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Punto de observación
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Moncloa y La Zarzuela

Se está apelando a una intervención de Felipe VI sobre la conducta del rey emérito que es improcedente

Felipe VI y Pedro Sánchez en el Palacio de Marivent (Mallorca), en agosto.
Felipe VI y Pedro Sánchez en el Palacio de Marivent (Mallorca), en agosto.Clara Margais/Getty Images (dpa/picture alliance via Getty I)
Soledad Gallego-Díaz

La indignación que provoca que don Juan Carlos I faltara a sus obligaciones fiscales y se haya visto obligado a presentar una declaración complementaria a fin de regularizar su situación no añade ni quita nada a la democracia española. Si su actitud, en este u otros casos, merece sanción penal lo dirán los jueces, si llega el caso, y deberá someterse a ella como cualquier ciudadano. Muchos opinan, sin embargo, que, al margen de que llegue o no a los tribunales, la conducta del rey emérito merece una sanción política, lo que puede ser discutible. Las democracias no se basan en la moral sino en la ley y su cumplimiento, lo que no quiere decir que se convaliden las inmoralidades, sino que se sitúan en otro plano. Pero si la respuesta en este caso fuera afirmativa, lo que no se puede aceptar de ninguna manera es que esa sanción política corresponda a la Casa del Rey o a su propio hijo, Felipe VI.

Si alguien reclama esa sanción tendrá que asumir que es responsabilidad del Gobierno o del Parlamento, que son las dos instituciones que toman las decisiones políticas, según la Constitución. Por ejemplo, la condición de “rey emérito”, que no figuraba en el decreto de 1987 sobre el régimen de títulos, nombramientos y honores de la Familia Real, fue creada en 2014 por un decreto de Presidencia, “previa deliberación del Consejo de Ministros” y no, como es evidente, por la Casa del Rey, que no tiene competencias para ello.

La actitud de Pedro Sánchez según la cual el Gobierno, La Moncloa, no tiene nada que decir porque corresponde hacerlo a La Zarzuela, es chocante: sería precisamente el presidente el único que tendría algo que decir, si es el caso, y no Felipe VI, al que se está colocando en una insoportable situación con continuas apelaciones a una intervención que es improcedente, como hijo, pero sobre todo porque el Rey no tiene ninguna capacidad para ello.

La única ocasión que tiene Felipe VI para dirigirse a los ciudadanos es el mensaje de Navidad (el mismo tipo de mensaje en el que la reina de Inglaterra, Isabel II, habló en su día de su “annus horribilis”), pero ese mensaje es una ocasión para conectar casi sentimentalmente con los españoles y no sería lógico esperar algo más que su expresión de dolor. Sería irrazonable y extremadamente desagradable pedirle una denuncia o condena de su padre (mucho más apropiado sería, quizás, alguna mención a la subordinación de los militares al poder civil, dado que al Jefe del Estado le corresponde, eso sí, el mando supremo de las Fuerzas Armadas, sujetas al poder político). Y si el Gobierno o el Parlamento estiman procedente alguna iniciativa para mostrar su reproche político, lo lógico es que estudien la modificación constitucional o legislativa pertinente para que, en lo sucesivo, la inviolabilidad del jefe del Estado (necesaria para el ejercicio de su cargo y admitida en todas las democracias, monarquías o repúblicas) se limite expresamente a los actos realizados en esa función.

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Sea como sea, las democracias pueden afrontar situaciones como la actual sin perder un ápice de su condición. Incluso en el peor de los casos: nadie ha puesto en duda la democracia holandesa, aunque está demostrado que Bernardo de Holanda, esposo de la reina Juliana, recibió un soborno de 1,1 millones de dólares para beneficiar a la empresa estadounidense Lockheed. Bernardo (que tuvo dos hijas extramatrimoniales, de madres diferentes, a los 41 y a los 56 años) nunca fue llevado a la justicia, por acuerdo político. La entrevista en la que reconoció haber recibido el soborno —para lograr que la aviación holandesa comprara aparatos de combate de EE UU— no fue publicada hasta después de su muerte, conmemorada en un funeral de Estado. Es seguro que los tiempos han cambiado y que ni Holanda se permitiría hoy algo así, pero también lo es que las democracias, con república o con monarquía, han sido y son perfectamente capaces de afrontar situaciones semejantes sin que nadie ponga en duda su eficacia.

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