Asha, de la mutilación al activismo

por Nerea Crespo y
Juan Romero-Luis

La Historia de Asha Ismail

Aquella mañana no hubo cubo de agua fría para lavar a Asha. Su madre la limpió con la delicadeza de quien espera un gran acontecimiento, usando una esponja para purgar su piel.

La noche anterior Asha no había pegado ojo. Como una niña que espera ansiosa la llegada de los Reyes Magos, ella aguardaba lo que le habían dicho que sería su purificación. En Moyale, en la frontera entre Kenia y Etiopía, ser una kintirley o, lo que es lo mismo, una mujer con clítoris, significa ser repudiada por tu propia comunidad. Por eso, la madre y la abuela de Asha la mandaron esa misma mañana a comprar dos cuchillas a una tienda a pocos metros de su casa. Cuando Asha volvió a casa de su abuela y vio, en aquel hogar de barro, un agujero en la cocina tapado con un saco de tela, comenzó a asustarse. Aunque no podía imaginarse que en aquel hueco cavado en el suelo de una cocina tan familiar y tan cercana, una parte de ella quedaría enterrada para siempre.

El fuerte olor del mal-mal, el pegamento natural hecho con hierbas machacadas, leche y cartón con el que se consigue cerrar las heridas de las niñas recién mutiladas, impregnaba la habitación.

Asha se sentó entre las piernas de su abuela, que entrecruzó con las suyas para mantenerlas bien abiertas. La señora que había asistido para llevar a cabo la infibulación empezó a acatar las órdenes que le daba la madre. Con un trapo taparon rápidamente la boca de Asha, por la que, inevitablemente, se intentaban escapar chillidos constantes. Los gritos son síntoma de fragilidad y una mujer de origen somalí, aunque tan solo tenga cinco años como tenía Asha, y le estén practicando la mutilación genital, jamás puede mostrar debilidad.

Asha nunca olvidará el sonido de las cuchillas, que aún retumba en su cabeza y se ha convertido en un recuerdo cristalizado. Tampoco ha olvidado las palabras de su abuelo, uno de los imanes más reconocidos del pueblo por aquel entonces. Condenaba lo que le hacían a su nieta, una práctica faraónica que no estaba en el Corán, pero que no fue capaz de frenar.

Una vez le realizaron la mutilación le aplicaron el mal-mal con el fin de dejarle un espacio no mayor al del tamaño de una cerilla. Aunque estaba sedienta, no le dieron agua. Del dolor y de la espera se quedó dormida. Cuando despertó horas después, tenía ganas de hacer pis. Tan solo fue capaz de expulsar una única gota que abrasó su piel, como un ácido vertido en carne viva.

En Moyale, en la frontera entre Kenia y Etiopía, ser una "kintirley" o, lo que es lo mismo, una mujer con clítoris, significa ser repudiada por tu propia comunidad

Su madre y Asha.

Las dos semanas siguientes Asha las pasó sentada, atada desde la cintura a los pies, comiendo poco más que arroz y sin beber demasiado líquido. Después de realizarle las curas le quitaron las cuerdas. La misma señora que le había practicado la ablación dio luz verde para que Asha pudiera caminar de nuevo, al principio con la ayuda de un bastón.

Por aquel entonces Asha se preguntaba, sin encontrar respuestas, por qué tenía que pasar por aquel sufrimiento, por ese dolor.

Al principio aprendió a callarse, a no preguntar al resto de niñas, a silenciar sus miedos para dejar de sentirse la rara, pero pronto su fuerza dominó sus temores.  No hay nada más poderoso que una mujer inteligente y decidida, y ella lo es prácticamente desde que nació.

Asha  comenzó a alertar y concienciar a las otras niñas sobre lo que realmente les iba a ocurrir el día de lo que sus madres llamaban purificación. Lógicamente, bajo el aviso de cortes, intensos dolores y reposo absoluto, aquellas pequeñas volvían a sus casas con sus rostros calados en lágrimas. Las madres llamaban enfurecidas a los padres de Asha para pedirles que educaran mejor a su hija. Por supuesto, no eran conscientes de que precisamente lo que estaba haciendo Asha ya desde entonces era educar.

Poco a poco fue construyendo un camino que han seguido y seguirán cada vez más mujeres. En algún lugar de Tanzania lo siguieron las conocidas como las cinco niñas de Asha, a las que consiguió que su madre no mutilara explicándole que es una práctica que no aparece en el Corán. En Kenia cada día crece el número de chicas que deciden tomar esa senda sin ser rechazadas por la sociedad. También han acompañado a Asha en su trayecto Hayat, su hija, y Maisha, su nieta.

Que ambos nombres signifiquen vida no es casual, pues no solo han sido dos niñas salvadas. Son el símbolo de dos generaciones a salvo gracias a la lucha su madre y su abuela.

Ella

Sus Orígenes

En África, para algunos es difícil hablar de edades. La madre de Asha, Anab, solo sabía que era aún una niña cuando sus padres la casaron. Un señor de origen somalí y algo de dinero de por medio bastaron para un matrimonio que no se consumaría hasta que Anab fuera una mujer.

Con su primera menstruación, Anab se quedó embarazada. Su cuerpo no resistió un nacimiento y tuvo su primer aborto. Aunque algunos la acusaron de volverse loca, en realidad se trataba de una enorme depresión, fruto de un matrimonio forzado y de un embarazo demasiado prematuro. Estas circunstancias, tan terribles como reales, hicieron que Anab volviera a vivir a casa de sus padres con una prescripción de lectura diaria de El Corán para curar sus males.

Antes de que estallara la guerra entre Somalia y Etiopía y su marido se fuera para siempre, Anab se quedó embarazada de nuevo. Abdi llegaría al mundo nueve meses después totalmente sano. El abandono de su esposo permitió que a Anab le concedieran el divorcio. Algunos años después se trasladó a Nairobi, donde sus padres la casaron de nuevo con un hombre que, a diferencia del anterior, no era millonario, pero tenía un auténtico privilegio: un trabajo fijo como mecánico.

Con Ismael, su nuevo cónyuge, tuvo a dos niñas, Sulekha y Asha. Asha fue traída al mundo a duras penas por una enfermera muzungu, es decir, blanca. A pesar de los chillidos de pavor descomunales que salían por la boca de Anab, por miedo a que le robaran a su niña o que la llevaran al hospital para extirparle los órganos, Asha nació. Al igual que todos los niños, nació llorando. Lo que nadie imaginaba es que años después ese llanto que empapó sus mejillas tantas veces haría de esa niña, tan indefensa y tan vulnerable, una auténtica luchadora, fuerte, segura y libre.

Save a Girl Save a generation

Han pasado más de 40 años desde aquel día que marcó la historia de Asha para el resto de su vida. Hoy vive en Madrid, la misma ciudad en la que viven su hija Hayat y su nieta Maisha. Ellas son el claro ejemplo que justifica el nombre de la asociación que fundó Asha Ismail: Save a Girl, Save a Generation.

Curar sus heridas y mostrar sus cicatrices al mundo se han convertido en una auténtica arma contra la mutilación. Así, lo que comenzó como una lucha propia es ahora una organización que crece día a día. Su objetivo: cero mujeres mutiladas. Para ello, desde la asociación de Asha llevan a cabo una labor de sensibilización y educación con los colectivos de riesgo tanto en África como en Europa.

Este año es su décimo aniversario, aunque Asha lleva batallando mucho más tiempo, porque ella siempre ha sido superviviente y no víctima.

La mutilación en datos (2015). Fuente: UNICEF y MICS
(Multiple Indicator Cluster Surveys)

Sobre los autores

Agradecimientos

Juan Luis Veiga

Carmen López Botía

Laura Segaz

Diana Fernández Romero

Hayat Ismail

Jon Cuesta

Pablo Taspras Ismail

Colaboración Especial

Juan Romero-Luis
Nerea Crespo
Juan Romero-Luis
Nerea Crespo