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Columna
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Nosotritos

 Un policía de Chennai, en el este de la India, con un casco decorado como un coronavirus.
Un policía de Chennai, en el este de la India, con un casco decorado como un coronavirus.Arun Sankar (AFP)
Martín Caparrós

Primera persona del plural diminutivo, abominable como pocos, es el idioma oficial de la pandemia, lengua perfecta para tiempos sumisos

"Entonces ahora abrimos este articulito y empezamos a leerlo”, les dirán, señoras y señores, una señorita o un señorito que no piensan abrir ni empezar nada, ni entonces ni ahora. “Y ahora lo miramos con detenimiento, letrita por letrita, así hacemos esa cosita que llaman leer, sin sacarnos la mascarilla del morrito, ¿sí?”, continuarán la señorita o señorito con su mejor voz fláutica, aunque nunca hayan tenido la menor intención de hacerlo.

Y así de seguido: vivimos tiempos de órdenes. No de orden: el desorden extremo en que nos ha sumido la pandemia requiere que se enuncien todo el tiempo instrucciones para paliar la confusión. Creíamos que sabíamos cómo hacer las cosas; la peste nos cambia los contextos y nos varía las maneras. Tomar el tren, entrar en un supermercado, dejar a un chico en el colegio, sentarse en un café —­por no hablar de situaciones extremas como, digamos, someterse al dentista o arriesgarse a un concierto— se han convertido en experiencias nuevas, para las cuales precisamos instrucciones. Entonces nos las dan: nos advierten cómo tenemos que hacer casi todo. Y esas explicaciones preceptivas se parecen mucho, muy sospechosamente, a órdenes. El resultado es que nos pasamos todo el tiempo que no nos pasamos encerrados recibiendo órdenes.

Lo cual es, de por sí, bastante insoportable pero —­supongamos— necesario. Lo intolerable es su efecto secundario: el crecimiento incontenible de las primeras personas del plural y los diminutivos. Las órdenes tienen mala prensa. Queda feo decir yo te voy a decir lo que tienes que hacer, yo te voy a imponer que lo hagas: estos dos recursos intentan disfrazarlo. El eufemismo vence, galopa nuestros campos, nos asola.

Alguien, tiempo atrás, se inventó el truco del nosotros. Nadie sabe quién fue, pero hay rumores. En cualquier caso, parece claro que se inspiró en una historia muy común: la del Flautista de Hamelín, también conocido como Adolfo Hitler. Esa primera persona del plural enunciada por una persona singular que no tiene la menor intención de cumplir con lo que enuncia es una de las claves de nuestra cultura. La conducción entendida como preparémonos y vayan, el liderazgo como ausencia cínica, tienen su versión pequeña, cotidiana, radicalmente ñoña, en esa primera persona del plural: entonces ahora abrimos este articulito y miramos donde dice entonces ahora abrimos este articulito…

Porque el nosotros falso se complementa a la perfección con el diminutivo —el diminutivito— omnipresente. El plural intenta disfrazar la violencia de la orden; el diminutivo nos aniña y recuerda que, en el momento de recibirla, volvemos a ser aquella criatura. El diminutivito nos trata, en resumida síntesis, como a niños o a idiotas o, mejor, a niños considerados como idiotas. Y en ningún lugar —cito— funciona tanto como en los recovecos de los hospitales: ahora vamos a torcer la cabecita hacia la izquierda hasta que nos quebremos tres o cuatro vertebritas.

Es cierto que nada te hace tan niño como la medicina: esa forma de volver a perder todo control sobre tu cuerpo, de volver a entregarlo y entregarse a otros que lo manejan y manipulan por tu supuesto bien. Ser un enfermo —ser un paciente— es ser un chico, perder la posibilidad de decidir sobre ti: abandonarte a personas que saben más —los adultos, los médicos— y te dicen qué tienes que hacer, cuándo, cómo. Obedecer.

Y ahora el mundo está medicalizado en más de un sentido. Lo está, obviamente, porque todo lo que hacemos lo hacemos para cuidarnos la salud: para no caer bajo las garras de los viruses y sus taimadas cepas voladoras. Y lo está también porque, igual que en cualquier hospital, hacemos lo que nos ordenan: aceptamos que no sabemos y debemos hacer lo que otros dicen. Por lo cual ahora nos hablan en todos lados como suelen hablarnos en los hospitales: primera persona del plural diminutivo. El nosotritos, abominable como pocos, es el idioma oficial de la pandemia, lengua perfecta para tiempos sumisos.

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