Este François no es Mitterrand
La receta es gastar algo menos e ingresar mucho más para poder crecer en casa y en Europa
Este François (Hollande) no es (François) Mitterrand. Ni lo es, ni puede serlo, ni lo pretende, salvo en su intento de alcanzar la presidencia que aquel ostentó desde 1981 hasta 1995. Si la consigue, la cuestión económica será decisiva, como lo fue para su antecesor, pero de otra manera.
El viejo monsieur François buscó inventar un modelo socialista que replantease las bases del capitalismo. Para ello aplicó un plan masivo de nacionalizaciones (gran empresa y banca), lanzó un programa keynesiano de gasto público y social y retó al capital financiero mundial, que entonces estaba al borde de lograr la total movilidad.
La huida de capitales, la devaluación y el desempleo rampante pespuntearon su primera fase, y tuvo que volver a la disciplina. En realidad, ir a ella, porque el muy liberal Valèry Giscard fue muy gastón. Gracias a su ministro Jacques Delors logró una sensata combinación de ortodoxia presupuestaria y reformas sociales. Su balance histórico estribó, al cabo, en reconciliar a la izquierda con la economía de mercado, dotando a esta de más sensibilidad social.
Si llega al Elíseo, Hollande no repetirá aquella primera aventura. Porque la vivió en directo. Y porque se ha comprometido a rebajar el déficit presupuestario al obligado 3% del PIB (por cierto, un invento francés) en 2013. Y para ello, los márgenes de discrecionalidad son muy estrechos: Francia ostenta un déficit del 5,3%. Y el gasto público supone el 56% del PIB, el segundo de la Unión Europea (UE), tras Dinamarca.
Además, contra lo que sostiene The Economist, Hollande no es “bastante peligroso”. Sus medidas más chillonas no son muy radicales ni confiscatorias, hay que fijarse en el detalle. La vuelta a la jubilación a los 60 años (Nicolas Sarkozy la puso a los 62) será solo para quienes hayan cotizado 41,5 años, afectaría solo a menos de un 5% de la fuerza laboral. El tipo marginal del IRPF al 75% (que era por cierto el vigente en EE UU en el año en que Mitterrand ocupó el Elíseo) para quienes ganen más de un millón de euros al año, podría suavizarse con excepciones y un calendario tranquilo. Y la retahíla de exigencias a la banca es fuerte, sí: aumento del 15% del impuesto al sector; prohibición de stock options y de actuar en los paraísos fiscales. Pero su coste global se estima que disminuiría solo un 10% de sus beneficios. Además, la separación de la banca de inversión y la de depósito es lo que está haciendo EE UU, mediante la regla de Paul Volcker, para nada un bolchevique.
Pero todas esas medidas buscan un reparto de la factura de la crisis más equitativo. Hollande no va pregonando por la cuatro esquinas que refundará el capitalismo mundial, como lo hizo con gancho en 2008 su rival, pero retocará a fondo el factor más sangrante de los capitalismos: la extrema y creciente disparidad de ingresos.
Para cumplir con el tope de déficit de Maastricht y al mismo tiempo generar un mayor crecimiento, se ha propuesto apenas reducir gasto —unos 4.500 millones— y en cambio ampliar el ingreso, hasta unos 42.000 millones de euros. Esto último resulta verosímil gracias a los aumentos fiscales prometidos (a la banca, a los “exiliados fiscales”, a los grandes ejecutivos, en sucesiones...). Pero la reducción del gasto sería más problemática, incluso si los Veintisiete modulan su política de austeridad, como sugiere el comisario del euro, Olli Rehn. No será fácil cumplir las promesas de crear 150.000 empleos juveniles con apoyo público, o emplear a 60.000 maestros más.
De modo que si el abordaje del objetivo de la equidad (aumento y mejor reparto de los ingresos) es más factible a nivel doméstico, el del crecimiento debe apoyarse en la UE. No hay perspectiva de crecimiento (notable) en un solo país, como no la hubo para el socialismo (durable) en un solo país, por más Francia que fuera la de Mitterrand.
Por eso Hollande encabeza un programa socialdemócrata para Europa alternativo pero complementario, más que opuesto, al dominante que emana de la Alemania de Angela Merkel y que complete (es factible añadir, no reabrir) el Tratado de Estabilidad fiscal: eurobonos; mandato al BCE para priorizar el crecimiento y no solo la inflación; tasa Tobin; refuerzo del Banco Europeo de Inversiones y del Presupuesto europeo. Este plan ya lo están comprando los otros actores. Sobre todo, la Comisión; en parte, el BCE; en lo retórico, también Berlín.
Pero la piedra de toque será si, además de medidas genéricas y baratas, crece la inversión europea. Para ese envite, si hoy gana, Hollande tendrá la ventaja de poder esperar a una Merkel III, de nuevo en coalición con el SPD, o a un Gobierno socialdemócrata-verde. Lo que no puede es contentarse con apaños nominalistas, como el obtenido por Lionel Jospin en 1997, al rebautizarse el Pacto de Estabilidad con la coletilla “... y crecimiento”. Una presidencia Hollande abriría así la espita a poner en práctica un nuevo enfoque de policy-mix, mezclar las políticas económicas según los ámbitos territoriales: unos, los nacionales, más bien deudores de la austeridad; otros, la Unión, compensándola con estímulos al crecimiento. Mañana saldremos de dudas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.