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La memoria del sabor
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El Baqueano descubre el mar

El mar es una constante en la vida de este cocinero acostumbrado a manejarse contra corriente

Gabriela Lafuente y Fernando Rivarola durante una estancia en Necochea.
Gabriela Lafuente y Fernando Rivarola durante una estancia en Necochea.Foto cedida por El Baqueano

Llego a El Baqueano buscando una cocina que profundiza en el conocimiento del producto local en un plano que no muestran otros restaurantes de Buenos Aires. Conozco su relación con la otra despensa, heredada de los argentinos que estaban antes de que el resto empezara a bajar de los barcos; fueron exterminados, pero dejaron los cultivos, las carnes de sus camélidos, las grandes aves que corren por las tierras secas, los caimanes de los humedales y los ríos del norte, la quinua o el amaranto. También los productos del mar. 5.000 kilómetros de litoral tan presentes en la vida del país y tan ausentes de sus cocinas. Acaba de llegar el camión que trae el género pescado anoche en los puertos del sur y veo un saco de almejas púrpura, que se pescan a 20 metros de profundidad, y Fernando servirá crudas, simplemente abiertas, para ofrecer la magia de los sabores del mar, sin filtros. También hay un barreño con grandes navajas —en Galicia serían longueirones— largas, gruesas y carnosas que llegarán exultantes después de un brevísimo paso por la plancha, un pez limón de unos cuantos kilos, anchoas de carga, besuguitos, meros…

El mar es una constante en la vida de este cocinero acostumbrado a manejarse contra corriente. El primer menú que me sirvió incluía chanchito de mar y la carne dulce y consistente de un pacú llegado del Paraná. Era el tiempo del dominio de esa atrocidad sanitaria que en Chile llaman salmón y dominaba las cocinas de Buenos Aires; preferían una especie impostada —todavía manda en tantas cocinas sin compromiso—, criada del otro lado de la cordillera, antes que los fascinantes habitantes del Atlántico austral.

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Esta vez Fernando Rivarola ha ido mucho más lejos de lo que he visto llegar a nadie en la cocina porteña. Me engancha con el langostino, que tiene la textura y el dulzor de una gamba de gran tamaño y sirve entero —cola pelada, cabeza entera con todos los juegos en el interior— y rocía con esa sopa fría de pescado y leche que en Málaga llaman emblanco, y me tiene entregado para el resto del recorrido. Conviene dejarse ir. El lomo del besugo llega crudo, acevichado, y sirve la cola del pez limón fileteada, también cruda, condimentada con una pincelada de aceite de oliva. Es un bocado de altura que anuncia lo que puede ofrecer el pez limón, una joya de unos seis kilos que se pesca con anzuelo entre diciembre y marzo y desembarcaron esta mañana temprano. La panza (ventresca) pasada brevemente por la parrilla es suave y mantequillosa, aumenta la consistencia sin perder un ápice de untuosidad con el taco del lomo, servido con una salsa ligada a partir de un caldo preparado con las espinas del pescado, y remata con el collar frito entero. La piel, crujiente y exultante, se basta para justificar la visita.

El Atlántico austral tiene sus ciclos. Primero llega el cornalito, pequeño como si fuera un inmaduro y tras él la anchoa de carga, que lo depreda. Hoy han frito el cornalito a la andaluza, para convertirlo en protagonista de un correcto taco, y han metido al horno el lomo de la anchoa, lo justo para cambiar el color de la carne y llevarlo a la mesa jugoso y expresivo. Hubo tiempo para adobar el mero, pasarlo por harina, freírlo con precisión académica y servirlo con un poco de alioli. Gabriela Lafuente, una de las grandes sumilleres de la región, se olvida de los maridajes y propone jugar con el vino. Sirve al mismo tiempo cinco referencias de chardonnay de distintas naturalezas -suelos, alturas, zonas geográficas y prestaciones- para construir un hermoso y fascinante paisaje que se desgrana trago a trago. Entre el Laborum de Parcela y el Otroria, aparecen botellas de Matías Riccitelli, Fósil y el Chacra patagónico. Cinco joyas que definen un nuevo marco de relación con el vino; hay vida más allá de los maridajes.

Esta ha sido la comida de la explosión del mar y me cuentan su intención de repetirla cada martes, coincidiendo con la llegada al restaurante de lo que se pescó el día anterior. Ojalá sea así y ayuden a devolver la cordura a la cocina porteña.

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