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“No queda ni un pino sano (en la Casa de Campo)”

El tamaño de la catástrofe se ve, sobre todo, en el aparcamiento del Teleférico, donde los operarios han formado una muralla de unos cuatro metros de despojos de árboles

Dos jardineros de la Casa de Campo, en un camino lleno de ramas caídas.
Dos jardineros de la Casa de Campo, en un camino lleno de ramas caídas.Peio H. Riaño

Las veredas se extienden por la Casa de Campo como una red capilar que se dispersa y culebrea sobre la totalidad del pulmón de Madrid. En estos momentos es difícil encontrar una de esas sendas que no se encuentre sepultada por ramas y árboles. Desde la periferia al interior, todos los caminos de las 1.700 hectáreas que cruzan y comunican estos bosques están colapsados por cientos de miles de árboles abatidos por la implacable mano del temporal Filomena.

Casi un mes después no hay ni rastro de nieve, pero la nevada del siglo lo ha convertido en un lugar inaccesible. Y prohibido durante no se sabe cuánto. Los jardineros del enorme parque calculan que van a tardar más de un año en retirar los árboles dañados, aunque todavía no han accedido al corazón del bosque. De momento, los vemos actuar en las carreteras que cruzan las dehesas, para devolver a las vías cerradas al tráfico, el flujo de visitantes, caminantes, corredores, ciclistas y vecinos que desde hace 90 años acuden a respirar y perder las prisas.

Los destrozos de ‘Filomena’ en la Casa de Campo, en imágenes

Los jardineros del histórico parque de Madrid calculan que van a tardar más de un año en retirar los árboles dañados por la gran nevada

La población más dañada son los pinares, como ya avisaron los jardineros del parque madrileño. Vaticinaron que siete de cada diez árboles estarían heridos de gravedad y este periódico lo ha podido confirmar en el recorrido que ha hecho a lo largo de todo el parque. “No queda ni un pino sano”, comenta uno de los operarios de la red eléctrica, descaradamente andaluz. No conocen el terreno, pero lo revisan y limpian a menudo, por eso han quedado en pie aquellos que se encuentran bordeando el itinerario del tendido eléctrico, que atraviesa esta isla verde en el mapa de la capital.

Una decena de operarios contratados por el Ayuntamiento para retirar, cortar, trocear y apartar las ramas desgajadas y los troncos partidos, estos días operan en la subida al Cerro Garabitas, el punto más alto. Los pinares que rodean esta vía están desmoronados sobre el suelo. Hay montones de ramas mires donde mires, pendientes del transporte, y leña agrupada cada pocos metros al borde de la carretera. Aquellas fotos tan bucólicas en las que se vio que, por un par de días, los esquiadores podían salir sobre sus tablas desde Malasaña y llegar a estas lomas sin quitárselas, ha dado paso a un paisaje desolador. Demolido, desalmado.

Y la peor imagen se encuentra en el aparcamiento del Teleférico. La explanada de asfalto se ha convertido en el mayor cementerio de pinos. Están amontonándolos allí, sin trocear, y han creado una inmensa muralla verde de unos cuatro metros de altura de despojos de árboles. Es el tamaño de la catástrofe. El Ayuntamiento asegura que con las víctimas del temporal va a hacer abono para el propio monte, triturándolos. Sin embargo, a lo largo de la jornada apenas hemos visto una trituradora antigua. Los trabajadores de la Casa de Campo se preguntan cuántos padrinos tendrán esas toneladas de madera. También se quejan de las empresas contratadas, dicen que no se andan con tantos miramientos ni cuidados como ellos, que cortan por lo sano.

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Ladera abajo de la parada donde las cabinas dan la vuelta y vuelven a Pintor Rosales, se encuentra el pinar de las Siete Hermanas, donde habitan una de las familias de ejemplares de Piñoneros más elegantes, con grandes copas redondas y troncos esbeltos, de 25 metros de altura, que han sobrevivido en su mayoría. No ha corrido la misma suerte el pinar Chico, uno de los más transitados, cerca de Garabitas y junto a la puerta de acceso que conecta la Casa de Campo con Húmera. Aquí tampoco han llegado los operarios todavía y los restos lo ocupan todo. Antes era un lugar amable, con mesas familiares para disfrutar del silencio, la luz y el picnic. Ahora están bajo los árboles.

Cerca de este pinar se encuentra lo que los corredores llaman “el bosque”. Cuando puedan volver a entrenar a su circuito de cuatro kilómetros de distancia les va a costar reconocerlo. También verán cuánto ha variado la ruta que corre paralela a la tapia. Por ahora solo es una carrera sin fin de obstáculos desplomados. Lo inesperado ha alterado hasta los peligros y las señales de tráfico, escondidas tras enormes arizónicas que cruzan los caminos.

La Casa de Campo es un edredón de retales, en el que las masas de pinos conviven con las encinas, que aquel dichoso fin de semana soportaron algo mejor el sobrepeso en sus ramas. Los animales han vuelto a quedarse a solas con el monte, como ya ocurriera durante el confinamiento de 2020. Solo se escucha el alegre canto de los carboneros y los herrerillos, el golpear de los picapinos, los gritos del aguilucho... Ahora mismo es un bosque donde todo se oye, como en una catedral. Incluso el viento. Pero si solo es bosque lo que siembra el pájaro, el azar y el tiempo, qué puede hacer la naturaleza humana en 2021 para que sus herederos no pierdan su pulmón.

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