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Slavoj Žižek: “Con la pandemia empecé a creer en la ética de la gente corriente”

El popular pensador esloveno dice que solo unidos nos salvaremos. Si aún no lo hemos aprendido, necesitamos nuevas crisis que nos hagan más solidarios

Patricia Gosálvez
El filósofo y sociólogo esloveno Slavoj Žižek
El filósofo y sociólogo esloveno Slavoj ŽižekALBERTO CRISTOFARI / Contrasto / Contacto

Lo que más echa de menos Slavoj Žižek de la vida anterior al coronavirus es la soledad. “No lo digo en plan broma barata posmoderna”, apunta el filósofo esloveno, a sabiendas de que la confesión, como mucho de lo que dice, resulta paradójica: el “filósofo rock star”, acostumbrado a dar charlas multitudinarias por todo el mundo, ahora apenas sale de su casa en Liubliana (Eslovenia). Desde allí contesta a la videollamada, apoltronado en un sofá beis, con un plano desgarbado en el que asoma un cojín con pequeños búhos de colores y la esquina de un cuadro amarillo. “Soy de alto riesgo, si pillo el virus no lo cuento: tengo 71 años y una fuerte diabetes, y luego están mis tics…”. Un cómico hizo un montaje con todos ellos titulado ‘Si no sabes cómo se contagia la covid, observa a Žižek haciéndolo todo mal’. Žižek se ríe, luego sorbe, se relame, se frota los ojos y se rasca la nariz. “Disfruto del confinamiento, pero añoro la soledad porque ahora me llaman más que nunca, maldito Zoom, me bombardean”.

Le llaman porque no para de escribir. Anagrama acaba de publicar la traducción de Como un ladrón en pleno día (2018), en verano sacó Hegel in a Wired Brain (Bloomsbury, 2020, sin traducir; Hegel en un cerebro cableado) y publicó el urgente Pandemia (Anagrama, 2020) apenas 100 días después de que empezase el coronavirus… Ya tiene listo el segundo volumen y está escribiendo el tercero. No es fácil embridar a Žižek. En dos horas de conversación hay que levantar la mano para meter baza. Dice estar deprimido y de mal humor (“cuando estoy así solo me anima hablar con alguien que está peor”), pero es un derroche de energía verbal, ideas destello y divagaciones. Citas cultas, citas pop y autocitas a su ingente obra (medio centenar de libros desde El sublime objeto de la ideología, de 1989). Todo salpicado de chistes verdes y corteses “tiene usted razón”. “Recuerde que estoy mayor y cansado, así que manipule y ordene mi discurso, por favor”, pide nada más empezar. “Solo los periodistas que me odian son literales con lo que digo”. Y apremia: “Vamos al lío, como en Auschwitz, el trabajo nos hará libres”.

PREGUNTA. En Como un ladrón en pleno día cuenta que Lubitsch usó el humor para acercarse a la herida abierta del Holocausto. ¿Estamos listos para reírnos de la pandemia?

RESPUESTA. Aún no. Aunque el heroísmo y el miedo pueden hacer un buen thriller, también hay comedias sobre cosas horribles. Tras la guerra de la desaparecida Yugoslavia surgieron los chistes políticos más inteligentes, vulgares y tremendos. El drama necesita más tiempo. Si esto es un hombre, de Primo Levi, fue un fracaso en los años cuarenta, hicieron falta 20 años para que triunfase. Todavía no estamos ahí, pero el humor volverá y será oscuro y brutal.

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P. ¿No existe ya en los memes, en Twitter?

R. Puede ser. En Eslovenia el museo etnográfico ha recopilado las bromas sobre la covid. ¿Sabe una cosa que no es broma, pero lo parece? Hay gente que quiere recuperar partes abandonadas de la ciudad para que quienes han pasado el virus beban, bailen, hagan orgías…

P. ¿Un gueto, pero bien?

R. Exacto. Me encanta. En España hay muchos supervivientes, podrían hacerlo.

P. En Pandemia decía que estábamos muy cansados. ¿Cómo estamos ahora?

R. Con fatiga crónica. En primavera sufríamos más, pero ahora, aunque en Eslovenia hay 20 veces más contagios, la gente es más indiferente. No es una indiferencia celebratoria, es desesperada. Nadie sabe qué va a pasar. La gente está literalmente perdiendo el deseo. En Sarajevo, con los francotiradores en los tejados, la gente luchaba por sobrevivir; después, cuando acabó la guerra, llegaron los suicidios. Me temo que ahora pase lo mismo. En medio año puede que la crisis sanitaria esté más controlada, luego vendrá la económica, y la tercera ola será psicológica, los derrumbes emocionales, las generaciones destruidas.

P. ¿Cómo afrontarla desde lo público?

R. Necesitamos Estados fuertes y eficientes, pero no hay que subestimar la autogestión de las redes locales. Se dice que la crisis sacó lo peor de nosotros. Disiento. Yo tuve problemas de salud durante el confinamiento y recibí tanta ayuda, no solo de médicos y enfermeras, vecinos, asociaciones… Empecé a creer en la ética de la gente corriente. La decencia de pensar “esto tiene que hacerse y yo estoy aquí”. La izquierda debería usar, que no manipular, este despertar de la solidaridad.

P. Sin embargo, en el reparto de vacunas, como ocurrió con las mascarillas o los respiradores, ha triunfado la lógica capitalista, gana el mejor postor.

R. Hay mucha hipocresía. Dijeron que habría para todo el mundo y ya estamos viendo diferencias en el acceso, por ejemplo, Israel negándosela a los palestinos. Es una lógica estúpida, en un mundo globalizado, necesitamos estar todos a salvo. No soy idiota —no digo que la covid vaya a traer el comunismo—, pero tampoco pesimista: creo en las posibilidades de esta nueva solidaridad. Un detalle insignificante y maravilloso: en una entrevista el fundador turco de BioNtech [el doctor Ugur Sahin, junto a su esposa, Özlem Türeci] vino a decir: “Nosotros no podemos hacerlo todo, necesitamos otras vacunas”. ¡Un empresario preguntando “dónde está la competencia”! ¡Qué belleza! El trabajo de esa pareja ha hecho más contra el racismo que todas las tonterías políticamente correctas. La gente dice: “El capitalismo sobrevivirá”. Yo contesto: “Ya ha cambiado inmensamente”. Incluso Gobiernos conservadores, Trump, Boris Johnson, han hecho cosas inimaginables: nacionalizar, intervenir o introducir de facto elementos de la renta básica universal.

P. El “ladrón en pleno día” de su libro se refiere a cómo el sistema cambia sin que nos percatemos. ¿Ha hecho la covid más visible al ladrón?

R. En varios sentidos. Por un lado, la descarada concentración de la riqueza ya no es secreta. Es repugnantemente visible. En el ultracapitalismo, Gates, Soros y el resto son presentados como el consejo de sabios, una nueva aristocracia. Por otro, Amazon o Microsoft no ejercen la explotación clásica —yo trabajo y tú te llevas el beneficio extra—, sino que privatizan lo que Marx llamaba el bien común, el espacio compartido donde nos comunicamos, y se benefician de las rentas. El capitalismo cambia hacia uno más feudal y digital, donde un par de megacompañías controlarán todo y estarán compinchadas con los aparatos de seguridad de los Estados. Ya no es que te tengan geolocalizado, menuda chorrada, eso no da miedo. Es que saben por dónde vas del libro que estás leyendo, la tele reconoce tu expresión facial para ver si te gusta un programa; en EE UU, China o Israel las conversaciones privadas se graban; en Europa ya es difícil encontrar billetes de 100 euros, al final pagaremos mirando a cámara y sonriendo. Y el Estado lo sabrá todo.

P. Suena a ciencia-ficción.

R. Ya existe una interacción directa entre la mente y la computadora. Lo venden como algo positivo, así los discapacitados pueden mover su silla con solo pensar “adelante” o lo que sea, pero no te cuentan que también sirve para controlarte. Mis amigos conectados con lo militar dicen que las armas nucleares son para idiotas. Las armas psicológicas, no en el sentido de la antigua propaganda, sino como el control de la mente, son el futuro.

P. ¿Por ejemplo los algoritmos que alimentan la desinformación en las redes?

R. Las redes sociales nos dan un cierto nivel de libertad, son un arma para la revolución como se vio en la primavera árabe. Por eso los Estados quieren controlarlas y Assange es un héroe de nuestro tiempo al criticar precisamente el control de los Estados donde la gente se cree libre. No extraditarlo ha sido lo correcto, pero las razones para no hacerlo son equivocadas. La juez Vanessa Baraitser apeló al riesgo de suicidio, su mensaje: “Sé que la acusación contra Assange está mal, pero no estoy preparada para admitirlo”.

P. Allí donde se controlan abiertamente las redes, el problema también existe.

R. Claro que hace falta un Assange chino. No tengo ninguna simpatía por China, pero cuando la catástrofe explotó, pusieron la salud de la gente por delante de la economía. Y resultó eficaz incluso económicamente, algunos grandes institutos capitalistas defienden ahora que las cuarentenas estrictas son lo único útil. Un amigo chino disidente me dijo: “El Partido tiene una ventaja sobre Occidente; no se preocupa por las próximas elecciones”. China vio la prioridad y supeditó los mecanismos del mercado; no sé cómo se hace eso de forma democrática, pero sí que está en nuestro propio interés egoísta crear una nueva solidaridad global. Habrá nuevos virus, emergencias climáticas, malestar social… Necesitamos Gobiernos que no dejen las catástrofes en manos del mercado.

P. ¿Como en una guerra?

R. No me gusta el símil, pero sí, como cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt rompió todas las reglas… Ahora es necesario un sistema de salud global, y si el sistema no puede gestionarlo da igual, es lo que hay que hacer. En algún momento la economía tendrá que socializarse. Por pura urgencia. Ningún Estado democrático se puede permitir que gran parte de su población pase hambre, aunque está pasando y entiendo el escepticismo. Pero nada está predeterminado, todo está abierto. Habermas, el filósofo alemán, no me gusta mucho, pero dijo que lo excepcional de la covid es que nunca hemos sabido tanto y a la vez somos tan conscientes de nuestra ignorancia. La realidad es impenetrable. Y en medio de estas incógnitas tenemos que actuar.

P. ¿Y si no lo hacemos?

R. Nos daremos de bruces con la realidad de forma mucho más cruel. Disturbios, problemas… ¿Se da cuenta de lo que está pasando en EE UU? Los titulares impensables que parecen referidos a un país africano. Los asaltantes del Capitolio hicieron lo correcto (protestar contra un sistema electoral que no representa la voluntad popular) por la razón equivocada (creer que Trump está de su lado). Trump es como Kane en la película de Orson Welles, habla en nombre de los pobres para evitar que los pobres hablen por sí mismos. En contraste con el populismo autoritario clásico, como el fascismo, que busca abolir la democracia e imponer un nuevo orden, el populismo actual no tiene programa. Por ello posponen indefinidamente su objetivo. Las verdaderas víctimas de Trump son quienes se toman en serio su charlatanería contra las élites liberales corporativas.

P. ¿Es pesimista u optimista respecto al futuro?

R. Woody Allen escribió en 1979: “La humanidad está en un cruce de caminos. Uno lleva a la desesperación y la desesperanza. El otro a la extinción total”. Hay que asumir la crisis, no seamos ingenuos. Con las vacunas la gente dice: “Por fin vemos la luz al final del túnel”. Claro que la vemos: de frente viene un tren.

P. Así que, ¿pesimista?

R. Esa es mi paradoja. Lo soy a corto plazo, es la única manera de ser feliz a veces, cuando de casualidad pasa algo bueno. Pero al mismo tiempo soy un optimista desesperado. Solo unidos podremos salvarnos. Si aún no lo hemos aprendido, simplemente necesitamos nuevas crisis para ser más organizados y solidarios. Solo espero que no sean muy brutales.

P. Si los muertos hubieran sido mayoritariamente jóvenes, ¿nos habríamos tomado esta más en serio?

R. Es tan triste. Sin decirlo, todos lo hemos aceptado: sacrifiquemos a los viejos. Practicamos la barbarie de la supervivencia. También me entristece que haya países, Yemen, Armenia, donde los conflictos relegan a la covid. Pensé, qué estúpido, que la pandemia los frenaría.

P. ¿Los hemos olvidado los medios?

R. Mi reproche no es que los medios pongan énfasis en el coronavirus, sino que no lo relacionen con el cambio climático o el malestar social, como parte de la misma patología. La covid no cayó del cielo, no salió de una sopa de murciélago en un rincón de Wuhan, forma parte de un sistema. No en el sentido new age, como una venganza espiritual de la naturaleza contra el capitalismo. La covid es materialismo puro, un proceso vacío de significado, algo que simplemente ocurre, pero por supuesto que lo hace en unas condiciones económicas determinadas. La naturaleza se recuperará, eso no me preocupa, la cuestión es si habrá lugar en ella para nosotros.

Solo en la multitud

En Liubliana (Eslovenia) hace un tiempo “deprimente, gris, nuboso, impenetrable como una sopa oscura y fría”. Y aun así, con los casos de covid disparados, la vida sigue ahí fuera. “Nadie hace ni caso a las restricciones, esta ciudad nunca ha estado desierta por la pandemia”, dice Žižek, hijo de una familia de clase media (padre economista, madre contable), que estudió Filosofía y Sociología en su Liubliana natal y luego Psicoanálisis en la Universidad de París. La última vez que vio una ciudad vacía tenía 19 años. En 1968 viajó por placer a Praga y le pilló la invasión soviética. “Tengo un recuerdo tan cínico: estaba en una pastelería de la plaza principal viendo cómodamente, mientras comía tarta de fresa, cómo los manifestantes tiraban piedras a los soldados”. ¡Qué terriblemente burgués! “No soy un izquierdista de esos falsos que miran con desprecio a los ricos, en la clase trabajadora nadie se siente culpable por soñar con una herencia”. Recientemente, el filósofo debatía con sus amigos cuánto dinero necesitaría para considerarse rico. Llegó a una cifra: 50.000 euros. Al mes. “Tendría residencias en varios lugares, volaría en primera… Me gustaría vivir en un condominio frente a Central Park, en el piso 30º, con muchos vecinos a los que ignorar educadamente y un encargado que arregla las cosas. Viviría aislado allí arriba, pero a un viaje en ascensor de las tiendas y las cafeterías. Me gusta estar solo en la multitud”. Ha viajado por todo el mundo, invitado por universidades, de Columbia a Seúl, y da conferencias que suelen convocar a miles de seguidores, pero tiende a quedarse en su habitación de hotel. Solo es relativamente feliz, cuenta, en el centro de una gran ciudad o en un lugar remoto, como una cabaña en las islas Svalbard (Noruega), en pleno océano Ártico. “Allí solo hay musgo y hielo. Sí, soy un hombre de extremos”.


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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

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