondo todas las tramas posibles de una novela que se multiplica como saxofón enloquecido y todos los personajes que de desdoblan en cuentos sin cuenta. Miro al estante y –efectivamente—me está esperando Julio Cortázar.

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