La literatura no sirve para nada
[y otras razones por las que es fundamental enseñar a disfrutar de la lectura en esta época]

El PAÍS habló con docentes de escuelas e institutos de Argentina, México, Colombia y Perú para saber cómo es y qué significa dar clases de lengua y literatura a los jóvenes en 2020.

“Las razones para quemar libros desaparecen cuando la gente ya no los lee. No leer libros es lo mismo que quemarlos”.Ray Bradbury, Fahrenheit 451.

A finales de 2006, el intendente de un pueblo argentino llamado María Grande mandó a quemar cerca de mil libros antiguos de la biblioteca pública como parte de las tareas de limpieza, y se convirtió fugazmente en una celebridad de la barbarie. El argumento oficial era que los ejemplares resultaban “ilegibles” por su deterioro y que estaban en “desuso”, pero un grupo de vecinos alcanzó a rescatar entre la basura más de 300 libros en buenas condiciones. Entre ellos una colección de obras completas de Julio Verne de 1920, manuales escolares, textos de medicina, física, historia y literatura. La Comisión Popular para la Defensa de la Cultura en María Grande comparó al intendente con Joseph Goebbels, el publicista de los nazis. Los medios locales evocaron la destrucción y censura de libros durante la última dictadura. Una entidad nacional habló de “cultura autoritaria y genocida”.

Las acusaciones eran tan severas que impedían reparar en un hecho mucho más simple, digno de pena: parecía evidente que aquel funcionario nunca había disfrutado de leer en su vida. Alguien que no entiende por qué los libros merecen ser conservados, tampoco entiende qué significa quemarlos. Transmitir el placer por la lectura es una tarea durísima, repleta de obstáculos, reservada para los más optimistas. Y siempre puede fallar.

Los reportes sobre el estado de la lectura en esta época suelen venir con los mismos lugares comunes de otras épocas: “Los jóvenes no leen” (o “leen cada vez menos”). Pero también llegan con números inquietantes: un estudio realizado en 2015 por un equipo de Microsoft en Canadá se volvió viral cuando sentenció que nuestra capacidad para mantener la atención en una actividad se había reducido a intervalos de 8 segundos en poco más de una década. La información circuló por el mundo como una condena, reproducida y cuestionada por partes iguales en los últimos años: tenemos una capacidad de atención menor que la de un pez de colores, que es de 9 segundos. Más allá del efectismo, los motivos para preocuparse son legítimos. “Temo que la lectura digital esté cortocircuitando nuestro cerebro hasta el punto de dificultar la lectura profunda, crítica y analítica”, le dijo la neurocientífica Maryanne Wolf a El País el mismo año que Microsoft hizo su estudio.

En su libro Una historia de la lectura, el escritor Alberto Manguel explica que el temor a que toda nueva tecnología venga a acabar con la precedente no es nuevo. Es una oposición falsa, dice, que “olvida que nuestra capacidad creativa es infinita y que siempre puede dar cabida a otro instrumento más”. Para Manguel, el verdadero riesgo es que los intereses económicos consigan convencernos de que sus tecnologías son indispensables para cada momento de nuestras vidas, que nos sintamos obligados a utilizar la electrónica “en cada una de nuestras actividades sin saber por qué ni para qué”, y que terminemos siendo utilizados por las herramientas que inventamos, y no al revés. “En un mundo en el que casi todas nuestras industrias (y no solo las nuevas tecnologías) parecen amenazarnos con sobreexplotación, sobreconsumición, sobreproducción y crecimiento ilimitado que prometen un paraíso codicioso y glotón, la sosegada consideración que un libro nos exige puede quizás obligarnos a detenernos, a reflexionar, a preguntarnos, más allá de falsas opciones y absurdas promesas de paraísos, qué peligros nos amenazan realmente y cuáles son nuestras verdaderas armas”.

Mientras las principales fortunas y las mentes más brillantes del presente siguen abocadas a mantener nuestros ojos pegados a las pantallas, los responsables de enseñar literatura en las escuelas no tienen margen para el pánico moral ni para las estadísticas sombrías: están demasiado ocupados en buscar nuevas formas de transmitir una experiencia que es íntima y reveladora, que exige dosis de concentración y quietud inusuales para estos tiempos. Sus batallas son similares a las de antes, pero el escenario, las dificultades y las armas a las que se enfrentan mutan rápidamente. Esto es lo que cuentan desde esas trincheras.

Ana Elena Pola

Ciudad de México, México

“Desde Disney, los niños y adolescentes están acostumbrados a consumir narraciones extremadamente simplistas, que reducen todo a un mensaje sobre el bien y el mal. La moraleja descompone el sentido y la complejidad del arte”.

“Desde Disney, los niños y adolescentes están acostumbrados a consumir narraciones extremadamente simplistas, que reducen todo a un mensaje sobre el bien y el mal. La moraleja descompone el sentido y la complejidad del arte”.

Este mes toca teatro en las clases de la preparatoria Ibero, una escuela privada de la capital mexicana. Benito Fernández es una pieza de Elena Garro escrita en 1957 donde en el popular mercado de La Lagunilla, en vez de muebles y baratijas, se venden cabezas de viejos aristócratas que uno puede comprar a su medida. ¿Cómo interpretan los adolescentes de la clase esta alegoría sobre la decadencia de las viejas estructuras, el poder y la simulación en la sociedad mexicana posrevolucionaria?

“A todos les parece muy chistoso el juego de las cabezas, pero les cuesta un poco más leer entrelíneas, captar el sentido crítico del texto, el trasfondo histórico”, apunta la profesora Ana Elena Pola. Algo parecido le pasó unos meses antes cuando leyeron en clase Fahrenheit 451, la novela distópica de Ray Bradbury. La famosa escena de la quema de libros les impactó, pero no tenían muy claro a qué resonaba una pira de libros ardiendo en la calle. Parece que ni el peculiar pasado porfiriano y aristocrático de México, ni el fuego de Hitler contra la cultura degenerada, ni mucho menos la hoguera de libros de caballería de El Quijote, estaban muy presente en la cabeza de los chavales.

La profesora cree que precisamente esa es una de las utilidades de la literatura: “Participar en la memoria colectiva del mundo. A través de las novelas se puede trazar la serie histórica del ser humano”. Pero opina que sus alumnos tienen problemas para sumergirse a fondo, no tanto por los teléfonos, internet y la invasión de las pantallas, sino, sobre todo, por culpa de las malditas moralejas. “Desde Disney, los niños y adolescentes están acostumbrados a consumir narraciones extremadamente simplistas, que reducen todo el sentido a un mensaje moralista sobre el bien y el mal. La moraleja descompone el sentido y la complejidad del arte”.

Para desmontar los viejos paradigmas de cómo enseñar literatura —memoria y teoría— Pola, comunicóloga y máster en literatura infantil, le imprime ritmo y velocidad a sus clases. Cada lección de una hora la divide en tres partes: lectura dramatizada, escritura y trabajo en grupo. “El trabajo interpares es una de las mayores novedades con respecto a cómo me educaron a mí”, explica la profesora, de 45 años. Ella les va guiando con preguntas orientadas a despertar la interpretación crítica de los textos pero considera clave “que sean ellos, a través de hacerse preguntas unos a otros, los que descubran nuevos sentidos, que unan los puntos por ellos mismos”. Ahí se da el eureka, el descubrimiento, la satisfacción del pensamiento propio.

Su objetivo es sembrar en los alumnos ese “placer genuino” por la lectura. Hay veces que llega la recompensa. En las mismas hojas de los exámenes, los adolescentes le suelen dejar “recaditos”. Le dicen, por ejemplo: “Este libro me hizo reflexionar mucho”. Se trataba de Buscando Alaska, de John Green, una novela juvenil sobre la pérdida y el duelo. El protagonista es un recolector de citas clásicas. Los chicos se quedaron sobre todo con una del monje renacentista François Rabelais: “Voy en busca de mi gran quizás”. La incertidumbre implícita en la forja de todo destino resuena en unos adolescentes que están empezando a sacar la cabeza del cascarón. La novela juvenil como vehículo para gozar de literatura universal.

Derribar el prejuicio de que la literatura es algo serio, solemne y elevado es otro de los grandes retos de Pola. “No todo va ser Borges”. Por eso utiliza la literatura juvenil como herramienta. “Hay que conseguir que sientan identificados con lo que leen. El misterio, la violencia o las novelas gráficas suelen funcionar muy bien”. Otro prejuicio que desmontar: la literatura juvenil es frívola y superficial. Recomienda las obras de los hermanos Malpica, Mónica B. Buzón, Guus Kuijer o Shaun Tan. Ella, que siempre quiso ser profesora, tiene entre sus libros preferidos la novela gráfica de Shaun Tan, Emigrantes.

Martín Quintana

Corrientes, Argentina

“En un mundo en el que todo tiene un valor económico, leer por placer es un acto revolucionario, un viaje a un territorio en el que podemos ser verdaderamente libres”.

“En un mundo en el que todo tiene un valor económico, leer por placer es un acto revolucionario, un viaje a un territorio en el que podemos ser verdaderamente libres”.

Hace algunos años, cuando recién empezaba a dar clases, Martín Quintana tenía que enseñar las partes del cuento a sus alumnos de primer año de secundaria y decidió que lo más sencillo era usar un ejemplo universal: Caperucita Roja. Pero antes de comenzar se le ocurrió preguntar si todos conocían la historia. Muy tímidamente, un alumno levantó la mano y dijo que no la conocía. Después de él, otro alumno se animó a hacer lo mismo. Y luego otro. Y otros más. “De pronto me di cuenta que cerca de un tercio del salón no había escuchado nunca la historia de Caperucita Roja”, recuerda ahora, unos días antes de comenzar un nuevo ciclo de clases en la escuela técnica Fray Luis Beltrán de Corrientes —una ciudad del norte argentino—, donde enseña Lengua y Literatura hace diez años. Martín, hijo de padres docentes, profesor en Letras, lector vocacional desde niño, descubrió temprano que a algunos de sus alumnos nunca les habían contado historias. Que algunos nunca habían leído por curiosidad en sus vidas. Que el libro les resultaba un objeto extraño, el símbolo de un universo al que no pertenecían.

Quienes asisten a las escuelas técnicas en Argentina suelen ir en busca de una formación instrumental, un certificado y unas herramientas para la subsistencia. “Son chicos que se forman para el mundo del trabajo, para ser obreros calificados, carpinteros, herreros, mecánicos de autos”. Parte de la tarea de Martín es hacerles comprender que la literatura también es para ellos, que para acceder a ese mundo solo necesitan encontrar el libro indicado y dejarse llevar. Construir ese puente supone a la vez un trabajo de demolición. Tiene que romper miedos: “Hay cierto terror, a veces hasta físico a los libros. Un ejercicio que yo hago siempre con los ingresantes es traer libros de la biblioteca, dárselos y guiarlos un poco en el acto de tocar el lomo, tocar las páginas, mostrarles cómo se abren de manera amable, leer las solapas, la contratapa”. Tiene que romper prejuicios: “Uno debe ir desmitificando de a poco esto de la lectura como un ejercicio al que solo puede acceder una persona que ha hecho un trabajo intelectual intensivo. Partir de un contacto más ingenuo con la ficción”. Tiene que romper mandatos: “Intento proponerles que si empiezan a leer un libro de cuentos o una novela y no les gusta, lo cambien por otro. Que lo dejen inmediatamente y que busquen la lectura que les hable a ellos, independientemente de si está en el canon, si es un libro clásico, si es un libro moderno o si es prestigioso”.

El tiempo del que dispone para despejar obstáculos y construir un puente en clase se ha reducido con los años, reconoce Martín. Hace una década, cuando empezó a ejercer la docencia a los 25 años, podía preparar exposiciones de 40 minutos, de una hora. Hoy, su límite para exponer un tema son 15 minutos. “O sea: una charla TED. Es lo máximo que sé que me van a escuchar, que sé que me van a entender, que van a poder captar lo que estoy diciendo”. Ahora tiene que negociar el tiempo de atención con sus alumnos, preparar actividades más breves y más lúdicas, trabajar con aplicaciones para el celular, y aún así es posible que deba resignar contenidos. Sin embargo, a esa distancia entre la ambición pedagógica de enseñarlo todo y una realidad escabrosa la resolvió hace tiempo: “Decidí que si tengo que organizar mis clases con menos contenido, los únicos no iba a recortar son los contenidos de literatura, y que alrededor de eso iba a dar todo lo demás”. Porque la literatura tiene el capital vital de formar lectores que puedan seguir formándose a sí mismo como lectores, dice Martín. Pero también por la obstinación de refutar los prejuicios que mantienen a sus alumnos lejos de los libros: “Lograr que esos chicos vayan al mundo de trabajo habiendo leído a Borges, habiendo leído a Cortázar, sabiendo la historia del Quijote, es muy gratificante. Creo que ese tipo de conocimiento, el acceso a la lectura recreativa, es un derecho de las personas, independientemente de la formación que hayan elegido y del barrio en el que hayan nacido”.

María Camila Nieto

Bogotá, Colombia

“Puede que no lean El Quijote, pero sus ideas están constantemente atravesadas por la escritura y la lectura. Incluso más que antes”.

“Puede que no lean El Quijote, pero sus ideas están constantemente atravesadas por la escritura y la lectura. Incluso más que antes”.

Los alumnos colombianos tienen una relación de amor y odio con Gabriel García Márquez. Al menos en Qualia, una preparatoria de educación alternativa de Bogotá. La paradoja es la siguiente: Cien años de soledad, la novela cumbre del Nobel, no solo no les entusiasma, sino que les paraliza. “La sienten como algo desafiante, casi aterrador desde el principio. Hay tantos nombres y tantos giros que les provocan como un no entiendo, un bloqueo”, explica la profesora Maria Camila Nieto. Sin embargo, Diario de un náufrago, una crónica sobre un joven militar varado en una balsa en el mar durante 10 días, “les gusta muchísimo. Es corto, utiliza un lenguaje directo y sienten la historia como algo súper actual”.

El episodio Gabo sintetiza los obstáculos y los incentivos con los que se encuentra en clase Nieto, con 10 años de experiencia. La ventana de atención se estrecha, mientras que las palancas del deseo adolescente no han cambiado demasiado con las épocas. “Es cierto que el rango de atención es ahora más corto. Con las redes sociales consumen múltiples impulsos al mismo tiempo, mucha información y a mucha velocidad. Les cuenta mantenerse concentrados más de 20 minutos en una lectura”. La táctica de Nieto es cambiar el formato, agitar el cóctel y vestir el contenido con un envoltorio más juvenil.

Para las lecciones de poesía, tan connotada para los chavales con los adjetivos asociados a la torre de marfil —“erudito, lejano, elevado”— ella recurre a la música. “Les pongo canciones y, con ejemplos, trabajamos lo que es una metáfora, un símil, una sinestesia”. El objetivo es que se encuentren con la poesía en su vida diaria. Sin que ella las ponga en clase, sus alumnos quizá lleguen a reconocer, por ejemplo, algunas metáforas del éxito de reggaeton Tusa: ”Ella se cura con rumba / Y el amor pa' la tumba / To' los hombre' le zumban”. O las de Bad Bunny: “Picante picante como el habanero / si tu tienes la llave yo tengo el llavero’’. Códigos universales para estimular a un adolescente.

No es que los jóvenes no lean, es que leen distinto. “Puede que no lean el Quijote, pero sus ideas están constantemente atravesadas por la escritura y la lectura. Incluso más que antes. Los chats de Whatsapp, los post de Facebook, los blogs. Es cierto que la lectura como ejercicio individual y solitario en casa es más difícil, es prácticamente la excepción”. Una de las consecuencias es el enfriamiento de la memoria a corto y a largo plazo: “Si leyeron algo el martes, es probable que el jueves ya no se acuerden”.

Para mantener en forma el músculo de atención, Nieto recurre también a los estímulos audiovisuales. “Trato de tender puentes entre un lenguaje y otro. Por ejemplo, mostrarles como si construyen los personajes en una narración audiovisual, a través de la luz, las escenas, la música, y cómo trasladar esto a la literatura”. Por ejemplo, en la película Los Tenenbaums, se fijaron en el personaje de Margot. Una joven que fuma en el baño a escondidas de sus padres. ¿Qué dice esto de ella? ¿Qué secretos esconde? ¿Es una rebelde? De nuevo, identificación y misterio como claves para enganchar a la clase.

El objetivo de Nieto es “sembrar una curiosidad genuina por la lectura”. Para ella, historiadora de formación, la literatura tiene la capacidad de cuestionarnos nuestro lugar en el mundo, además de resistir a las lógicas del mercado nos atraviesan. “Parece que si uno no es productivo ha de sentirse culpable. Leer un poema o una novela se ha vuelto un acto revolucionario”. La meta sería “que se pongan en los zapatos de un otro, que empaticen y sean capaces de emocionarse y darse cuenta de sus privilegios, de que sus experiencias son distintas a las de otras personas en el mundo”. Ella lo logró desde muy pequeña, cuando sus padres le regalaban libros como si fueran premios: La ciudad y los perros, Frankenstein, y, por supuesto, Cien años de soledad.

Pierre Castro Sandoval

Lima, Perú

“La literatura sirve para la gente que no aprendió a sobrevivir en el mundo real. Es un poco la forma en la que uno canaliza todo lo que significa estar en el mundo”.

“La literatura sirve para la gente que no aprendió a sobrevivir en el mundo real. Es un poco la forma en la que uno canaliza todo lo que significa estar en el mundo”.

Si no hubiese descubierto la literatura, Pierre Castro Sandoval cree que tal vez se habría matado. O que sería un alcohólico, un adicto que vive debajo de un puente. Sabe que hay gente que se molesta cuando dice eso, pero él lo suelta con una sonrisa resignada, como si no hubiera necesidad de andar fingiendo: “Es una forma en que yo pude procesar el mundo. No sé si lo hubiera logrado sin ella”. Más que una reflexión lúgubre, su declaración parece una forma extrema de agradecimiento. No solo tuvo la suerte de volverse lector desde niño, explorando las hermosas bibliotecas de sus abuelas, sino que se convirtió en profesor casi por azar, y desde que dio su primera clase se dio cuenta de que le gustaba. Mucho. “Es la chamba que más me ha gustado en toda mi vida. El mejor trabajo que he tenido”.

Pierre tiene 41 años, estudió publicidad, ha publicado dos libros de cuentos, y desde hace seis años enseña en el Instituto San Ignacio de Loyola de Lima, donde empezó dando un curso de Literatura y ahora dicta también uno de Guión y otro de Géneros Periodísticos. Su llegada a la docencia fue prácticamente un resultado natural de su entusiasmo como lector, que siempre lo llevaba a compartir con otros la emoción por lo que leía. “Al comienzo es maravilloso”, dice: es como mostrarle una película que te fascina con una novia que aún no la ha visto, pero multiplicado por 30 alumnos. “Les llevo un cuento de Chejov que a mí me destrozó y estoy mirando sus caras mientras leo, porque quiero ver cómo se les rompe el corazón de emoción y es muy bonito”. Pero con más personas también aumentan las posibilidades de fracaso. Pierre cuenta que le dolió enfrentarse a la indiferencia de ciertos alumnos, hasta que comprendió “que no podía subir a todos al barco y que algunos iban a naufragar”. Tardó un par de años en resignarse a que solo podía salvar una parte de la población.

En cualquier caso, Pierre no cree que los problemas que enfrenta como profesor hayan cambiado en los últimos años a causa de la tecnología; ni siquiera cree que los problemas sean nuevos. Usa un refrán (“dicen que la vaca no recuerda cuando era ternera”), piensa en sus años universitarios y se ve a sí mismo reflejado en sus alumnos. No recuerda mucho de aquellos años, dice, tal vez un 20 por ciento de lo que le enseñaron, pero sí le ha quedado grabada la potencia con la que enseñaban algunos profesores. Esa lección de contagio tal vez sea la que lo impulsa a sacar a pasear a sus alumnos por Lima, “una ciudad tremendamente literaria” que ha sido descrita por grandes autores peruanos, para que lean un cuento de Mario Vargas LLosa en el mismo lugar donde conversan sus personajes. O la que le hizo llevar a sus clase los mismos merengues de los que habla un cuento de Julio Ramón Ribeyro sobre un niño que quiere comer esos merengues y nunca los ha probado. Y les prohibió tocarlos hasta que no terminaran de leer el cuento, para que salivaran igual que el personaje del cuento.

Su búsqueda es similar a la de otros lectores agradecidos que enseñan literatura: romper los prejuicios de pesadez y solemnidad que alejan a sus alumnos de los libros, hacerles entender que “el libro también es una forma diferente de procesar la realidad”, que puede revelarles mucho más sobre ellos mismos y sobre el mundo que los rodea que cualquier otra forma de diversión, pero que también es una forma de diversión. Se trata de una carrera un poco frenética, pero Pierre no parece dispuesto a ceder optimismo: “Cuatro meses es un periodo muy limitado de tiempo para generar conocimiento en alguien. Pero si tú le siembras la mecha y ellos solitos empiezan a buscar libros por su cuenta, ya lo lograste”.

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