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El payaso que huyó de Ucrania

Policía durante dos décadas y casco azul en Bosnia, Iván dejó su país a causa de la persecución política. Hoy actúa en las calles de Madrid mientras espera la concesión del asilo

Iván, en el paso de cebra donde cada tarde trabaja animando a peatones y conductores.
Iván, en el paso de cebra donde cada tarde trabaja animando a peatones y conductores.David Expósito
Miguel Ezquiaga Fernández

El espectáculo apenas dura unos segundos. En lo que los coches se detienen frente al semáforo, Iván exhibe con tres bolos sus innegables dotes como malabarista. Tan pronto recorre de un lado a otro el paso de cebra con ademán triste como explota de euforia, salta y baila al ritmo de una cancioncilla reproducida en el altavoz portátil. La clave para conectar en tiempo récord con el público, que a veces ni siquiera se molesta en bajar la ventanilla del vehículo, está en su expresiva mirada. Unos ojos grandes y sombreados destacan por encima de la mascarilla, a la que ha cosido el distintivo universal de su oficio: la nariz roja de payaso.

Este derroche circense parece más propio del centro turístico que de la periferia madrileña, donde este ucranio de 55 años vive y se gana la vida. Después de cada breve actuación, se acerca a los conductores con una enorme hucha de latón. Algunos días ingresa 30 euros y otros se marcha sin nada, explica en un castellano precario. La biografía de Iván encarna los avatares del Este desde el derrumbe del telón de acero. Hizo el servicio militar y se formó en la academia de policía cuando su país aún integraba la extinta Unión Soviética. Tras la independencia, sirvió dos décadas como agente y se alistó voluntario a las misiones de paz que las Naciones Unidas desplegaron en Bosnia. Finalmente, le condujo al exilio su militancia europeísta, fraguada al calor de las movilizaciones de 2014 en Kiev contra el expresidente prorruso Víktor Yanukóvich.

Tras pasar por Polonia y Rumanía, arribó en Madrid hace un trienio, acompañado de su hijo mayor. Los dos permanecen a la espera de la resolución definitiva de su demanda de asilo. En la región se presentaron el año pasado 33.871 solicitudes de este tipo, de acuerdo con los datos del Ministerio del Interior. La primera parada para ellos suele ser el centro de acogida con 165 plazas que la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) tiene en Getafe. El padre pasó allí tres meses y el hijo, seis. El programa de bienvenida incluye clases de castellano, talleres de gestión de la economía doméstica, formación para la búsqueda de empleo y lecciones básicas de derecho. Comenzaron a percibir entonces una ayuda de 350 euros que se alargó durante un año. Con todo, Iván deseaba salir del centro e iluminar con sus números las calles de la ciudad:

— Hacer de payaso me alegra el corazón. Para descubrir mi vocación tuve que derribar la barrera de la vergüenza.

Iván, retratado sin disfraz. Siempre que no se disfraza de payaso, aunque sea para dar un paseo por su barrio, intenta vestir elegante con corbata y camisa.
Iván, retratado sin disfraz. Siempre que no se disfraza de payaso, aunque sea para dar un paseo por su barrio, intenta vestir elegante con corbata y camisa.David Expósito
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Cuando se lava la cara y se cambia de ropa, Iván es un hombre calmado, con la piel apagada y ojos ocultos en sus cuencas. Payaso autodidacta, sus primeras actuaciones en la calle surgieron por afición, cuando aún trabajaba como inspector. “Era una válvula de escape, por primera vez me sentí libre”, relata tras su jornada laboral al aire libre. Después consiguió un contrato temporal en el teatro de Ternópil, su ciudad natal, y abandonó el cuerpo de policía. De aquella época aún conserva el gorro naranja y la peluca púrpura, la blusa bordada y la casaca de arlequín. Unas prendas que llaman la atención del viandante durante sus actuaciones callejeras: “Probé a trabajar en la Puerta del Sol, pero hay mucha competencia. Aquí juego con el factor sorpresa, en un barrio del sur nadie espera a un payaso”.

“Los pobres también tenemos derecho a la risa, ¿no?”

“Los pobres también tenemos derecho a la risa, ¿no?”, prosigue. Sus inicios en el activismo del humor son posteriores a una militancia política que le ha convertido en proscrito. El expresidente Yanukóvich huyó de Ucrania en 2014, pero con su marcha no amainaron las tensiones civiles. Las milicias prorrusas comenzaron a controlar vastos territorios del país y Putin se anexionó unilateralmente la península de Crimea. Iván se incorporó a Nuevas Fuerzas, un movimiento social creado en torno al expresidente georgiano Mijaíl Saakashvili, a la sazón gobernador de la región ucraniana de Odesa, cargo del que después fue destituido por conspiración contra el primer ministro. “Los servicios secretos del país me dieron una paliza en aquella época. Temí por mi vida y la de mi familia”, recuerda Iván. Las críticas al personalismo de su organización también le valieron represalias internas.

La política ucrania resulta una trama siniestra repleta de fabuladores. Iván dice tener pruebas de que hoy por hoy continúan buscándole en Madrid. Receloso de cualquiera, prefiere omitir su apellido y el barrio en el que reside. Toma muchas precauciones. Aquí comparte piso con su actual pareja —está separado de la madre de sus dos hijos— y otros cuatro ucranios. Paga 500 euros por dos habitaciones con sendas camas y escritorios. En su armario coge polvo la boina azul que llevó en 1997 durante las operaciones de Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz en Bosnia. Sirvió en la región de Klisa, velando por el correcto funcionamiento del servicio de correos en dos pueblos que combatieron en bandos enfrentados. “Me alisté porque resolver ese conflicto era una cuestión clave para el futuro del mundo”, relata Iván.

A mitad de la mañana, Iván suele acudir a una cafetería cercana al paso de cebra para tomar algo y reponer fuerzas con las primeras monedas ganadas en el día.
A mitad de la mañana, Iván suele acudir a una cafetería cercana al paso de cebra para tomar algo y reponer fuerzas con las primeras monedas ganadas en el día.David Expósito

Su hijo Nazarii, de 29 años, vive por su cuenta en un pueblo al norte de Madrid, donde trabaja como peón de obra. Estudia castellano y traduce a su padre, a quien describe como “un hombre comprometido, pero asustado”. En ocasiones trata de convencerle de que busque un trabajo ordinario, como conserje o reponedor en un supermercado. Pero Iván niega con la cabeza, repudia los horarios y las oficinas y no está dispuesto a abandonar lo que más le hace feliz. “Siempre me he sentido un poco incomprendido con esto, también en mi país”, confiesa el padre. Su primogénito se ríe al recordar que cuando era pequeño Iván nunca se disfrazaba con él. Jugaban lo justo, dice. Más bien poco. Si vivieran en Ucrania, la familia percibiría una pensión por los servicios militares prestados en el pasado.

Después de un descanso para el café, Iván vuelve a la carga. Se retoca el maquillaje en el baño de un bar y toma posiciones en su esquina habitual. Afloran los nervios, emoción del eterno aprendiz. Cuando el semáforo se pone en rojo, suena la banda sonora que marca el comienzo del número. Iván suelta una carcajada que resuena por toda la avenida. Rápido, brinca por entre los coches y lanza al aire sus bolos. Un niño que cruza la calle junto a su madre sonríe y le agarra la mano. “¿Qué quieres ser de mayor?”, le pregunta el payaso. El chaval enmudece y se limita a dejar una moneda en la hucha. Vista desde esta esquina, la vida parece más fácil.

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