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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ‘procés’ después del coronavirus

Sea cual sea el futuro de la negociación entre los gobiernos español y catalán (o lo que quede de ellos después de la crisis), ni aquí ni allí se debe recortar nunca más el sistema sanitario público.

PolÍgono industrial Carretera del Mig, EN L'Hospitalet, con muy poca actividad laboral.
PolÍgono industrial Carretera del Mig, EN L'Hospitalet, con muy poca actividad laboral.Albert Garcia Gallego
Albert Branchadell

En un lejano 13 de noviembre de 2013, Oriol Junqueras advirtió al Gobierno español que si no permitía la celebración de una consulta de autodeterminación, Cataluña podría utilizar todas las herramientas de movilización social a su alcance para que el Estado reconsiderase su postura, entre las cuales se hallaba la de “parar la economía”. En un no tan lejano 9 de octubre de 2019, Toni Comín (exconsejero de Salud, que por cierto guarda un elocuente silencio), defendía una respuesta a la sentencia del 1-O que buscase el desgaste “material y económico del Estado”, incluso si para centenares de miles de catalanes el precio a pagar fuera quedarse sin trabajo o ver bajar abruptamente su nivel de vida.

Lo que el independentismo más fogoso soñó en 2013 y volvió a verbalizar en 2019 lo ha hecho realidad un virus que responde al extraño nombre de SARS-CoV-2. La economía está parada, mucho más que en los minutos más álgidos de cualquier aturada de país, y lo habrá estado mucho más tiempo de la semana que modestamente sugería Junqueras en 2013. Y el paro en Cataluña va a alcanzar unas cotas que Comín nunca se habría imaginado ni en sus episodios más profundos de euforia rebentaire.

Frente a los devaneos de cierto independentismo, la situación crítica que vivimos tiene el mérito de poner en evidencia lo poco recomendable que resulta parar la economía de un país. Pero ahora no es el momento de reprochar a este independentismo anti pragmático su discutible estrategia para doblegar al Estado (ni de echar en cara a cierto españolismo exacerbado que confundiera al inocuo independentismo con algo que había que “desinfectar”), sino de extraer algunas lecciones de la crisis del coronavirus que nos puedan orientar para el día después. Porque tardará más o tardará menos, pero la pesadilla de la Covid-19 terminará, y cuando despertemos el contencioso que enfrenta al independentismo catalán con la inercia centralista española seguirá allí como el dinosaurio de Monterroso.

En primer lugar, la crisis del coronavirus habrá servido para relativizar la importancia de tener un estado. En 2014 la Assemblea Nacional Catalana tuvo su momento de gloria con la campaña Ara és l'hora, gracias al cartel que vinculaba la República Catalana con el hecho de tener helado de postre cada día. Ningún cartel prometió una República libre de virus, pero ahora se ha hecho evidente que la “plena soberanía” no sirve para esquivar una pandemia global. Ni Italia, ni Francia, ni el Reino Unido, con sus robustas soberanías a toda mecha, han conseguido ahorrarse el virus. (Aunque cada día se da menos, todavía sorprende escuchar voces que atribuyen el azote de la pandemia en Cataluña al mero hecho de no disponer de más competencias.)

En segundo lugar, la crisis del coronavirus también habrá servido para poner en evidencia (una vez más) la escasa cultura federal que impregna a la política española. Una cosa es centralizar la toma de decisiones, que es lo que ha hecho medio mundo (incluida la Generalitat de Cataluña respecto a los municipios catalanes, que también gozan del derecho constitucional a la autonomía), y otra cosa es ignorar la realidad autonómica con el peregrino argumento de que el virus no entiende de fronteras, cuando la realidad es que las infraestructuras y una parte importante de las competencias para hacer frente al virus son autonómicas. Que el activista Quim Torra aprovechara los primeros días de la crisis para una extemporánea campaña contra el Estado (con sus habituales cartas a las instituciones europeas incluidas) forma parta de la normalidad. Pero es sintomático que el paciente, constructivo y comprensivo lehendakari vasco Íñigo Urkullu se haya tenido que quejar de enterarse por la prensa de según qué decisiones que afectan a su ámbito competencial.

Estas lecciones no son nuevas. Antes de la crisis ya era evidente que cierto independentismo atribuía a la independencia poderes casi mágicos, y que a ciertos poderes del Estado les costaba superar la lógica del Estado unitario. Hay una tercera lección que tampoco es nueva, pero sí es la más importante. Y se resume en una frase: los recortes se pagan muy caros. Sea cual sea el futuro de la negociación entre los gobiernos español y catalán (o lo que quede de ellos después de la crisis), el Nunca Máis debería resucitar tanto en Cataluña como en Madrid. Ni aquí ni allí se debe recortar nunca más el sistema sanitario público. El debate político permite muchos matices, pero ningún país —presente o futuro— puede jugar con la estricta supervivencia de sus ciudadanos.

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