La cara detrás del dato

El arranque de la vacunación masiva ha abierto
un resquicio de esperanza en México.
Pero el proceso ha sido lento: unos dos
millones de mexicanos se han vacunado, poco más del 1% de la población.
Esta es la historia de uno de ellos.

“Para mí, la mejor vacuna del mundo es la que me pongan”

  • Texto: Elías Camhaji
  • Fotografía: Teresa de Miguel
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Hoy es el día que Roberto Mejía, de 61 años, ha esperado durante meses: por fin va a vacunarse contra la covid-19. Está contento, pero tiene sentimientos encontrados. Hoy se cumple también un año del primer caso de coronavirus en México. Doce meses que se sienten como años: por los que enfermaron, los que murieron y las rutinas que quedaron atrás. El país ha encontrado en la vacuna un resquicio de esperanza, aunque el proceso ha sido lento y solo se ha vacunado a unos dos millones de habitantes, poco más del 1% de la población.

Don Rober, como le gusta que le llamen, solo tiene que asomarse a la entrada de su casa para ver el impacto que ha dejado la pandemia. Hace 10 minutos, una pequeña procesión de unas 20 personas pasó frente a su puerta y dobló a la derecha en la esquina, donde está el Panteón de Tláhuac, que encierra más de 80 años de historia en Ciudad de México. Nunca le importó vivir al lado de un cementerio. De niño jugaba a las escondidillas con sus amigos, corría entre las capillas y se ocultaba detrás de las tumbas.

“Los muertitos son nuestros vecinos”, dice. Y se ríe. Pero el vecindario se ha hecho demasiado grande: México se ha convertido en uno de los países con la mortalidad más alta y rebasa los 186.000 muertos por covid, en cifras oficiales. “Es dramático ver que antes pasaba un muertito o si acaso dos a la semana”, cuenta, “y ahora al día mínimo pasan cuatro, cinco, seis muertitos”.

En México, el país que se ha hecho famoso por hacer de la muerte una fiesta, son pocos los lugares donde el Día de Muertos es tan importante como en Tláhuac. Hoy el luto es más cotidiano que nunca. “He perdido como 40 familiares por la pandemia, entre cercanos y lejanos, aunque tal vez me quede corto”, asegura. Estos últimos meses, el covid se llevó a su compadre José Luis, a primos, tías, a familia política… “nos ha pegado muy duro”, resume, para zanjar el tema.

“Por eso, en diciembre, cuando se enfermaron mi esposa y mi hija tenía el corazón en la mano”, reconoce. Hoy es el primero de su familia en vacunarse. La Sputnik V partió de Moscú y llegó la semana pasada a Tláhuac, donde casi 50.000 adultos mayores de 60 años esperan recibir la primera dosis. “No me importa que sea la rusa o cualquier otra”, dice Don Rober, mientras su cubrebocas deja escapar unas risas, “la mejor vacuna del mundo es la que me pongan”.

La pandemia puso costales de naranjas en la cochera de su casa. A finales de marzo del año pasado, Roberto dejó su trabajo como mesero de un hotel de cinco estrellas a dos horas de donde vive y fue enviado a casa porque era parte de la población de riesgo. El acuerdo fue que mantuviera sus prestaciones y le siguieran pagando el salario mínimo (141 pesos, unos siete dólares por día).

“Me sentí un poco triste, pero ya pensando en mi salud, creo que tenían razón”, dice en tono reflexivo. “Me siguen ayudando, no me han abandonado, por suerte”. Su familia lo animó a poner un pequeño negocio y así nacieron los jugos de Don Rober. “No venderé miles de pesos, pero me va muy bien”, afirma orgulloso.

Se hace tarde para la cita. Sus hijos César y Beto encienden el coche para llevarlo al Hospital General de Tláhuac, inaugurado apenas el pasado diciembre y la sede para quienes tienen acceso a la seguridad social, un privilegio con el que no cuentan casi 70 millones de mexicanos. Don Rober es un copiloto exigente: “Pon la direccional”, “Métete en esta”, “Ya te pasaste”.

Cuando arrancó la vacunación en su alcaldía, las largas filas que se veían lo desanimaron y estuvo a punto de no ir a vacunarse. “Nada que ver como está ahora, todo está mucho más ordenado”. Los acompañantes tienen un carril exclusivo para dejar a su familiar en la puerta, pero a partir de ahí tienen que esperarlos fuera, donde varios vendedores de tacos, garnachas y helados esperan hacer su agosto.

Tras pasar varios filtros de seguridad, una trabajadora lo acompañó hasta la carpa donde se aplicaban las vacunas. Le midieron la temperatura, la oxigenación y la presión antes de ponerle el pinchazo. La enfermera preparó la dosis y en un abrir y cerrar de ojos ya había recibido la inyección.

Le dieron una botella de agua y un dulce de amaranto mientras esperaba en observación, donde se encontró a su hermano Juan, de 65 años, a quien también vacunaron. “No me dolió nada, me siento como nuevo”, dice mientras señala el punto donde pasó la aguja.

“Es un alivio”, confiesa su hijo Beto. Después de salir del hospital, Don Rober hace una parada en el Lago de los Reyes Aztecas, uno de los últimos vestigios que quedan del México prehispánico en la capital: donde vuelan las garzas, el chilacastle [helecho acuático] cubre los canales y un grupo de mariachis ameniza a comensales que desafían al confinamiento con una cerveza preparada.

No muy lejos de ahí tiene una chinampa, una parcela sobre el agua en la que cultiva maíz y hortalizas. Ese es su escape de la epidemia en la naturaleza, el legado de su familia y el secreto de su buena salud. “Tal vez por eso me vea fuerte, aunque igual con los años ya estoy un poquito cansado”, cuenta.

Sobre la mesa del comedor, a su regreso, hay tostadas para festejar que todo salió bien. Su esposa Yolanda está contenta, aunque ella tendrá que aguardar unos meses más. Cumple 60 años en julio y debería esperar a que la siguiente vacuna llegue a Tláhuac y a casi 15 millones de adultos mayores que van antes en la fila. Si todo sale bien, en las próximas tres a cinco semanas su esposo recibirá la segunda dosis.

“¡Mira mis zapatos, mira mis zapatos!”, dice emocionado Dante, de cuatro años, que no da tregua al abuelo y quiere jugar a las correteadas y lanzarse por la resbaladilla. “Me preocupaba mucho enfermarme y contagiar a mi familia”, explica Roberto Mejía, “lo más importante era protegerme y protegerlos a ellos también”. Con la pandemia ningún plan está muy claro.

Quizá siga con los jugos. Quizá se jubile. Quizá beba un trago a la salud de sus difuntos el próximo Día de Muertos. Quizá se junte toda la familia a comer elotes de la milpa como cada septiembre. “Hoy estamos bien, gracias a Dios”, dice antes de despedirse, “ya después veremos”. A las puertas del plan de vacunación más ambicioso de la historia del país, unos 115 millones de mexicanos que siguen a la espera también se imaginan sus planes después de recibir la vacuna.

La cara detrás del dato

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