Del “puede hacerse” al “puede evitarse”
Los estadounidenses piden el fin de la guerra, pero cuando el presidente cumple se quejan
¿Qué impresión causó Obama en Omaha? De pie, junto al presidente francés, François Hollande, en el cementerio estadounidense que se asoma a la playa donde las ametralladoras alemanas cargaron contra las fuerzas aliadas que llegaban a la orilla en nombre de la libertad. De los 4.500 muertos ese día, más de la mitad fueron soldados estadounidenses. Las bajas en Omaha fueron las más elevadas de las cinco playas de Normandía.
Ojalá pudiera decir que fue una imagen convincente. Cualquier líder norteamericano debe encarnar el compromiso de la nación con la expansión de la libertad, la defensa de los aliados y la inviolabilidad de las líneas rojas que garantizan la seguridad global. Ojalá Obama fuera persuasivo en este papel, en parte porque su propia trayectoria es muy americana. El improbable ascenso a la cima de un afroamericano espoleó las esperanzas en un mundo desilusionado con Estados Unidos y su promesa universal.
Los estadounidenses piden el fin de la guerra, pero cuando el presidente cumple se quejan
Pero en la sangrienta Omaha, en el sexto año de su mandato, Obama se ha quedado corto en un momento en el que su propio equipo define la piedra angular de su política exterior con la máxima: “No hagas tonterías”.
Los estadounidenses no responden bien a la doctrina definida en términos negativos. Como ciudadanos de una nación que representa una idea, están estrechamente vinculados al optimismo de esa idea. ¿Desde cuándo la nación del “puede hacerse” se convirtió en la nación del “puede evitarse”?
Se queda corto cuando Siria se desangra desde hace más de tres años, se acumulan muertos y desplazados, y su presidente, Bachar el Asad, fortalecido por la retirada de último minuto de Obama de la línea roja que él mismo había fijado para el uso de armas químicas, celebra unas elecciones ridículas para sellar su tiranía.
Es tan evidente el fracaso en Siria que Robert Ford, uno de los diplomáticos más valientes y brillante arabista, ha dimitido. Le explicó esta semana a Christiane Amanpour, en la CNN, que ya no estaba en posición de defender la política norteamericana. Estados Unidos, dijo, había fracasado a la hora de suministrar la ayuda militar, logística y financiera que hubiera permitido a la oposición ganar terreno más rápidamente hace un par de años. Eso, viniendo de un diplomático educado en el autocontrol, supone una dura condena. Está justificada.
Obama se queda corto cuando Vladímir Putin, reforzado por la retirada siria y la imagen de debilidad estadounidense, logra anexionarse Crimea, en la primera invasión que perpetra una gran potencia en Europa desde 1945. Obama se queda corto mientras los prorrusos causan estragos en el este de Ucrania. Hasta hace muy poco, el presidente se ha contentado con hacer lo mínimo en Europa, convencido de que el Viejo Continente era agua pasada.
Se queda corto también cuando los sueños egipcios de libertad y pluralismo que brotaron en la plaza de Tahrir han desembocado en la victoria arrolladora de un exgeneral en unas elecciones casi tan grotescas como las convocadas por El Asad en Siria.
Sobre todas estas cuestiones —Siria, Ucrania, Egipto—, el presidente Obama estuvo muy poco convincente en su discurso de West Point. Dijo que su decisión de evitar la implicación militar en Siria no significa que no debamos “ayudar al pueblo sirio a enfrentarse a su dictador”. El pueblo sirio todavía está esperando.
Dijo que Estados Unidos, junto a sus aliados, había dado “al pueblo de Ucrania una oportunidad para escoger su futuro”, excepto, por supuesto, a aquéllos en Crimea y en el Este invadido. Dijo que Estados Unidos “seguirá insistiendo en las reformas que pide el pueblo egipcio”, mientras Abdelfatá al Sisi aplica su puño de hierro.
Una extraña dualidad se da hoy en el alma estadounidense. Los ciudadanos quieren que sus tropas vuelvan a casa. Quieren que se acaben las guerras. Quieren que las inversiones den prioridad al empleo, la educación y la sanidad. Pero cuando el presidente cumple con todo eso, se quejan. Sienten que está subestimando a su país. Quieren que lidere, y que no se limite a obedecer o a interpretar sus sentimientos.
Esto es lo que el académico Robert Kagan, de la Brookings Institution, ha llamado “la paradoja de la política exterior de Obama”. El presidente que está llevando a cabo la política exterior que en apariencia desean sus ciudadanos es impopular precisamente por eso. Una reciente encuesta de la CBS mostraba que solo el 36% de los estadounidenses aprueba la labor exterior de Obama, mientras que el 49% la desaprueba. Y eso coincide con los hallazgos del Pew Research Center.
Obama argumentaría que es una persona realista que se adapta a un mundo transformado tras dos guerras agotadoras. Tiene razón. Pero el realismo no ganó ese día en Omaha. Ningún pragmático habría intentado aquel desembarco imposible. Si alguna lección se puede extraer de aquellas playas para lo que queda de mandato, debería ser ésa.
© New York Times
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