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Maneras de vivir
Columna
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Ser un machote es muy cansino

“La violencia sexista solo terminará cuando los buenos hombres decidan de una vez enfrentarse a ello” | Columna de Rosa Montero

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Rosa Montero

Me gustan los hombres. Me gustan mucho los hombres. A veces hasta pienso que me gustan demasiado. Con esta última frase me refiero al revuelo de feromonas y a la emoción niña y absurda, pero indescriptible, que puede provocarte el simple hecho de que un tipo te agarre de la mano. Pero en realidad quiero hablar de algo que va mucho más allá de la atracción sexual y animal. Hablo de que son la otra parte del mundo, y, siendo esencialmente como nosotras (todos los humanos somos en el fondo iguales y muy dentro de cada uno de nosotros estamos todos), conforman también un colectivo distinto y hasta algo marciano, lo cual es excitante.

Las mujeres nos hemos pasado la vida observando a los hombres, analizándolos, estudiándolos. Los varones, por el contrario, apenas nos miran de ese modo. Ya sé que estoy haciendo una generalización grosera, lo cual siempre conlleva muchos errores. Porque hay mujeres incapaces de contemplar otra cosa que su propio ombligo y hombres hipersensibles que conocen a una mujer mejor de lo que ella misma se conoce. Pero es más habitual que nosotras los observemos estrechamente. Es lógico, por otra parte: al subordinado le va la vida en conocer bien al amo. Es una consecuencia del viejo patriarcado.

Que sigue existiendo, sin lugar a duda. El patriarcado. Pero en el mundo occidental está bastante machucado y resquebrajado. Hemos avanzado mucho en un tiempo histórico muy breve, aunque en nuestras cortas vidas nos desesperemos ante las barbaridades que aún perduran. El patriarcado fue un poder creado por los hombres basado en la explotación de las mujeres, de la misma manera que la sociedad esclavista se basaba en la explotación de los esclavos. Sin embargo, hoy muchos hombres están comprendiendo que ese poder masculino es obsoleto, además de injusto, y que también los aprisiona a ellos. Los obliga a ser fanfarrones de opereta, a ser los más valientes, los más triunfantes, los más agresivos, a castrar las emociones, a temer los sentimientos. Ser todo un machote es muy cansino.

Los hombres, en general, han cambiado mucho (sigo hablando de Occidente y no de aberraciones como Afganistán, Irán o Arabia Saudí). Nosotras no podríamos haber mudado tanto si ellos no nos hubieran acompañado. Por otro lado, siempre hubo hombres buenos y tipejos. Cuando me intentan justificar hechos repugnantes (como, por ejemplo, la violación de Pablo Neruda a una sirvienta tamil) con el rancio argumento de que en esos años se veían las cosas de otro modo, respondo que es mentira y que la mayoría de los hombres no violaban. Porque la mayoría de los hombres son buena gente, aunque los prejuicios, esos sí, hagan que algunos se crean superiores, que te expliquen paternalmente el mundo todo el rato, que desconfíen de la capacidad de las mujeres. Oscuridades tontas del entendimiento que poco a poco se van iluminando.

De los hombres me encanta, ya lo he dicho, que son lo otro. Los entiendo mucho mejor cuando escribo en mis novelas personajes masculinos, porque entonces vivo dentro de ellos. Pero en mi trato real, son la otra cara de la Luna, y eso es enriquecedor y estimulante. Me gusta explorar cómo ven la realidad; me gusta que me enseñen cosas; me gusta enseñarles cosas. Y jugar a las diferencias. Tener amigas mujeres es el paraíso; tener amigos hombres es un tesoro.

Ahora bien, parece que la testosterona de los hombres, envenenada por una educación patriarcal patológica, puede crear problemas. El neurocientífico David Eagleman dice en su libro Incógnito (2011) que, según las estadísticas de Estados Unidos, la probabilidad de cometer un delito violento aumenta un 882% cuando eres varón. Y en agresiones sexuales la diferencia es aún mayor: 442.000 hombres por 10.000 mujeres. Es la misma testosterona que impulsa a los exploradores, a los atletas, a los héroes que se meten en un incendio. Pero tiene su rincón de oscuridad. Aun así, los malvados son minoría. Y lo que me acongoja de verdad no es que existan esos monstruos, sino que un nutrido número de buenos hombres, de buenas personas, se sientan aludidos cuando denunciamos los abusos. Que se pongan a justificar a los machistas feroces, en vez de intentar entender por qué sucede eso para poder remediarlo. Porque la violencia sexista no es un problema de las mujeres: es un problema de los varones. Y solo terminará cuando los buenos hombres decidan de una vez enfrentarse a ello.

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