Los piratas argelinos
Capítulo 4
La gente tenía miedo de los piratas argelinos. Eran 500 o 600 familias traídas desde Castilla la Vieja a Mazarrón (Murcia) en el siglo XV para trabajar en las minas de alumbre, un producto muy cotizado para teñir telas y curtir cueros. Sus dueños, los marqueses de Villena y de Vélez, colocaron guardias en la costa para defenderles de los saqueadores, que tardaban una noche en llegar desde el norte de África. Pero cuando se acabó el mineral, 60 o 70 años después, se fueron y dejaron al pueblo abandonado, cuenta el escritor Mariano Guillén: “Les dio igual que a la gente de aquí se la llevasen los piratas. Lo que querían era sacar lo que tenían”.
A escasos cientos de metros del pueblo, Guillén pasea entre las ruinas de aquellas minas que ya explotaron los romanos y que, después del apogeo y abandono del siglo XVI, vivieron su gran época de esplendor en la segunda mitad del XIX. Para volver a caer en el olvido hace ya 60 años. Y vuelta a empezar: el Gobierno murciano acaba de conceder un permiso de investigación para volver a sacar plomo y zinc.
Hay historias así por toda la geografía española, de pueblos mineros sumidos en un ciclotímico vaivén de idas y vueltas, de riqueza y miseria, que se remontan a épocas prerromanas, varios miles de años atrás. Una largísima historia de amor y odio que ha dejado un poso especial en las gentes. “La actividad minera tiene suficiente fuerza como para modelar una comarca. El trabajo en las minas contribuye decisivamente a la conformación de una cultura específica que ve, entiende y vive la vida de manera original. Un pasado que la determina cruelmente, un futuro que juega a la incertidumbre, y un presente que se siente atrapado e inseguro entre ambos”, escribe el antropólogo Esteban Ruiz.
“Se trata de zonas en situación de debilidad, en las que puede haber un impacto inmediato positivo, en cuanto al empleo, con la reapertura de las minas. Ahora, yo creo que habrá impactos negativos, por supuesto, tanto territorial como ambientalmente. Y eso es lo que las poblaciones tienen que valorar”, dice el profesor de Geografía de la Universidad de Oviedo Manuel Maurín.
Degradación evidente del paisaje; una inacabable pelea de unos pocos para exigir que no haya contaminación, con unos procesos judiciales que se suelen resolver demasiado tarde; depresión económica cuando se acaban los recursos… Esos impactos negativos pesan más en lugares donde el recuerdo minero está desdibujado por los años. “La gente de Mazarrón no añora la época de la minería como algo bonito. Aquí ha habido muchos accidentes, muchos muertos. Unos de los accidentes más grandes de la minería española ocurrió aquí en 1893; murieron 28 mineros….”, explica Guillén.
Mazarrón es un ejemplo raro entre esa mayoría de zonas mineras que nunca llegaron a remontar. Allí, el clima y la cercanía del mar les permitieron hacerlo a través de la construcción (de la mano del turismo) y de la agricultura. La llegada de los invernaderos y el uso de nuevas variedades convirtieron poco a poco al municipio en una potencia que surtió de tomates a media Europa durante varias décadas. Quizá por eso los vecinos, con el Ayuntamiento a la cabeza, se permitieron rechazar tajantemente un intento de reapertura de la mina en la década de los noventa.
Pero ahora, que ni la construcción (que además ha dejado un reguero de escándalos de corrupción en el pueblo) ni los tomates (ahogados por la competencia de Marruecos) están en su mejor momento, el escritor y cronista local Mariano Guillén no tiene claro que la oposición vaya a ser tan unánime a la mina. Sin embargo, el concejal de IU del Ayuntamiento de Mazarrón David Fernández, responsable de Medio Ambiente en la pasada legislatura, prevé que sí lo será. “Nos parece todo un disparate”, dice. Mientras la empresa Geotrex Gestión Minera tiene ya en su mano el permiso para investigar la viabilidad de volver a sacar de allí plomo y zinc, el concejal habla de vientos tóxicos, de la proximidad de la explotación (apenas un pequeño monte la separa del pueblo) y de comerciantes contrarios.
Mazarrón es un municipio grande, con casi 34.500 habitantes, donde las disputas sobre la mina sí, la mina no (que sin duda llegarán y se recrudecerán a medida que avance el proyecto) tendrán lugar en el pleno municipal, tal vez con alguna protesta en la plaza. Pero probablemente se vivirán diluidas en las calles, en el día a día.
Pero Retortillo, en la provincia de Salamanca, es uno de esos pueblos muy pequeños en los que se conoce todo el mundo. Con 235 personas censadas, es uno de esos pueblos en los que las enemistades entre familias pueden trasladarse de generación en generación. Y en estos días casi seguro que se está fraguando alguna a cuenta del proyecto de apertura de una mina de uranio. “En Retortillo está la gente que no se pronuncia y entre familiares no hablan y tal para no quererse llevar mal”, cuenta el lugareño Enrique Moro.
Habrá dinero de por medio, en tierras que se comprarán, algún trabajo durante las prospecciones y la construcción en el corazón del Campo de Yeltes, una subcomarca despoblaba y envejecida (5.000 habitantes en 15 municipios; el 42%, mayor de 60 años) que sobrevive a base de algo de turismo rural (hay un balneario a orillas del río Yeltes con una capacidad de 280 plazas), agricultura y ganadería, sobre todo, con cerdo ibérico.
A muchos allí les gusta la idea de la mina, sin embargo, muchos otros creen que no merece la pena llevarse por delante el entorno, por ejemplo, entre 25.000 y 30.000 árboles de una zona especial de protección de aves. Ni mucho menos tener junto a sus casas una explotación que sacará y luego tratará y transportará un producto radiactivo. “Se lo van a llevar y van a dejar esto destrozadito. Solo van a dejar ruina. ¿Quién va a querer los productos de la zona?”, dice Moro.
"Músico verbenero de carretera y hostal”, como él mismo se define, y guía ornitológico, Moro nació hace 55 años en el pueblo de al lado, Boada (312 habitantes). Forma parte de la plataforma Stop Uranio, que pelea para que ese proyecto no se haga realidad. La compañía, Berkeley Minera, filial de una empresa australiana, lleva desde 2008 intentando convencer a todo el mundo en la zona de que es un buen negocio y, además, seguro.
El año pasado convenció al Gobierno de Castilla y León, que le concedió el visto bueno ambiental. Aunque aún faltan permisos, aquel fue un gran paso para la empresa en estos tiempos en los que a las compañías de exploración (las junior mining companies) les cuesta conseguir dinero en la Bolsa. El informe de la compañía del pasado mes de marzo asegura que dispone de un colchón de 14,9 millones de dólares australianos (unos 10 millones de euros) para seguir adelante.
El proyecto irá por fases, pero el objetivo final es muy ambicioso. Serían cuatro minas: la de Retortillo; a 10 kilómetros al norte, la llamada Zona 7 (las más rica en uranio de todas); Alameda de Gardón (a 57 kilómetros al sur, todavía en la provincia de Salamanca) y Gambuta, en Peraleda de San Román, Cáceres. El material obtenido en todas se procesaría en la planta de Retortillo. Todo ese movimiento de uranio por carretera es una de las mayores preocupaciones de los vecinos.
La empresa, a través de un portavoz, contesta por correo electrónico que su proyecto cumple con toda la normativa, “tanto desde el punto de vista minero como medioambiental y de protección radiológica y tiene en cuenta la prevención exhaustiva de todos los riesgos para la salud de las personas y el medio ambiente”. Además, insiste en el trabajo que se creará: calculan 196 empleos directos y nada menos que 800 indirectos. “Berkeley ya ha recibido, a través de las oficinas a tal fin en Retortillo, más de 16.000 solicitudes de empleo, muchas de las cuales provienen de la comarca de Ciudad Rodrigo, donde están ubicadas las antiguas minas de uranio que estuvieron en explotación hace algunos años”. Además, insisten en el plan de restauración en el que gastarán más de 13 millones de euros en “la formación de nuevas dehesas, mediante la revegetación con especies autóctonas”, y en la forestación “de una superficie adicional de un mínimo de entre 75 y 100 hectáreas en el entorno de la explotación”.
La restauración es un elemento imprescindible a la hora de presentar los proyectos, y esta se va haciendo a medida que avanzan los trabajos, no se espera al final de la vida útil de la explotación, explica Juan José Cerezuela, presidente de la patronal del sector, Confedem. Hay muchas posibilidades dependiendo de la zona, desde esa revegetación de la que habla Berkeley hasta el uso turístico de las minas clausuradas.
La última pata de la llamada minería sostenible, explica el geólogo Mariano Álvaro López, es tener un plan de reconversión económica para después, un plan b para que la zona no muera una vez que se cierre la mina, sea porque se acaba el mineral o porque deja de ser rentable sacarlo. Este punto, en el que las Administraciones deberían llevar la voz cantante, es el que falla permanentemente.
López se declara “conservacionista” – “Porque quiero que mis hijos y mis nietos tengan un mundo en el que poder vivir”—, pero insiste en que eso es compatible con la minería. “En España queremos seguir disfrutando de nuestro nivel de desarrollo sin preguntarnos de dónde proceden la energía y las materias primas que consumimos y, sobre todo: ¡qué no pongan una mina cerca de mi pueblo!”, se queja. “En muchos casos su origen está en lejanos países pobres de África, Latinoamérica y Asia, donde la ley suele tener calibre, y las compañías multinacionales, bien relacionadas con Gobiernos dictatoriales y/o corruptos, los explotan. Su extracción es mucho más barata que en Europa, Australia, EEUU o Canadá, sin costes medioambientales y con mano de obra a veces esclava. La mayor parte de los ciudadanos de aquí no vemos esta problemática, o no la queremos ver”.
El geólogo Álvaro López forma parte de ese grupo que defiende que, si España quiere seguir consumiendo, debe hacer su parte, es decir, no rechazar las minas, sino exigir que se hagan donde se pueden hacer y se hagan bien. “Siempre hay riesgo de contaminación”, dice la bióloga holandesa Ester van der Voet, experta en energía que ha trabajado para el Programa de Medio Ambiente de la ONU (UNEP en siglas inglesas). “Sin embargo, con un manejo adecuado, los riesgos para el medio ambiente y la salud no tienen por qué ser mayores que los de cualquier otra industria, y es posible hacerlo respetando el entorno. Eso dependerá, claro, de cómo se manejen esas minas”, añade.
Pero ahí, en ese último punto, es en el que los ecologistas, aun aceptando todo lo demás, desconfían; no se creen que un empresario minero, ante la tesitura de ganar más o hacerlo con todas las garantías, vaya a hacer lo segundo. Ni de que la Administración tenga capacidad para controlarlo y obligarle a hacer siempre bien las cosas.
Antonio Ramos, de Ecologistas en Acción Andalucía, habla de Cobre Las Cruces, en Sevilla, muy cerca de la mina de Aznalcóllar. Durante muchos años, ha sido una de las minas más rentables de Europa, gracias a la calidad del cobre que allí sacaban y porque en su planta completaban el proceso hasta fabricar láminas de cobre. Sin embargo, este proyecto tiene una gran dificultad técnica: el yacimiento está en medio del acuífero Niebla-Posadas. Así que tuvieron que desviarlo por medio de unas bombas que sacan el agua y la vuelven a reinyectar, después de pasarla por una depuradora, unos kilómetros más abajo.
La empresa asegura que devuelven el agua, incluso, más limpia. Sin embargo, acumulan cuatro expedientes de la Junta, entre ellos, uno que acabó con una multa de más de 250.000 euros y otro por vertidos al Guadalquivir. Además, la fiscalía especializada en delitos medioambientales ha acusado a tres directivos y exdirectivos de la mina de delitos continuados contra el medio ambiente porque se han detectado "concentraciones de arsénico" superiores a las permitidas en el agua que se reinyectaba en el acuífero y porque se devuelve menos agua del que se extrae (unos 2,5 millones de metros cúbicos menos entre 2010 y 2013). La compañía lo niega, dice que el arsénico es común en las aguas de esa zona, pero, mientras espera que se fije fecha para el juicio, ha llegado el último golpe: el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ha anulado la decisión de la Junta que permitió en 2009 a Cobre Las Cruces reanudar los trabajos porque lo hizo antes de que se aclarara si el funcionamiento del sistema de drenaje y reinyección del agua era viable. Este fallo se puede recurrir.
Al ecologista Antonio Ramos no le cabe la menor duda de que las cosas son tal y como dice la fiscalía y que el proyecto se planteó mal desde el principio. “Esta mina ha contaminado gravemente un acuífero que está calificado por la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir como estratégico para el suministro de Sevilla y otros 20 pueblos en caso de sequía extrema”. Pero el tiempo ha pasado (seis años ya), la justicia sigue a su propio ritmo y las soluciones, aunque los jueces le acaben dando definitivamente la razón, llegarán muy tarde.
Desde Chile, país minero por excelencia, contesta por correo electrónico el profesor de Ingeniería de Minas de la Universidad de La Serena Jorge Oyarzún. Hace un repaso a cómo fue surgiendo en los años ochenta aquella idea de minería sostenible, con control de la contaminación y restauración de las zonas una vez explotadas: “Nuestra visión era que si se hacía minería de modo correcto no había razón para oponerse…”. Después llegó la responsabilidad social corporativa de las empresas, la idea del empoderamiento de las comunidades donde se extraía los minerales y, al final, el mercadeo de todas las salvaguardas a cambio de bienestar inmediato, es decir, de dinero. Oyarzún concluye su repaso con una frase que destila resignación: “¿Tiene la comunidad derecho a impedir que un gran yacimiento se explote, si tal explotación conviene al país? La verdad, a estas alturas ya no sé qué pensar ni creo que exista una respuesta satisfactoria”.
En lo alto de la loma de Los Perules, entre la extraña belleza de las ruinas mineras, de los colores de los charcos, el cronista de Mazarrón Mariano Guillén reflexiona y se plantea dudas muy parecidas a las del especialista chileno. “Ese es el gran dilema, o a lo mejor es una disfunción social: que por una parte queremos proteger y por otra queremos explotar; yo no sé dónde está la verdad”, dice. Un dilema sobre el que una vez más España tiene que decidir. Así lo harán unos pocos políticos y empresarios. Y dirán lo que piensan los vecinos de las comarcas afectadas. Con suerte, lo hará también toda la sociedad.