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un asunto marginal
Columna
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Los engorros de la libertad

Con las redes sociales, la pregunta actual es quién tiene derecho a hablar y, si se da el caso, a mentir con desparpajo

Enric González
Adolf Hitler pronuncia un discurso en Berlín durante su campaña electoral.
Adolf Hitler pronuncia un discurso en Berlín durante su campaña electoral.Albert Harlingue (Roger Viollet via Getty Images)

La participación de los ciudadanos en el debate político es siempre un engorro. Lo que llamamos democracia tiene ese inconveniente, además de muchos otros. Incluso en su modelo más funcional y manejable, la democracia representativa (el ciudadano elige a unos delegados que deciden en su nombre), planteó desde el principio el problema de quién tenía el derecho al voto. El primer sistema moderno, el estadounidense, arrancó privando de ese derecho a las mujeres y a los esclavos negros. Los negros pudieron votar gracias a la enmienda constitucional número 15 (1870) y las mujeres tuvieron que esperar hasta la enmienda 19 (1920). Cada uno de esos avances tuvo que superar enormes movimientos de rechazo. De hecho, hicieron falta guerras para conseguirlos.

En España, parte de la izquierda se resistió al voto femenino porque temía que resultara mayoritariamente conservador. En efecto, la derecha ganó las primeras elecciones (1934) con participación de las mujeres. En 1936, en cambio, la derecha perdió.

La irrupción de nuevas tecnologías suele percibirse como un peligro para las democracias. Los fascismos difícilmente habrían sido posibles sin la radio, que empezó a popularizarse a partir de 1920. Gracias a la retransmisión radiofónica de sus discursos, y luego a los incipientes noticiarios cinematográficos, Adolf Hitler dejó de ser un antiguo cabo que gritaba en cervecerías y se convirtió en otra cosa.

Recuerdo que en la fase menos cruenta del franquismo, del Plan de Estabilización de 1959 en adelante, la progresía coincidía en atribuir a la televisión (la “caja tonta”) la relativa conformidad con que gran parte de la sociedad vivía bajo la dictadura.

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El actual salto tecnológico, representado por las redes sociales y los instrumentos de comunicación transversal, supone el enésimo engorro. La verdad y la mentira se difunden por igual, las fake news distorsionan el debate político, las teorías conspirativas calientan millones de teléfonos y parece definitivamente cumplido el mensaje del tango Cambalache, que no por casualidad se compuso en 1934, en pleno apogeo de la radio, y que no por casualidad fue prohibido en 1943 por el gobierno militar argentino.

Con las redes sociales, la pregunta actual es quién tiene derecho a hablar y, si se da el caso, a mentir con desparpajo

Ahora el problema no consiste en decidir quién tiene derecho a votar. Eso está casi superado. La pregunta actual se refiere a quién tiene derecho a hablar, a dirigirse a una audiencia potencialmente masiva y, si se da el caso, a mentir con desparpajo. Ese derecho, hasta hace poco, correspondía casi en exclusiva a las personas de poder, las que controlaban la radio, la televisión y, en menor medida, la prensa escrita. Por alguna razón nos parecía (a muchos aún les parece) más ordenado, o incluso más cabal, que la potestad de hablar y ocasionalmente mentir a muchos fuera patrimonio de unos pocos.

¿No es normal que el primer reflejo de una ciudadanía con voz, además de voto, consista en atacar a las élites? ¿En rechazar lo que se consideraba asumido? Si la ciencia y la evidencia afirman que la Tierra tiene forma de balón, yo afirmo que es plana como un disco. Si quiero pensar que las vacunas producen autismo y que forman parte de una conspiración para controlarnos, lo pregono y ya está. El derecho a pensar me otorga automáticamente el derecho a ser imbécil.

La cacofonía tumultuosa que caracteriza a las democracias contemporáneas es, en realidad, un progreso. Como lo fue el derecho al voto. Forma parte de unos mecanismos de representación cada día más complejos e inmanejables. Ninguna democracia tuvo nunca una vida tranquila (no, tampoco el peculiar sistema suizo); más bien al contrario, las democracias propenden al riesgo de morir de éxito (la vieja paradoja de la tolerancia frente a los intolerantes) y resultan consustancialmente caóticas, cortoplacistas e ineficaces.

Limitémonos a recordar aquello tan sobado: los otros sistemas son mucho peores.

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