La ciencia africana despierta. Una docena de proyectos de edición genética de plantas de cultivo se están poniendo en vanguardia de una tecnología que los países europeos llevan 20 años reprimiendo por la presión de algunos grupos ecologistas y, sobre todo, de la aceptación acrítica por gran parte de las sociedades ricas de sus dictámenes contrarios a la ciencia. Como Norman Borlaug, el padre de la revolución verde, me dijo en una vieja entrevista, “los ecologistas se oponen a los transgénicos porque tienen la panza llena”.
Mi adorada Greenpeace cometió el mayor error de su historia al convertir su oposición a los transgénicos en una de sus principales campañas, a la altura de la que mantienen, con toda la razón, contra los residuos radiactivos, la contaminación de los océanos y el cambio climático. Todos los científicos les han hecho notar esa anomalía durante décadas, pero los directivos de Greenpeace se han empecinado en situarse del lado de la irracionalidad, incluso después de que un centenar de premios Nobel les acusaran de crímenes contra la humanidad por ello. Por fortuna, esto está cambiando, y justo allí donde más hace falta.
El sorgo es un cultivo esencial en muchos países africanos, y no solo como comida, sino también como material de construcción, pero el 60% de los campos del continente sufren una invasión devastadora de ‘Striga hermonthica’, una planta parásita llamada a veces hierba bruja (‘witchweed’). Striga se adosa a las raíces del sorgo y le chupa el agua y los nutrientes hasta cargarse todo el cultivo por inanición.
Los científicos africanos han resuelto el problema con CRISPR, la rompedora técnica de edición genética que ha revolucionado los laboratorios de biología en los últimos años. Los ensayos de campo empezarán este mismo año. El biólogo molecular Steven Runo, de la Universidad de Kenia en Nairobi, lo ha anunciado en la Conferencia de Genomas de Animales y Plantas celebrada a mediados de enero en San Diego, California.
CRISPR tiene dos ventajas sobre sus antecesores transgénicos. Primero, es barato y fácil de usar, lo que permite a cualquier país modificar las semillas para resolver sus problemas locales, sean plagas o deficiencias nutritivas, en lugar de depender de las que generen unas pocas multinacionales como la desaparecida Monsanto, cuyas prácticas comerciales fueron la principal causa del rechazo ecologista. De lo que hablamos ahora no tiene que ver con Monsanto, sino con la salud humana y el desarrollo de los países pobres.
En segundo lugar, CRISPR no requiere añadir material genético extraño para resolver los problemas de la agricultura. De hecho, puede introducir en la planta una variante genética que ya existe en la naturaleza y que, por tanto, se podría obtener por los cruces convencionales que los agricultores han utilizado durante 10 milenios, y sobre los que nadie tiene la menor objeción ética. Obtener el híbrido deseado, sin embargo, es un proceso desesperantemente lento, al menos en comparación con las necesidades acuciantes de los países de renta baja y media. CRISPR hace lo mismo en un pestañeo. Este es justo el caso del sorgo que ha creado Runo en Kenia.
Mientras Europa debate si CRISPR merece ser excluida de una prohibición sobre las plantas transgénicas que impuso hace 20 años sin el menor argumento científico, los países africanos están demostrando una mayor racionalidad en su regulación. Kenia, Nigeria y Malawi tienen aprobado desde 2022 que las plantas editadas con CRISPR sean consideradas como cualquier variedad convencional, y Uganda y Etiopía están en trámites en la misma línea.
El sorgo es solo el comienzo. Con independencia de lo que estipule la Unión Europea, los países africanos y asiáticos utilizarán la edición genética cada vez más, porque han percibido que les va a resultar útil para mejorar la alimentación de su población y de su ganado. Que sepamos hasta ahora, tienen proyectos, propios o en colaboración con científicos occidentales, para generar un maíz resistente a la necrosis, un mijo perla que no se arruine por la oxidación al poco de molerlo, cacahuetes refractarios a la infección por hongos cancerígenos y, pasando del mundo vegetal al animal, vacas que produzcan más leche pese a las altas temperaturas.
Conozco a directivos de Greenpeace desde hace décadas, y sé perfectamente que son muy buena gente con las mejores intenciones. Apoyo personalmente la mayor parte de sus campañas. Si Greenpeace no existiera, habría que inventarlo. Pero todos nos equivocamos alguna vez, y lo mejor es reconocerlo para dejar de confundir al público y de retrasar unos avances vitales para las poblaciones desfavorecidas. Ojalá lo hagan.
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