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¿Qué es mejor, ser un tonto feliz o un Sócrates insatisfecho?

Contentarse con ser un necio satisfecho es conocer únicamente una vertiente de la vida, escribe Erling Kagge. ‘Ideas’ adelanta un extracto del libro con apuntes filosóficos del explorador noruego

Erling Kagge en una de  las expediciones que lo han llevado a los confines de la tierra.
Erling Kagge en una de las expediciones que lo han llevado a los confines de la tierra.Børge Ousland

¿Te has preguntado alguna vez si eres feliz y por qué lo eres? Yo sí lo he hecho. Y, aunque cuando me formulé la pregunta sentía que sí era feliz, empecé a dudar de la respuesta.

Una de las ideas fundamentales de Aristóteles es que los seres humanos que quieren tener una buena vida deben luchar por desarrollar su potencial y por vivir de acuerdo con él. No debes luchar por las cosas equivocadas, como la riqueza o la fama. La buena vida consiste en utilizar tus sentidos, buscar el conocimiento, vivir en hermandad con los demás e involucrarte en esa lucha. Dicho llanamente, la satisfacción llegará a quienes se sientan satisfechos. Puede que sea bastante peligroso entresacar solo un par de ideas de la obra de Aristóteles; no obstante, esto me produce un gran placer porque me recuerda que esos pensamientos y retos fundamentales han permanecido a lo largo de la historia, son los mismos tanto hoy como hace dos mil trescientos años.

Cuando he buscado la felicidad de forma activa, nunca la he encontrado. No niego que los demás sean capaces de dar con un significado único y absoluto para la vida, pero yo no lo he conseguido. Según mi experiencia, el significado de la vida cambia de un día a otro, de un año a otro y de una persona a otra. Por lo tanto, para mí el desafío es encontrar sentido en los diferentes caminos de la vida.

Hoy llevo una vida muy distinta, en muchos sentidos, a la que llevaba como aventurero. Correr peligros físicos ya no me tienta tanto como antes. Mi vida familiar y la emoción de mi trabajo me aportan un propósito del que antes carecía mi día a día. Sin embargo, para vivir una vida plena, necesito expandir mis límites constantemente, ponerme a prueba. Que la vida puede tener sentido en todas las circunstancias es algo que se me olvida con demasiada facilidad. Es mi elección. No tiene por qué tratarse de algo grande; una breve excursión de esquí, cuidar a otros, leer un buen libro, mostrar generosidad, pasar tiempo con mis hijas, contemplar arte, hablar con un desconocido en la calle: todas estas cosas pueden proporcionar tanta felicidad y sentido a la vida como estar colgado de una cuerda debajo de la cima más alta del mundo. Alguna que otra vez, esto último incluso resulta insignificante en comparación con el resto. Como ya han señalado muchos antes que yo, no se trata de encontrar un único significado para la vida, sino una variedad de ellos prestando atención al día a día, momento a momento.

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“Es mejor ser un humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho”. La primera vez que leí esta frase del filósofo británico John Stuart Mill (1806-1873) reaccioné negativamente a sus más bien groseras palabras, pero me gustaban el dilema y la idea de que los objetivos y los placeres son de una cualidad variable. Una experiencia puede ser cualitativamente mejor que otra. Existe una gran diferencia entre zambullirse en agua fría para refrescarse y zambullirse en esa misma agua para salvar una vida, aunque ambas situaciones pueden aportar una gran felicidad. Según Mill, es mejor pensar por uno mismo, tomar decisiones y comportarse sabiamente en relación con el mundo que carecer de esas cualidades, aunque uno se considere más feliz sin ellas. El filósofo británico creía que la razón por la que alguien puede contentarse con ser un tonto feliz en lugar de un Sócrates insatisfecho es que el primero solo conoce una vertiente de la existencia, mientras que el segundo conoce ambas. Porque si uno conoce las dos, elegirá la más auténtica, que según Mill es la elección de mayor valor. Su conclusión halla eco en la gente aventurera. Cuando pienso en otros exploradores, ninguno de ellos habría optado por una vida más cómoda, aunque eso signifique madrugar cuando dentro de la tienda están a cuarenta grados bajo cero.

Una gran experiencia de la que pocos exploradores hablan, tal vez porque les resulta demasiado obvia, es que la vida en general parece larga cuando vives cerca de la naturaleza y vas agotándote lentamente de caminar todo el día. Muchas personas a las que he conocido en Oslo y otras zonas urbanas que he visitado en mis viajes consideran que su vida es corta, sobre todo cuando comienzan a hacerse mayores. Me parece un poco triste. Me da la sensación de que se centran más en sus percepciones que en aceptar las leyes de la física.

Hace dos mil años, el filósofo Séneca escribió con gran sabiduría que el tiempo puede experimentarse a escala emocional: “Vives como si estuvieras destinado a vivir para siempre”. Después afirmaba que los humanos vivimos a través de otras personas y nunca estamos centrados en nuestra propia existencia. Somos descuidados con nuestro tiempo. Mientras que protegemos nuestro patrimonio y nuestro estatus social como si fueran lo más importante de la vida, mostramos una actitud totalmente relajada hacia el tiempo; lo único que sabemos a ciencia cierta es que es finito. Quien existe “vive la vida con premura y se siente atribulado por el ansia de futuro y el agotamiento del presente”. Cuando llegan al final de sus días, “los pobres desgraciados se dan cuenta demasiado tarde de que durante todo ese tiempo han estado absortos en no hacer nada”. La mayor pesadilla para Séneca era morir mientras te ocupas de tus cuentas y tus herederos se relamen mirándolas por encima de tu hombro.

Por supuesto, en este caso Séneca está generalizando mucho, pero estoy de acuerdo con él en que la vida nos parecerá lo bastante larga si no desperdiciamos el tiempo. Se trata de vivir el momento y menos a través de otras personas o de las pantallas.

En septiembre de 2002, unos investigadores obtuvieron imágenes del cerebro de un monje budista —para lo cual se sirvieron de un gorro provisto de 256 cables finos— mientras se sumía de manera gradual en un estado de meditación profunda y en el sentimiento de felicidad que lo caracteriza. En la pantalla se veía que algunas partes del cerebro se iluminaban gracias a la actividad eléctrica a medida que el monje se abstraía. De acuerdo con el psiquiatra estadounidense Richard J. Davidson, que formaba parte del equipo de investigadores, aquello dejaba claro que la felicidad no es un sentimiento vago e indescriptible: “Es un estado físico del cerebro”, algo que puede inducirse de manera deliberada. En otras palabras, los científicos iban camino de demostrar lo que la práctica de la meditación budista sabe desde hace siglos: la felicidad es un estado que podemos alcanzar por nosotros mismos, pero que tiene poco que ver con lo que ocurre a nuestro alrededor.

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