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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Por todo, menos por eso

A Pablo Hasél se le podía sancionar por mucho de lo que ha dicho y cantado, pero no por insultar a las instituciones

Soledad Gallego-Díaz
Protestas en el centro de Barcelona por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél, el17 de febrero de 2021.
Protestas en el centro de Barcelona por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél, el17 de febrero de 2021.Albert Garcia

El Tribunal Constitucional ha hablado en numerosas sentencias sobre el derecho a la libertad de expresión, así que no caben muchas interpretaciones. Se trata de una libertad que garantiza la formación y existencia de una opinión pública libre. Palabras del TC: “Para que el ciudadano pueda formar libremente sus opciones y participar de modo responsable en los asuntos públicos ha de ser también informado ampliamente de un modo que pueda ponderar opciones diversas e incluso contrapuestas. Así pues, debe existir un amplio margen para expresar ideas y opiniones y también para la crítica, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requiere el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe una sociedad democrática”.

Parece claro. No se comprende bien por qué existe un artículo en el Código Penal que sanciona injurias contra la Corona o contra las autoridades. La injuria consiste en “la imputación de hechos o manifestaciones de opiniones que atenten contra la dignidad de una persona, lesionando su fama, honor o propia estimación”. Pero manifestar opiniones injuriosas contra las instituciones y contra las creencias es algo aceptado en la sociedad occidental. De hecho, si no existiera esa posibilidad desaparecería buena parte de nuestra cultura, que lleva muchos siglos poniendo en solfa todo lo que se puede considerar sagrado.

Lo que no debería incluir es la incitación a la violencia ni a la discriminación. Un artista, o un ciudadano no artista, debería poder criticar y reírse de la religión, de la Monarquía, del Gobierno, de los bancos, de los partidos políticos, de Facebook y de YouTube, de los periódicos, digitales o no, e incluso de otros artistas. Se puede poner verde a Bill Gates, a Mark Zuckerberg o a Madonna, al rey Felipe y al presidente de Francia, a Fidel Castro y a la Madre Teresa, siempre que no se los acuse de unos hechos falsos. Se puede decir, por ejemplo, que la Monarquía es un robo, pero no que la princesa de Asturias ha robado en el colegio. Se puede pedir que salte por los aires España, pero no que alguien ponga una bomba en la delegación del Gobierno. Se puede pedir que desaparezca la Monarquía, la parroquia de al lado, la escuela de Fráncfort, la senyera, la policía o los rascacielos y defender que no existen Marte ni los peces de colores. Se puede incluso insultar a Dios (en algunas zonas de España es frecuente), a los ministros y a sus presidentes, a los jefes de Estado, a la humanidad, en su conjunto y por sectores, a los hetero, a los gais y a las personas trans. Incluso a los no binarios. Lo que no se puede es incitar a que los degüellen, a que los maltraten o a que los echen del barrio.

El delito de incitación al odio está pensado para proteger a las personas más vulnerables o minorías que han sido perseguidas por su condición. No para proteger al Rey ni a la Guardia Civil. Pero no consentir que se ofenda a los judíos o a los musulmanes, o a las personas trans, no quiere decir que no se pueda criticar las creencias del judaísmo, como las del islam, o que no se pueda disentir, criticar o burlarse del libro El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, o de la doctrina queer, por no decir de una norma legislativa que afecte a los trans. Por supuesto que se puede criticar y disentir.

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En este sentido, será muy útil leer el auto por el que la Fiscalía desestimó una demanda contra Lidia Falcón presentada por la Generalitat de Cataluña. Dice el auto que “de lo que se trata es del rechazo por parte del Partido Feminista (Falcón) a la proposición de ley estatal sobre transexualidad (…). Es decir, se trata de la crítica formulada dentro del interés constitucional por la existencia de una opinión publica libre”.

Acabemos: al rapero Pablo Hasél se le podía sancionar por mucho de lo que ha dicho y cantado (“Àngel malnacido, te mereces un tiro, te apuñalaré, me has arruinado, te arrancaré la piel a tiras”, decía el poema “simbólico” que le dedicó al alcalde de Lleida, Àngel Ros), pero no por insultar a las instituciones. En eso tiene toda la tradición europea a sus espaldas.

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