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Eva Illouz: “Vivimos en un mundo colonizado por la hipersexualización de los cuerpos y las psiques”

La profesora de sociología francoisraelí afirma en su último ensayo que el sexo crea nuevas desigualdades sociales

Álex Vicente
La socióloga Eva Illouz, fotografiada en París el 21 de octubre.
La socióloga Eva Illouz, fotografiada en París el 21 de octubre.Manuel Braun

La socióloga francoisraelí Eva Illouz (Fez, 59 años), se ha especializado en el estudio de las consecuencias que el capitalismo tiene en nuestras relaciones sentimentales. Profesora en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS) de París, donde imparte concurridos seminarios, este trimestre ha publicado dos nuevos ensayos: El fin del amor (Katz), donde profundiza en su diagnóstico sobre el modelo posromántico en el que nos adentramos, y El capital sexual en la modernidad tardía (Herder), coescrito con Dana Kaplan, en el que describe cómo la apariencia física y el atractivo sexual se han convertido en vectores decisivos en el actual modelo económico.

Pregunta. ¿Cómo definiría el capital sexual y emocional, y cómo puede uno cuantificarlo?

Respuesta. Siguiendo con la ampliación del concepto de capital que propuso el sociólogo Pierre Bourdieu hace más de 30 años, yo trato de entender cómo un individuo saca provecho económico a su persona en el contexto del capitalismo, cómo utiliza su apariencia y sus atributos emocionales para integrarse y ascender en el mundo empresarial. Lo que detecto es que la sexualidad tiene un papel cada vez más importante en la valorización de uno mismo en ese contexto. En especial, para las mujeres…

P. Dice que se ha convertido en “la base normativa” del sistema económico. ¿Prima la belleza frente a las aptitudes?

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R. Es algo que ya existía, pero que se ha generalizado. La capacidad de explotar la belleza ya existía en las sociedades premodernas, pero solo para las mujeres de un estatus social inferior. El capitalismo contemporáneo lo ha convertido en una norma. Es la primera vez en la historia que uno puede usar de manera legítima su cuerpo y su belleza para adquirir valor económico. Los oficios donde eso sucede ya no son desdeñados, como sucedía en otro tiempo, sino celebrados: actores, modelos o influencers forman parte de la lista de los trabajos más prestigiosos en la época actual. La única excepción es la prostitución, que sigue siendo marginal.

P. Con las redes sociales y, en particular, Instagram, ¿todo usuario pone su aspecto físico en el mercado?

R. Exacto. Es más: el atractivo sexual se ha convertido en un criterio de evaluación autónomo respecto a los demás. En Tinder ya no importa mucho el perfil: lo más importante siempre es la foto. La selección se hace, ante todo, siguiendo criterios visuales. Tinder e Instagram se han convertido en la nueva ley del mercado.

P. ¿Responde este fenómeno a la importancia adquirida por la sexualidad en las sociedades occidentales durante las últimas décadas?

R. Sí, es el resultado de una pornificación de la cultura, y que quede claro que no estoy haciendo una crítica religiosa o puritana de la libertad sexual. A partir de los setenta, el capitalismo entiende que el mercado de los bienes materiales es limitado por definición —uno no puede comprar cinco neveras a la vez— y que lo único que posibilita un consumo infinito es el cuerpo y las emociones. Esa sexualización creciente se produce en un contexto en el que el individuo se convierte en mercancía. Hoy nos consumimos los unos a los otros, y mostramos el espectáculo de nuestros propios cuerpos a los demás.

P. Dice que, ante esa transformación, el grupo más vulnerable es la clase media.

R. Es la clase media la que más sometida está al riesgo del desclasamiento. En cada momento histórico, el capital se va acumulando de maneras distintas y favorece a unos u otros grupos sociales, estableciendo nuevas jerarquías. Hoy vemos emerger una nueva clasificación social que separa a los que logran sacar provecho de su cuerpo y los que no. Los segundos son víctima de una exclusión, como tan bien describe Michel Houellebecq en sus libros. El sexo crea nuevas desigualdades sociales. Y también nuevas reacciones a esas desigualdades, como demuestran el caso de los incels [célibes involuntarios], esos hombres incapaces de tener sexo que expresan su frustración a través de la violencia misógina. Ese desclasamiento sexual tiene efectos sociológicos importantes. Parte del electorado de Donald Trump eran integrantes de ese grupo: eran hombres que habían perdido el poder económico y el poder en el seno de la familia, pero también el poder sexual.

P. En El fin del amor habla de una cultura sentimental que está desapareciendo. ¿Hacia qué modelo nos dirigimos?

R. La cultura moderna secularizó el amor por Dios y lo transformó en amor por otro ser humano. Es decir, el amor romántico no es más que una transformación secular del amor cristiano. La época actual rompe con ese romanticismo. Vivimos en un mundo colonizado por la hipersexualización de los cuerpos y las psiques, y dominado por una incertidumbre que resulta nueva. Las interacciones sexuales de nuestro tiempo están marcadas por ese sentimiento incierto: a diferencia de lo que sucedía hasta no hace tanto, hoy ya no se sabe cuáles son las normas que regulan esas relaciones, ni cuál es su objetivo preciso. La libertad se ha convertido en el único factor regulador. Lo que yo intento demostrar es que en esa libertad también existe una gran desigualdad de género. En lo sexual y afectivo, las mujeres siguen teniendo mucho menos poder que los hombres.

P. En un artículo reciente en Le Monde comparaba el feminismo con el cristianismo. ¿Lo ve como una religión?

R. Lo que decía es que ambos aspiran por igual a un cambio radical de los comportamientos. El cristianismo transformó la naturaleza del deseo, redefinió la idea de pertenencia a un clan y prefiguró la individualidad. La batalla cultural del feminismo es igual de poderosa. La diferencia es que, al contrario del cristianismo, este no ha contado con estados ni ejércitos para defenderlo. Al revés: no solo nadie lo defiende, sino que es atacado sin cesar. Aunque esa es, después de todo, la forma habitual de protegerse que tiene el patriarcado: a través de la denigración. Hay que distinguir las críticas justificadas al feminismo –que, como cualquier movimiento, por muy justo que sea, puede tener alguna deriva– con los ataques que emanan de viejas ideologías que una parte de la población no quiere superar.

P. Por último, ¿qué efectos tendrán todos estos meses de distanciamiento obligatorio en nuestro comportamiento afectivo?

R. Dependerá de la vacuna. Si funciona y la epidemia desaparece, nada cambiará fundamentalmente. Pero, si la vacuna no tiene el efecto esperado, entraremos en un mundo distinto, en el que las formas de socialización con desconocidos, que es un tipo de sociabilidad muy importante, cambiarán todavía más que estos últimos meses. Si fuera el caso, veremos cómo se establecen grupos cada vez más pequeños y cada vez más impermeables respecto a lo que sucede en el exterior.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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