Elías Camhaji | México
La inseguridad, la erosión del tejido social y la impunidad han creado una espiral de violencia que ha hundido a la capital mexicana en el momento más sangriento de su historia
Era trabajadora sexual. Fue asesinada a balazos hace dos años en el coche de un cliente.
El principal sospechoso, un exmilitar, sigue prófugo.
Su cuerpo fue encontrado hace cuatro años en la parte trasera de su vehículo. Fue secuestrado, torturado y acuchillado.
No tenía antecedentes penales.
A los 16 años fue levantado en la discoteca Heavens y después apareció descuartizado junto a otros 12 jóvenes.
Fue la mayor matanza del narco
en Ciudad de México.
Jaló el gatillo y mató a un traficante rival en un ajuste de cuentas.
Ambos tenían 15 años.
Más de 5.000 personas han sido asesinadas en Ciudad de México entre 2013 y lo que va del año, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP). Al ritmo de una muerte violenta cada ocho horas. Tres asesinatos por día. Como Paola, Martín o Jerzy. Como el caso que llena de morbo las portadas de los periódicos de nota roja . Como el cuerpo cubierto por la “sábana negra” y que no saldrá esta tarde en las noticias. Como lo que empezó en una riña y acabó archivado en el cajón de una fiscalía. Así hasta llegar a un aumento del 40% en los homicidios de los últimos seis años, como documenta México Evalúa.
En el estudio 5,013 homicidios en la CDMX. Análisis espacial para la reducción de la violencia letal, al que ha tenido acceso EL PAÍS como parte de una colaboración con varios medios, la organización analizó casos de violencia letal desde 2009 hasta 2016, y geolocaliza calle por calle dónde se mata en la capital del país. La geografía del crimen en la mayoría de los casos tiene relación con desorganización social, el hacinamiento y grado educativo de los lugares con más homicidios.
Las probabilidades de que un crimen se denuncie y se esclarezca en la capital mexicana son menores al 1% y ocho de cada 10 homicidios no se resuelven, de acuerdo a la organización Impunidad Cero. No hay respuestas rápidas ni atajos para salir de la crisis. Mientras Ciudad de México se mira en el espejo del momento más sangriento de su historia reciente, aparece el reflejo del crimen organizado, del fracaso de las políticas de seguridad y del sistema de justicia, pero también de las carencias sociales, la falta de oportunidades y los estigmas. También hay destellos permanentes de corrupción e impunidad.
La suma de los factores es una espiral de violencia cada vez más normalizada en todo el país. Hay hasta agosto de este año otros ocho Estados con más asesinatos que la capital y otros 22 tienen más homicidios dolosos por cada 100.000 habitantes, según datos del SNSP.
Fuentes: Envipe (Inegi) 2016-2017, Índice estatal de desempeño de las procuradurías y fiscalías (Impunidad cero)
Se pregunta aún Leticia Ponce, la madre de Jerzy Ortiz. Después, guarda silencio. Era junio de 2013. Su hijo y otros 12 jóvenes de entre 16 y 34 años habían sido secuestrados hacía tres meses en la discoteca Heavens, en pleno eje financiero de la capital. La madre de otra de las víctimas le dijo que los habían encontrado, que comprara el periódico. “Veo el encabezado: ‘Descuartizados’ y abajo la foto de mi hijo Jerzy en primera plana, no se tientan el corazón, no saben lo que lastiman a la gente”. Se le quiebra la voz. Hay todavía mucho dolor y muchas dudas: “Mañana puedes ser tú, puede ser cualquiera. Por la inseguridad, por todo lo que está arrastrando esto”.
- Veo puros huesos, pedazos. Me dijeron: “Esto es su hijo”.
Los jóvenes fueron vapuleados por los medios, criminalizados como narcomenudistas, pero nunca lo comprobaron. Les llamaban “tepiteños” de forma despectiva, porque la mayoría eran del barrio bravo más famoso de la capital de México. Era un silogismo perverso, como si se merecieran haber sido desaparecidos, torturados y asesinados por el barrio en el que vivían, porque eran de Tepito. Pero no los mataron ahí. “La inseguridad la tenemos en todo el país… no nada más en Tepito, en todos lados te roban, en todos lados te secuestran”, dice Ponce, de 53 años, sobre el estigma y las etiquetas de todos los días, mientras el bullicio se cuela en uno de los negocios de su familia, en el corazón del barrio.
- ¿Cómo lo aceptó?
- Lo tenía que aceptar, si no iban a decir que estaba loca (…) Quien ha perdido un hijo,
¿cómo va a aceptarlo? No lo vas a aceptar en tu vida, hasta que te mueras.
Han pasado cinco años, hay 26 detenidos, pero aún no se sabe por qué se los llevaron y los asesinaron. Tres palabras salen en la conversación. “¿Verdad? Hay miles de preguntas en el aire, las autoridades te hacen un cuento como ellos quieren y más en México”, reclama Ponce: “¿Justicia? No hay justicia, tenemos gente en el reclusorio, ¿y?”. Por último, memoria: “¿Cuándo han dignificado a mi hijo, cuándo han dicho nos equivocamos? Porque era un niño, un niño de 16 años”.
El 11 de diciembre de 2006, 10 días después de asumir el cargo,
el expresidente Felipe Calderón declaró lo que se conoce como guerra contra el narcotráfico.
México registró casi 175.000 homicidios en la primera década de conflicto, según datos oficiales.
En 2012 hubo un cambio del partido en el poder, hubo otra estrategia de comunicación.
Las cifras repuntaron a finales de 2015.
Se alcanzaron niveles preocupantes en 2016.
En 2017, el país batió todos los récords de homicidios dolosos
desde que empezaron los registros públicos en 1997, hubo 25.339.
Hasta ese año, la capital había vivido en su propia burbuja, ajena al terror, en “otro país” sin asesinatos a traición, balaceras ni grandes decomisos. Ciudad de México seguía su propia dinámica delictiva, sobre todo porque los criminales enfrentaban una presencia del Estado mucho más potente y su capacidad de realizar actos de impunidad cínica era menor”, explica el analista en seguridad Alejandro Hope.
Pero el auge de la violencia ya no se explica por la explosión de los enfrentamientos en dos o tres puntos del país, señala Lisa Sánchez, directora de México Unido contra la Delincuencia. “Esta vez es diferente, el cierre de 2017 apuntó a un alza generalizada y en todo el país, preocupante en sí misma”, comenta Sánchez. Hay inercias nacionales y locales. “El modelo de seguridad pública de los últimos 12 años es disfuncional, es una estrategia fallida”, apunta Eunice Rendón, especialista en prevención del delito: “Hay que hablar de Enrique Peña Nieto y Calderón, pero también de Miguel Ángel Mancera”.
Fuente: México Evalua, 5,013 homicidios en la CDMX
Los focos rojos se mantuvieron en delegaciones (distritos) como Cuauhtémoc (en el centro de la ciudad), Gustavo A. Madero (norte) e Iztapalapa y Venustiano Carranza (oriente), pero también se afianzaron nuevos puntos conflictivos como algunas zonas de Álvaro Obregón, Coyoacán y Tláhuac (en el sur), según se desprende del estudio de México Evalúa. Mancera, jefe de Gobierno desde diciembre de 2012 hasta marzo de 2018 y antes procurador (fiscal) de la ciudad, entregó en 2017 sus peores cuentas en homicidios dolosos: hubo 1.085. También fue el año con más delitos durante su Administración: se abrieron más de 204.000 carpetas de investigación y más de 27.000 por crímenes de alto impacto, según datos oficiales. Más violencia, en más zonas y ligada a más delitos.
“Todos los consejos de los que están alrededor son: “No te desgastes’, ‘da vuelta a la página’, ‘es irremediable”, cuenta desconsolado Jorge, de 72 años, el padre de Martín: “Pero eso es imposible… no les ha pasado, no saben lo que se siente”. Martín fue asesinado en octubre de 2014 y su cuerpo, abandonado a unos 700 metros de la fiscalía que levantó el informe, en la delegación Gustavo A. Madero (GAM), en el norte de la ciudad. “Mi hijo era un joven como usted, en plenitud de su vida, integrado en la sociedad”, recuerda su padre, que ha pedido el anonimato para él y su hijo.
El caso está empantanado. No hay detenidos. Las cámaras de seguridad, como las 15.000 que vigilan la ciudad, estaban “descompuestas” cuando sucedió el crimen. Eso le dijeron durante las indagatorias. Los policías se quejaban de “que no tienen recursos ni viáticos” para averiguar lo que pasó. La investigación se inició “por homicidio con arma de fuego”, pero ningún arma se disparó según la autopsia. Jorge asegura que tuvo que dar dinero para que le devolvieran las pertenencias de su hijo. “Mi vida está por terminar y sigo con una gran frustración, seguiré con un nudo en la garganta hasta el último día, pero será más terrible si me voy y no se hace justicia”, lamenta y dice de cara al dolor: “Yo quiero justicia, quiero cumplir con la memoria de mi hijo, demostrarle que su padre no se cruzó de brazos”. Martín tenía 34 años.
Hombre, 34 años en promedio. Eso es lo primero que salta a la vista al ver las estadísticas de homicidios, según los datos que ha recopilado México Evalúa entre 2009 y 2016 sobre las víctimas. La mayoría se cometieron en Iztapalapa, donde vivía Martín, y en la GAM, donde lo mataron. En 2017 hubo 1.315 muertes por homicidio en la capital, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Nueve de cada 10 eran hombres. Es la principal causa de muerte entre varones de 25 a 34 años y la segunda entre los que tienen de 15 a 24 años. La tendencia se replica para el resto del país.
“Los hombres se están muriendo en proporciones absurdas”, lamenta Rendón. El nexo se agudiza cuando se habla de muertes violentas ligadas al crimen organizado. El 95% de los reos en la capital son hombres, la mitad de ellos tiene entre 18 y 34 años, y los varones están ligados al 90% de los delitos que se cometen en Ciudad de México, según datos del INEGI. Las sentencias reducidas para menores y un cúmulo de vulnerabilidades sociales hacen que los jóvenes se conviertan en “carne de cañón”. “Estamos viendo a chavos desde los nueve a los 12 años en los grupos delictivos y a los 15 ya están en las grandes ligas del crimen”, advierte Saskia Niño de Rivera, directora de Reinserta. “Hay una falta de políticas públicas y de oportunidades para los jóvenes mexicanos”, añade.
Era él o yo, literalmente
Cuenta Gustavo, de 22 años. Se toma su tiempo, tiene los ojos bien abiertos. “Fue un ajuste de cuentas, nos estábamos peleando el punto de venta de la droga y lo tuve que hacer”. Se le cierra la garganta, hace una larga pausa y sigue: “Era de noche, lo levantamos en un coche, lo llevamos a una casa en el Estado de México y le metimos unos balazos en la cabeza”. Ambos tenían unos 15 años cuando pasó todo, vivían en el mismo barrio, vendían droga en Tepito. Pero uno era de una pandilla y el otro, de otra. “No quería hacerlo, pero sabía que me la tenía que jugar porque había amenazado a mi familia”.
“Empecé por necesidad, a veces no teníamos ni para comer, otras veces veías que los demás tenían cosas y tú no”, recuerda Gustavo. Fue reclutado a los 14 años. Era bueno para la escuela, pero eran muchas las presiones. Todo estaba muy normalizado: los robos, la droga, la violencia, los problemas en casa. Su madre murió de una enfermedad terminal cuando era niño, su padre es alcohólico. Después de tres años en la comunidad para adolescentes de San Fernando regresó al barrio y la presión no ha cedido: “Todavía me invitan a robar y a matar por dinero, despegarme de todo ha tomado tiempo”. Su pandilla llegó a pagar 200.000 pesos (10.000 dólares) por asesinato. Más de 2.200 salarios mínimos.
- ¿Alguna vez mató por dinero?
- No. Fue solo esa vez. Un ajuste de cuentas es personal.
“Cada vez están más chavos los que van a robar, los que van a matar, no hay nadie que te dé un consejo, que te oriente, que te dé una oportunidad”, dice frustrado y confiesa: “Es muy duro, a veces me pongo a llorar por la impotencia”. La violencia en el barrio ha empeorado y la discriminación fuera de él, también. Ser padre de dos niños cambia todo. Ellos son su motivación para hacer trabajo comunitario, para acabar sus estudios, para salir adelante. “Fui victimario cuando cometí el delito, pero también víctima de todo un sistema y si las cosas no cambian, al final los jóvenes seguiremos pagando todo esto”, lamenta.
Las muertes violentas alimentan las estadísticas igual si se produjeron tras una riña en un bar que se salió de las manos o en un enfrentamiento entre sicarios. Por eso, no hay fórmulas al hablar de homicidios, un fenómeno sumamente complejo y multifactorial, ya sea como un crimen aislado o como el último eslabón de una larga cadena de delitos.
La hipótesis de la cartelización de la capital ha cobrado fuerza recientemente, al implicar que grupos del crimen organizado han penetrado y expandido sus operaciones en los últimos años. Esto ha provocado, según esta lógica, enfrentamientos entre bandas, pandillas y cárteles por controlar territorio y puntos estratégicos. Informes de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) y la Procuraduría General de la República (el equivalente a la Fiscalía nacional) indican que al menos 11 grupos del narcotráfico tienen presencia en Ciudad de México. El abatimiento de Felipe de Jesús Pérez El Ojos, líder del cártel de Tláhuac, en julio del año pasado tras un operativo del Ejército y la captura en agosto de Roberto Mollado El Betito, cabecilla de la Unión de Tepito, refuerzan esta teoría.
“Son un grupo violento de narcomenudistas, pero no es crimen organizado”, dijo Mancera tras la caída de El Ojos. El mantra que ha repetido el Gobierno es que el narcotráfico no opera a gran escala en la ciudad. “La negación de Mancera ha sido irreal y esa negación ha permitido que los grupos criminales crecieran y se fortalecieran”, dilapida Rendón.
“El crimen organizado siempre ha existido en Ciudad de México, lo que ha cambiado es que se comporta de forma más agresiva, con el crecimiento de la venta de drogas al menudeo y delitos como la extorsión”, apunta Hope. “Antes te tocaba un encajuelado, un encobijado, ha habido narcofosas desde hace tiempo, pero ahora hay tres o cuatro o cinco casos porque hay más gente metida en eso”, comenta un reportero de nota roja con más de 35 años de experiencia. “El tema es que antes si el muerto era narco, la orden era no investigar más a fondo”, agrega el periodista, que pide no ser identificado.
El narcotráfico es un tabú. Y aún quedan muchas dudas sobre el funcionamiento y el alcance de los grupos delictivos. La narrativa de la guerra de cárteles ha servido como un atajo analítico, promovido por las propias autoridades, para explicar una realidad mucho más compleja, cuestiona Hope. “Nadie trae un gafete o un código de barras, se pueden asignar identidades o pertenencias a ciertos grupos, pero de ahí a pensar que existen jerarquías y papeles definidos de cada célula criminal es muy distinto”, agrega y concluye: “No sabemos cuál es el motor del alza en homicidios”.
Los choques y la pertenencia a grupos criminales solo cuentan una parte de la historia. Hay contextos y factores psicosociales que hacen más vulnerables a ciertas comunidades que a otras, coinciden los especialistas. “Hay que hablar de falta de oportunidades laborales, de condiciones de hacinamiento, de la imposibilidad de acceder a bienes y servicios de forma legal, de toda una generación biológica que ha crecido en un ambiente de violencia”, expone Sánchez.
74,8%
50,8%
50,3%
29,6%
26,8%
La GAM e Iztapalapa, las dos son zonas con más homicidios, tienen en proporción más hogares monoparentales y más conflictos familiares con agresiones físicas o verbales que la media nacional, según una encuesta oficial con más de 500.000 participantes para la prevención del delito. En la periferia norte de la ciudad hay más menores de 29 años que tienen que estudiar y trabajar, pero también más jóvenes que tuvieron que dejar la escuela por falta de recursos o porque los rechazaron y que no encuentran trabajo.
Los jóvenes de Iztapalapa y Gustavo A. Madero tienen menores expectativas de crecer profesionalmente y de vivir seguros en sus barrios que el resto del país. El número de habitantes menores de 29 años que aseguran estar expuestos a robos duplica el promedio nacional, los que han sufrido extorsiones o han visto venta de drogas lo triplican y en Gustavo A. Madero el uso de armas de fuego con alta frecuencia es cuatro veces mayor al resto de México, alerta la encuesta. Más del 70% de los asesinatos de este año se han cometido con un arma de fuego, según el SNSP. La suma provoca una bola de nieve en las percepciones de riesgo de los jóvenes maderenses: cinco de cada 10 se sienten inseguros en su barrio, seis de cada 10 en su delegación y siete de cada 10 en toda la capital.
“Es importante hablar de esto, pero también no caer en el ‘determinismo de la miseria’, no podemos meter en la misma bolsa a todos los habitantes”, matiza Manuel Vélez, del Observatorio Nacional Ciudadano. La línea al hablar de factores de riesgo y criminalizar a los habitantes de estas zonas es delgada. “La violencia es algo con lo que hemos crecido toda la vida, pero muchas veces se nos estigmatiza y discrimina por ser de nuestro barrio”, dice un joven de 22 años que ha pedido el anonimato y que vive en la colonia (barrio) Ampliación Gabriel Hernández, identificada por las autoridades como uno de los focos rojos en la periferia norte. La criminalización y el estigma se ensañan con los habitantes de las zonas más vulnerables, ya sea desde solicitar un trabajo hasta tomar un taxi de regreso a casa.
“Hay problemas como en todos lados, pero para conocer la realidad y acabar con la discriminación hay que visitar el barrio”, afirma el joven. La Ampliación Gabriel Hernández es un laberinto de casas de colores, callejones estrechos y escaleras interminables que serpentean sobre el cerro del Guerrero, en la GAM. Es un barrio lleno de vida, con una comunidad que lucha por abrirse paso y que permanece fiel a su identidad, que hace olvidar por momentos que la tensión es permanente y que la violencia no ha dado tregua. Entre 2009 y 2016 hubo 24 homicidios, según datos de México Evalúa. Cuatro personas fueron asesinadas en una fiesta el pasado 5 de mayo. El cadáver de un hombre fue encontrado en una maleta el 22 de mayo. Otro hombre murió a tiros tres días más tarde.
“El coche avanzó unos metros y Paola empezó a gritar, en ese momento corrí al auto y vi como la mataban a quemarropa”, recuerda Kenya Cuevas, su amiga. Tres balazos acabaron con la vida de Paola Sánchez, una trabajadora sexual de 25 años. “La mataron el 30 de septiembre de 2016 y desde ese día mi vida cambió por completo”, confiesa Cuevas, conteniendo las lágrimas.
Esa noche todo sucedió muy rápido. Cuevas dice que el cliente, un exmilitar que estaba drogado, también quiso dispararle, pero la pistola se encasquilló. Poco después llegó la Policía y Cuevas empezó a grabar con su teléfono, acusando al supuesto agresor y pidiendo auxilio para Sánchez, que permanecía dentro del auto. “¡Todavía está viva, por favor! ¡Paola, aguanta!”, gritaba desesperada Cuevas en el vídeo, grabado en la céntrica calle de Puente de Alvarado.
“Desde el principio hubo negligencia de parte del ministerio público y también discriminación, desde que llegamos nos dijeron ‘es que es trabajadora sexual, ¿para qué pelean tanto si nadie la va a reclamar?”, asegura Cuevas. El sospechoso estuvo detenido 48 horas y después lo dejaron libre por falta de pruebas.
“El juez argumentó que había solo dos versiones, la del inculpado y la de la víctima, pero como la víctima no dijo quién le había disparado en su lecho de muerte, entonces no había un testigo como tal y solo le dio credibilidad a la versión del imputado”, cuenta resignada. El vídeo no fue incluido en la carpeta de investigación y Cuevas fue identificada como “curiosa del lugar”, no como testigo. Después de que avanzó la investigación, se expidió una orden de aprehensión contra el exmilitar, que lleva casi dos años en busca y captura. Cuevas, la denunciante, ha recibido varias amenazas de muerte, mientras el imputado está libre. “Todos los días pienso en ella, todos los días se me viene a la mente dónde estará este sujeto y si otras compañeras están en peligro”, dice angustiada Cuevas.
Dos meses antes del asesinato de Sánchez había entrado en vigor el nuevo sistema penal acusatorio en la capital. En el papel hubo una reingeniería del modelo de procuración de justicia. La reforma, aprobada en 2008, introdujo juicios orales y soluciones alternativas a los conflictos para agilizar los litigios, así como mayores garantías para las partes involucradas, que ataquen los bajos niveles de denuncia y que eviten que inocentes terminen en la cárcel. “Teníamos un sistema sumamente corrupto, ahora tenemos a las mismas personas aplicando uno nuevo sin el entrenamiento ni la capacitación necesaria para que funcione, realmente es un sistema muy fallido”, sostiene Niño de Rivera.
Mancera ha asegurado en más de una ocasión que la nueva ley ha creado una “puerta giratoria” para los delincuentes, ha disparado los índices criminales y ha dificultado la actuación de la Policía. “Esto sería cierto si el nuevo sistema penal solo se hubiera instalado en la capital, pero no estamos viendo estos problemas en otras partes del país”, revira Vélez. Los especialistas coinciden en que el principal escollo no es el diseño del nuevo sistema, sino su aplicación. Un cambio que debió haberse producido en ocho años, se dio en dos, en el límite del plazo establecido. “No se dio la voluntad política ni el liderazgo necesario por parte del jefe de Gobierno para impulsar el cambio”, opina María Novoa, coordinadora del programa legal de México Evalúa.
“Nuestro modelo de procuración judicial sigue teniendo dos problemas: manejar el volumen de casos, en su mayoría por delitos que no son graves, versus la resolución de casos de mayor complejidad, como los delitos de alto impacto”, afirma Novoa. El resultado son ministerios públicos colapsados. Los asesinatos no se castigan porque muchas veces no se investigan hasta sus últimas consecuencias. “Se ha generado una suerte de espiral, cada homicidio adicional reduce la probabilidad de que cualquier homicidio individual sea resuelto”, advierte Hope.
“El ciclo se repite una y otra vez: mientras la violencia no tenga ningún costo, el incentivo para el criminal es seguirla utilizando”, señala Sánchez. Matar para robar, matar para que la víctima no denuncie, matar sin consecuencias. “La violencia extrema es un rasgo de un Estado de derecho fallido”, sentencia un informe de México Evalúa.
La capital dedicó una quinta parte del presupuesto aprobado para este año a Seguridad y Justicia, unos 50.000 millones de pesos (más de 2.500 millones de dólares). No se gasta más en ningún otro rubro, pero eso no se está traduciendo en más eficacia, pese a tener la tasa más alta de policías por cada 100 habitantes en el país y la mayor cantidad de trabajadores en sus fiscalías.
El dinero no está llegando a donde se necesita ni ha ayudado a dar más herramientas a quienes imparten la ley. Una encuesta de la organización Causa en común a 197 policías de Ciudad de México revela que más del 60% gana menos de 10.000 pesos (500 dólares) al mes, más del 75% han pagado el uniforme de su bolsillo y casi el 65% considera que hay corrupción en su corporación. La Policía de la capital es la peor evaluada en el país en cuanto a las instalaciones necesarias para formar y capacitar agentes, y la penúltima en establecer controles de confianza y metas claras para evaluar su desempeño, según esa asociación. Como respuesta, los habitantes de la capital son los que más desconfían de la justicia penal en todo el país, según datos oficiales.
La opacidad en el manejo de recursos, la impunidad, la revictimización de los denunciantes, la deficiencia en las investigaciones, la ausencia de estrategias integrales y la falta de políticas efectivas de reinserción crean una espiral descendente que se alimenta a sí misma. La consecuencia es que los viejos problemas del anterior sistema legal migraron al nuevo y los sectores de la población que están más expuestos a la violencia siguen siendo los que más dificultades tienen para acceder a la justicia, coinciden los especialistas. Kenya Cuevas ha esperado dos años para que se haga justicia. Jorge, cuatro años. Leticia Ponce, cinco años.
“Los abogados solemos decir que en la cárcel solo están los pobres y los pendejos, y eso te habla de un problema mayor”, comenta un penalista con más de una década de experiencia. El fracaso institucional cierra el círculo criminógeno de los homicidios: sin denuncias para los delitos que los preceden, sin resultados para los crímenes que se investigan de oficio, sin capacidades ni recursos suficientes para acabar con la impunidad y sin confianza en el sistema por parte de los ciudadanos.
“Se ha vuelto normal”, cuenta agotado Jorge Méndez, de 69 años. Todavía vestido de mariachi, a unos veinte metros de la escena del crimen. Doce horas antes, cinco sicarios disfrazados de músicos acribillaron a 13 personas en Garibaldi, la plaza de la música mexicana, una de las más famosas y concurridas del país. En pleno centro de la capital, el viernes antes de la noche del grito de Independencia, la celebración más importante para los mariachis, para los vendedores de comida, para Garibaldi. “Se nota que venían a lo que venían”, dice convencida Aurora, una vecina de 47 años: “Esto fue un ajuste de cuentas”. El tiroteo duró apenas seis segundos.
La sangre todavía está fresca afuera del pequeño local donde fue el ataque, un supuesto negocio fachada en el que se vendía droga. Dos plantas más arriba de donde estaba el negocio, tres niños se asoman tímidamente a través de una ventana amarillenta. En la calle, otro chavo patea una pelota, a solo unos pasos del cordón policial, y esquiva a una patrulla apostada para resguardar el lugar. Tres turistas rubios pasan sin comprender de qué se trata aquello, por qué tanta gente se queda parada uno, dos o tres minutos y después hace una foto con el celular. “Como si no pasara nada”. Normalizado.
Cuatro veladoras arden a un costado de la zona acordonada, una por cada muerte que se conocía hasta ese momento: tres habían fallecido en el momento y otro más en el hospital. Tres días después se supo que habían muerto seis personas, cuatro hombres y las dos mujeres que administraban el local. Una de ellas fue identificada como Araceli Ramírez, de 27 años, esposa de un capo que controlaba la venta de droga en Garibaldi, que lideraba el grupo Antiunión –una escisión de la Unión de Tepito- y que había sido asesinado en marzo pasado. La otra víctima era su hermana Cristina Ramírez, de 22 años.
Esa noche no paró el mariachi, ni la fiesta ni los tragos en Garibaldi. “La noche apenas empezaba y teníamos que seguir tocando, teníamos que sacar el gasto”, justifica Méndez para explicar cómo había sido posible que el movimiento en la plaza hubiera seguido después de que tres motocicletas irrumpieran entre el mar de gente y detonaran 60 cartuchos con sus metralletas a todo el que se les cruzara por el frente.
La hipótesis principal, un enfrentamiento entre dos cárteles que se disputan el primer cuadro de Ciudad de México: la Unión de Tepito y los Antiunión. Las autoridades aseguran que los agresores han sido identificados, pero no han detallado quiénes eran ni si han sido detenidos. “Todo queda envuelto en este marco de ajustes de cuentas y bandas rivales sin entender que lo verdaderamente importante pasa por la detención de los presuntos responsables”, lamenta Sánchez. Sin consecuencias. Hasta ahora.
Después retumban las palabras del mariachi Méndez: “Se ha vuelto normal”. Luego, los ecos de la negación: “No es crimen organizado”. Más tarde viene a la cabeza el consejo que Kenya Cuevas dio a Paola Sánchez para trabajar en una esquina de la calle Puente de Alvarado, donde fue asesinada a tiros: “Salte de Garibaldi, hay mucho alcohol y mucha droga, es peligroso”. Finalmente, el lamento de Leticia Ponce, sin respuestas tras cinco años de perder a su hijo Jerzy: “En todos lados te roban, en todos lados te secuestran”.
“Estamos en un momento en el que las personas parecen reemplazables, desechables, como si no importara que se les arrebate la vida así”, lamenta Sánchez. “Es una foto muy simbólica del estado de la nación… y justo en las fiestas patrias”, agrega Sánchez, sobre la ola de inseguridad que azota a México y su capital. Violencia normalizada, violencia que ocho de cada 10 veces no tiene consecuencias.
Hasta agosto de 2018, los últimos datos disponibles, la capital registra 1.227 investigaciones por homicidio, prácticamente las mismas que en los primeros ochos meses del año pasado, según la nueva metodología del SNSP. Sin embargo, los homicidios dolosos se han incrementado más de un 16% y los que se cometen con arma de fuego más de un 20%. Las extorsiones han subido casi un 6%. Los robos, un 15,5%. El narcomenudeo, más de un 100%. Todos estos datos son comparados con 2017, hasta ahora, el año más violento de la capital en dos décadas y el que ha registrado más delitos en la última Administración.
Peor que nunca. Y empeorando. Así es la metástasis de la violencia en Ciudad de México. Una realidad que muchos no quieren ver y que todos viven y padecen. En la esquina de tu casa. En el altar que pusiste para tu hijo desaparecido. En el coche en el que secuestraron y acuchillaron a tu hijo. En el arma con la que te amenazaron después de que mataron a tu amiga. En los ojos de la gente cuando cinco sicarios vestidos de mariachi acribillaron a todo el que se les pusiera enfrente y tú tuviste que seguir trabajando. En la pistola que disparaste cuando tenías 15 años para que a ti no te asesinaran. En el dinero que te ofrecieron para que mataras otra vez y que rechazaste para dar el ejemplo a tus hijos. Así, 5.000 veces más, cuando no bastan las palabras, en el peor momento para matar y morir en Ciudad de México.