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trabajar cansa
Columna
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El país de los monólogos

Recuerdo en la infancia algunos carteles en los bares: “Prohibido hablar de política y blasfemar”. Con el tiempo, fui comprendiendo: en España no se habla de política, solo se discute de política

La poetisa Amanda Gorman lee un poema en la toma de posesión de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos.
La poetisa Amanda Gorman lee un poema en la toma de posesión de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos.Patrick Semansky/Pool/AP (ap)
Iñigo Domínguez

Recuerdo en la infancia algunos carteles en los bares: “Prohibido hablar de política y blasfemar”. Otros incluían “cantar”. No lo entendía, porque era comprensible que insultar las creencias sagradas de alguien o pegar voces podía molestar, pero se me escapaba por qué estaba en el mismo plano hablar de política. Con el tiempo, fui comprendiendo: en España no se habla de política, solo se discute de política. Hablar de política es discutir. Como la blasfemia, también ofende que alguien tenga ideas distintas, subleva los instintos, se puede llegar a las manos. El propio sentido negativo del verbo discutir, entendido como pelear o enfrentarse, es curioso: no tiene ese matiz dominante en otras lenguas, francés, inglés, alemán o italiano, donde se refiere en primer lugar a una conversación o un intercambio de puntos de vista.

No solo en los bares, en muchas casas estaba y está prohibido hablar de política en la mesa, es de mal gusto, y no digamos con la familia política. Se deja un ángulo muerto de silencio, aunque siempre caen comentarios, para chinchar al otro y para que quede claro lo que piensa cada uno, que por otra parte ya se sabe. Solo se refuerza la posición. Así que, contra lo que pueda parecer, y quizá pensarán que estoy loco, creo que en España en realidad se habla poco de política, salvo con quien piensa como tú. En la vida pública igual, y la pandemia ha agudizado la tendencia al soliloquio. Se habla solo a los afines, para que te aplaudan. Uno se levanta pensando a ver a quién le sacudo hoy y nada regocija más que una hostia bien dada, tanto en el Congreso como en las tertulias, en las columnas o en la isla de los famosos. En las sesiones de control en el hemiciclo se llevan ya escritas de casa hasta las réplicas. Cuando me ha tocado seguirlas recuerdo un pasaje de Cortázar en Rayuela que se titula “Diálogo típico de españoles”:

“López: Yo he vivido un año entero en Madrid Verá usted, era en 1925, y...

Pérez: ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García...

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López: De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura de la Universidad.

Pérez: Le decía yo: «Hombre, todo el que haya vivido en Madrid sabe lo que es eso.»

López: Una cátedra especialmente creada para mí para que pudiera dictar mis cursos de Literatura.

Pérez: Exacto, exacto. Pues ayer mismo le decía yo al doctor García, que es muy amigo mío...”

Y así sigue, cada uno a lo suyo. Es fascinante observar en nuestras charlas cotidianas que, más que escuchar, se espera el momento de poder decir lo que se está pensando. “En nuestra patria no hay conversación”, se lamentaba Salvador de Madariaga, y lo decía en abril de 1935, desesperado del alejamiento a los extremos. Añadía: “Genial será el estadista que consiga realizar el gran milagro de España: la síntesis de los monólogos”. Madariaga, hoy bastante olvidado y que vivió en el exilio, pero el de verdad, no esa chorrada que ha dicho Pablo Iglesias, buscó incesantemente un punto de encuentro entre bandos, por el bien común. ¿Quién hace eso hoy?

Tiene narices que tengamos que mirar a otro país para ilusionarnos con el llamamiento de Joe Biden a la unidad y a dejar de gritar, y con esa poetisa de 22 años, Amanda Gorman, tan bella, tan luminosa, que hacía recuperar la fe en la fuerza arrebatadora de las palabras, de la predisposición al entendimiento: “Cerramos la brecha porque sabemos que, para poner nuestro futuro primero, primero debemos dejar a un lado nuestras diferencias”. Parecía que nos hablaba a nosotros, ojalá hiciera una gira por los bares de España.

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Sobre la firma

Iñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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