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Crecer en tiempos de covid

Vidas trastocadas. Juegos encerrados. Otra manera de aprender. ¿Cómo afecta la pandemia a los jóvenes? Un grupo de ciudadanos de entre 7 y 18 años lo cuenta.

Ahora mismo el futuro no es algo que se pueda controlar. Hay que ir adaptándose”. Las palabras de Lara, que acaba de cumplir los 18, encierran la sabiduría que han mostrado los más jóvenes ante la pandemia. La respuesta de una generación que vive esta crisis inédita en plena edad de crecimiento y desarrollo.

La covid-19 ha paralizado las vidas, aspiraciones y sueños de miles de jóvenes y adolescentes de toda España. Sus rutinas desaparecieron; extrañaban a sus abuelos y amigos, salir a la calle y disfrutar en los parques que fueron cerrados mientras los bares permanecía abiertos. Algo “injusto”, como apunta Hugo, de 14.

Obligados a asistir a clase a través de una pantalla, las brechas digitales —bien por factores socioeconómicos bien por las notables diferencias entre los ámbitos urbano y rural se hicieron más evidentes. Han sentido miedo, enfado y tristeza, como cuenta Rami, de 11 años. Incluso rabia, según las palabras de Rubén, de 14. Más de 8 de cada 10 de estos menores han tenido “problemas de concentración, inquietud o irritabilidad” debido a la pandemia, según un estudio de la Universidad Miguel Hernández de Alicante.

Ante la celebración del Día Universal del Niño el 20 de noviembre, El País Semanal, en colaboración con Unicef —y con el apoyo de una decena de asociaciones locales—, ha recorrido España para visitar a 10 ciudadanos de entre 7 y 18 años para que cuenten qué ha significado el coronavirus para ellos. También para intentar dilucidar las huellas que puede dejar en sus vidas. Algunos han encontrado nuevas aficiones. Otros se han dado cuenta de que el mundo de los adultos no funciona tan bien como les habían hecho creer. “Como humanidad, somos un equipo. O, al menos, deberíamos intentar serlo”, agrega Zeltia, de 11. “El virus es un problema medioambiental”, zanja Olivia, de 13 años. Todos los protagonistas de esta historia han pasado algún momento complicado durante la pandemia. Ninguno va a dejar que les marque.

Rami, 11 años. Madrid.

A sus 11 años, Rami lo tiene claro: “2020 es un año que no me está gustando nada; quiero que acabe. Que todo esto se termine. Que nos quitemos la mascarilla y volvamos a estar como antes”. Habla en una plazoleta de su barrio, en el sureste de Madrid. Vive en el Pozo del Tío Raimundo, con su madre y sus hermanos Juan y Manuela. “Y con Farruca y Lucky”, apunta con celeridad al darse cuenta de que casi olvida a sus mascotas: una perra y una coneja. “A mi padre no le vemos mucho”.

A Rami le cuesta ocultar la sonrisa. Es un escudo cuando habla de momentos duros; se acompaña del brillo de sus ojos cuando menciona temas que le gustan. Le ocurre cuando describe su barrio: “Es pequeñito; tengo amigos, el cole cerca, un parque bonito, un bosque y Amoverse [asociación centrada en jóvenes en situación de vulnerabilidad social]. Es un sitio muy chulo”.

Las primeras noticias del coronavirus le provocaron inquietud y “un poquito de miedo”. Sensaciones que dieron paso al enfado y la tristeza. “No poder salir de casa era agobiante porque no hay mucho espacio”, explica el joven. Mantuvo el contacto con sus amigos gracias al móvil de su hermana o a través de los juegos online. “Me gusta más la calle que la consola”, afirma, “antes bajaba más, ahora solo un día o dos a la semana, pero es mejor que nada”. También reconoce que las clases se le hicieron un poco cuesta arriba.

En los meses más duros de la pandemia, una de las pocas salidas que realizaba a la calle era para acompañar a su madre a Movimiento por la Paz, otra organización que trabaja en su zona. “Aquí veníamos por las mañanas con un carrito a recoger comida. Nos han estado dando leche, macarrones, legumbres… Un poco de todo”.

Entre marzo y abril, más de 100.000 madrileños tuvieron que recurrir a algún tipo de recurso alimentario vecinal (no municipal), según la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid. El Banco de Alimentos de Madrid detectó en las mismas fechas un aumento de un 30% de las solicitudes. “Esa ayuda nos ha venido muy bien porque lo hemos pasado mal”, continúa Rami. “Hay muchas personas que necesitan ayuda; está bien que nos ayudemos”, reflexiona. Por eso, cuando sea mayor le gustaría trabajar echando una mano: “Quiero ser policía”.

Olivia, 13 años. Barcelona.

Cada mes de abril, Olivia, de 13 años, celebra una fiesta por su cumpleaños. Lo hace en el precioso jardín de su casa de Barcelona. Pero este año fue “bastante diferente”: una celebración confinada. “Me despertaron con globos y preparamos con mi padre, mi madre y mi hermano un pastel de chocolate. También organicé una fiesta virtual con mis amigas. Lo pasé bien, pero no fue lo mismo”.

Su colegio también cambió: “Se adaptaron enseguida y tuvimos clases online casi desde el principio”. Al igual que sus lecciones de danza que pasaron a ser impartidas a través de la tableta. Casi de la noche a la mañana, las pantallas se convirtieron en indispensables en su vida. Durante el confinamiento, el uso diario de estos dispositivos aumentó un 76% con respecto a la normalidad anterior; ahora ronda las cuatro horas diarias, según un estudio de la organización Empantallados.

“No estoy acostumbrada; no suelo pasar mi tiempo libre viendo la tele o el móvil”, explica resuelta Olivia mientras se balancea en un columpio que cuelga en el árbol más antiguo y robusto del jardín. “Soy la única de mi clase que no tiene”. ¿Raro en una adolescente? “Quizás lo raro es que todo el mundo lo tenga. Sin el móvil te sientes más libre”.

Inspirada por jóvenes activistas como Greta Thunberg, Olivia prefiere dedicar su tiempo a luchar contra el cambio climático o a la defensa de los derechos de los animales. “A la gente joven le preocupa el medio ambiente, pero cuando crecemos parece que empezamos a despreocuparnos. Unos piensan que el cambio climático ya lo resolverá alguien. Otros dicen que no es cierto. Creo que no quieren ver la realidad, ni lo que sufren el planeta y los animales”, resume con vehemencia. La joven considera que el coronavirus también es un problema medioambiental: “Ha venido porque hemos traspasado la frontera de la naturaleza; porque usamos a los animales y abusamos de ellos”.

Le gustaría estudiar biología marina y crear un santuario acuático en el Ampurdán. Hace dos meses lanzó una campaña en Change.org para que España prohíba la cría y compra de delfines (ya roza los 60.000 apoyos y utiliza la etiqueta #NoEsPaisParaDelfines). Y en 2018 inventó un utensilio: el Jelly Cleaner. “Sirve para limpiar microplásticos de la superficie del mar, de ríos o de lagos”. La idea empezó a tomar forma después de visitar con sus abuelos una galería de Nueva York que mostraba una exposición que conectaba arte y cambio climático. “Está elaborado con materiales reciclados: con unas medias de ballet, botellas de plástico y cuerda. Se arrastra sobre el mar y los microplásticos quedan acumulados en las puntas de las medias”, explica Olivia. “Cada vez que voy a la playa, sea invierno o verano, me lo llevo”.

Yassine, 18 años. Madrid.

El coronavirus ensombreció los sueños de Yassine, que nació cerca de Tetuán (Marruecos) y acaba de cumplir 18 años. Había comenzado a trabajar como camarero en Lobito de Mar, del chef Dani García. Era su primer empleo y estaba aprendiendo a explicar las cuidadas elaboraciones que se sirven en el local: “Estaba feliz”. Al mes de empezar, la pandemia obligó al restaurante a reestructurar su plantilla: “Como llevaba muy poco tiempo, no me han podido incluir en el ERTE. Me ha dado mucha pena porque quería aprender más”. No es el único de su generación que se enfrenta a esta realidad: la crisis del coronavirus ha ahondado en el problema del paro juvenil que ha crecido ocho puntos respecto a marzo (del 32,4% al 40,4%). Una tasa que duplica la media de la UE.

A pesar de ello, Yassine no se resigna: “He perdido un trabajo; tendré que buscar otro”. Su periplo para llegar a España le ha obligado a ser resiliente. Tras intentar “escapar” de Marruecos escondiéndose en los bajos de camiones o en los maleteros de autobuses, desembarcó en Algeciras el año pasado: “Escalé a un barco y me escondí”. Su mirada se expande al rememorar el viaje. “Era menor. Llegué en verano, cuando puedes dormir donde sea. No es lo mismo que en invierno”. Pasó por La Línea, por Málaga y acabó llegando en bus a Madrid. Al poco, entró en el centro de menores de Hortaleza, donde se han vivido situaciones de hacinamiento y al que la ultraderecha ha señalado en sus arengas xenófobas. Ahí, Yassine pasó cuatro meses. “Personalmente no he sufrido racismo, pero sí he visto algunas situaciones racistas”, dice con voz suave y gesto serio.

Las primeras noticias de la pandemia le pillaron en un piso para menores tutelados gestionado por la Fundación Diagrama. La organización se preocupa de que los chavales mejoren su castellano o de facilitarles la entrada en el mercado laboral. “Me parece [un recurso] muy necesario: la otra opción es la calle, la delincuencia y la degradación. Si hay estabilidad, es más fácil buscar trabajo; yo lo encontré”, dice con cierto orgullo.

“Aquí, en el piso, he estado muy bien”. Habla en pasado porque en julio estrenó mayoría de edad, lo que automáticamente le excluye de la cobertura. “Por el corona me dejaron alargar un poco la estancia. En una semana hago huellas [un registro ineludible para formalizar sus papeles] y en breve me mudo a un piso de mayores. Todo está bien”, afirma desviando la mirada un segundo para a continuación devolverla enmarcada por media sonrisa. Él prosigue su búsqueda de empleo: “Me gusta el trabajo de cara al público: de camarero o en un supermercado”. “Me quiero quedar en España. Cuando tenga papeles, iré ver a mi familia. Hace dos años que no los veo”. ¿Por qué te gusta España? “Es mejor que mi país por muchas cosas. Allí, sabes, no tienes derechos. Aquí te tratan como una persona, no como en Marruecos. Por eso los niños intentan venir de cualquier manera”.

Hugo, 14 años. Las Regueras (Asturias).

A Hugo, de 14 años, no le gustan los cambios. “Cuando comenzó, la cuarentena iban a ser 15 días, pero se empezó a alargar y estuvimos tres meses encerrados en casa. Las clases pasaron a ser online, lo que me afectó a la hora de estudiar; echaba de menos a mis compañeros, o salir”, resume el adolescente que vive con sus padres, su hermana y su perra Nuka en Las Regueras, un concejo de Asturias con algo menos de 2.000 habitantes. “Dejar de salir no mola nada”, agrega.

La timidez de Hugo eclipsó hasta los seis años el síndrome de Asperger, un trastorno del espectro autista (TEA). “No se trata de una enfermedad, sino de una condición que acompaña a la persona toda su vida”, definen desde la Confederación Asperger España, que estima que en el país hay 120.000 personas como Hugo. O como el icono adolescente del siglo XXI, Greta Thungberg.

“Al principio [de la cuarentena] estuve algo agobiado porque era saltarse la rutina. Luego, cuando se convirtió en costumbre, fue mejor”, relata. Entre las cosas que echaba de menos estaba acudir a Oviedo cada día a comer con su abuela: “Otro cambio de rutina”. “Si son para bien, los cambios no me importan. Pero, si no, no me gustan mucho”, continúa el joven, un apasionado del fútbol. “Soy socio del Oviedo desde pequeñito y, en cuanto se pueda, me gustaría volver al campo para ver a mi equipo”. Hasta hace poco, él también jugaba, pero se acabó: “Lo dejé y me apunté al gimnasio. Empiezo mañana y tengo ganas”.

Lo que no le apetece tanto es volver a la Asociación Asperger Asturias, centro al que acude una vez por semana para organizarse con las tareas del colegio o para visitar al terapeuta. “No sé explicarlo, pero no me siento cómodo. Sé que me viene bien ir. Pero preferiría hacer las sesiones online”, resume. “Lo llevo bien. No pasa nada. No me importa hablar del Asperger”, afirma: “Es algo normal”.

No considera negativas todas las consecuencias del coronavirus: “Me gusta echarme gel hidroalcohólico. Ya lo hacía antes y tengo siempre en el estuche”. También valora positivamente la “distancia social”, añade con cierta sorna. A Hugo le gusta bromear. Y le parece injusto que se cerrasen los parques y quedasen los bares abiertos: “Les importa más la economía, por eso no los cerraron”. Él no los ha echado tanto de menos porque podía salirse al "prau" de su casa y dar unos toques al balón o echar un vistazo al huerto que cuida su padre. “También teníamos gallinas, pero en la cuarentena vino una gineta y las mató”.

Hugo cree que 2021 va a ser peor que este año porque “va a pasar de todo”: “Leí en Internet que un tipo que predijo la covid dice que en diciembre del año que viene habrá un apocalipsis zombi”. Hace una pausa dramática y continúa: “No lo creo. En 2012 decían que se iba a acabar el mundo y aquí estamos. Pero… ¿te lo imaginas?”.

Zeltia, 11 años. Moeche (Galicia).

“Hemos sido muy irresponsables”. Ese es el dictamen de Zeltia, de 11 años, a la que le gustaría que pudiésemos volver al pasado para solucionar esto. “Hemos transmitido una enfermedad terrible que nos ha perjudicado a todos y no lo hemos visto”, argumenta con indignación y rotundidad. Pasó el confinamiento en su casa de Moeche, un concello de Galicia con algo más de 1.200 habitantes y fue “por una parte bien y por otra mal”: “No podía ver a amigos ni familiares, pero por lo menos estaba más tiempo con mis padres”.

Zeltia vive en un esplendoroso medio rural: verde, tranquilo y con mucho aire fresco. “No me hubiera gustado pasar la cuarentena en una ciudad. Yo necesito estar a mi bola, no estar encerrada. Me agobio con tanta gente alrededor. Además, aquí, en el campo, cualquier cosa te vale para divertirte: con un palo ya puedes ir corriendo por ahí como si fueras un mago, hacer la croqueta por los prados, correr o, si tienes perros, jugar con ellos. Yo tengo cuatro en casa y otros tres en la de mi abuela”. La joven también toca la gaita y practica bailes regionales.

A pesar del idílico paraje que la rodea, Zeltia empezó a tener problemas cuando arrancaron las clases online. “Fallaba la conexión. En mi casa no había casi nunca wifi”, denuncia con preocupación. La pandemia ha evidenciado la brecha digital entre el ámbito rural y el urbano. Aunque, según datos oficiales, el 87% de la población rural tiene capacidad de alcanzar 30 megas de conexión, la fibra no es una realidad en el concello de Zeltia: “Estabas con los deberes y, ¡bum!, se iba. Y no soy de las que peor conexión tienen, así que imagínate los demás”, cuenta.

Quizás por eso, ella tenía muchas ganas de volver a clase: “Echaba de menos a mis compañeros”. No son muchos pues como en otras escuelas rurales, algunos niveles se aglutinan. Comparten aula los alumnos de 5º y 6º de primaria: “Somos ocho y con el mismo profe. Me gusta porque te prestan más atención. No hay tanto barullo y atiendes mejor”.

Ante futuros confinamientos, reclama igualdad para el medio rural: “Si en la ciudad hay fibra, no sé por qué nos tienen que hacer esperar a nosotros”. Y pide responsabilidad a los políticos y a la sociedad en general: “Como humanidad, somos un equipo. O, al menos, deberíamos intentar serlo”.

Ana, 7 años. Palencia.

El verano de Ana, que a principios de noviembre cumplió siete años, se resume en dos palabras: “Muy bien”. “He estado con los primos en Grijota y en Algeciras”, cuenta la pequeña, que vive en Palencia con su madre, Beatriz; su hermano Ramón y su abuela, que se llama igual que ella. “La quiero mucho”, dice con timidez y la voz cargada de ternura.

Las vacaciones fueron un respiro para la pequeña. Un contraste con el duro arranque de la pandemia. A la supresión de actividades por la cuarentena —­realiza ballet, música y va a inglés extraescolar— se sumó que tanto ella como su hermano, de cinco años, se infectaron. “Por el coronavirus, tenía manchas en la piel y solo quería ir a la cama a dormir”, recuerda. “Tenía miedo de ir al hospital y que me ingresaran”. La pandemia es una amenaza severa para los mayores que también ataca a niños y jóvenes; uno de cada cien casos de covid se da en menores, según la Asociación Española de Pediatría.

La infección se extendió por la familia de Ana: afectó a sus tías, a su madre y a su abuela, de 70 años, que estuvo “bastante malita”. “Pasó un mes en el hospital y no había mucho contacto. No podíamos. La echaba mucho de menos”, recuerda la niña. Fueron días de estrés, tristeza y preocupación. Al recordarlos, Ana entorna la mirada y con sus manos juguetea con el jersey que lleva puesto: “Tenía miedo de que la abuela no volviese a casa y que, si mamá se iba al trabajo [ejerce de enfermera], iba a tener que hacer yo la comida”.

En su familia encontraron un mecanismo para apaciguar los temores que provocaba la ausencia de su abuela. Ana y Ramón tienen una habitación de juegos con un gran ventanal. Viven en un sexto piso y desde ese mirador alcanzan a ver el hospital donde su abuela pasó “el bicho”. “Es ahí”, señala la niña un edificio a lo lejos: “Miraba por la ventana. Todo el rato. Y me acordaba de ella”.

Fue un mes largo. Pero una mañana, recibió una genial noticia: su abuela mejoraba y estaba a punto de regresar a casa. “Cuando volvió, le hicimos una fiesta sorpresa, con globos y luz de discoteca”, recuerda con emoción y alzando un poco la voz. Por eso, a Ana le gusta acordarse de esos días: “Con el coronavirus hemos estado malos y me preocupé mucho. Pero eso se me pasó cuando la abuela dejó de estar en el hospital. Así que recuerdo eso”.

Entre los cambios que ha traído la nueva normalidad destaca uno: en su clase hay cuatro magos. “Se encargan de que cumplamos las normas”, explica: “Uno te ayuda a hacer los deberes; otro vigila que en el patio se mantenga la distancia; otro, que nos echemos gel, y otro apunta en la pizarra si alguien se porta mal. Cada viernes cambiamos de magos. El próximo me puede tocar a mí”.

Lara, 18 años. Cerdanyola del Vallès (Barcelona).

Lara, de 18 años, estaba cursando el último curso de bachillerato cuando estalló la pandemia. “Nadie está preparado para encerrarse. Y menos con la presión del que parece que es el examen de tu vida”, cuenta la joven que vivía con su familia en Puerto del Rosario (Fuerteventura) y tenía la prueba de acceso a la universidad (EBAU) a la vuelta de la esquina. Aprobó y entró en Filología Inglesa en la Autónoma de Barcelona (UAB). Justo lo que quería.

Al arrancar el curso se mudó a Cerdanyola del Vallès, en el campus de la UAB, donde desde septiembre comparte piso con otras dos chicas. “Todo el mundo te cuenta algo de la universidad: la fiesta, el ambiente, las clases… Te ilusionas. Y de repente llega esto”, dice con resignación mirando a su alrededor. Es viernes por la tarde y no se percibe nada del ajetreo que había una víspera de fin de semana en una universidad: el campus está semidesierto. Como muchos estudiantes, Lara solo acude a clase un día a la semana. El resto, online. Cambios que le han afectado: al arrancar las clases, la joven se percató de que había perdido cierta capacidad de concentración. “Desconecto. Es como si me estresara. No me había pasado nunca”. “A pesar de que no es como esperaba, de momento me apetece quedarme. Estoy muy a gusto aquí”, agrega.

¿Se liga en tiempos de covid? “Quedo con los amigos, siempre con distancia, con mascarilla. Pero ligar… está un poco complicado. No es fácil conocer a alguien que te gusta y respetar las medidas. Es todo extraño”. La joven considera que se ha puesto “demasiado” énfasis en la supuesta irresponsabilidad de los jóvenes. “A mí me provoca más vergüenza e indignación la reacción de algunos políticos que pretenden aprovecharse de la situación intentando separar a la gente en vez de unirla”. No ha pensado mucho en el futuro: “Prefiero ir día a día. El futuro no es algo que ahora mismo se pueda controlar. Hay que ir adaptándose”.

Wiam, 14 años. Huercal-Overa (Almería).

Ocho segundos. Ese es el tiempo que Wiam, de 14 años, ha perdido durante la pandemia. Parece poco, pero es mucho para ella que practica atletismo. “Perder la forma ha sido lo más duro de la cuarentena”, dice la joven que vive en Huércal-Overa (Almería) con su familia y que corre desde 2013. “Empecé con siete años cuando mi padre me llevó a una carrera popular”. Al año siguiente ya estaba en la escuela de atletismo. Después se federó y hace un año entró en el Nerja, “uno de los mejores equipos de España”.

Para mantenerse en forma, Wiam entrena casi todos los días de la semana. Pero la cuarentena borró de golpe el ejercicio. “Ha sido una… Ha sido complicado”, dice con resignación. “Me preocupé mucho por las competiciones: eran mis primeros campeonatos de España”. Le gusta el atletismo por su fuerte carga de estrategia. “Hay que correr y controlar al rival. Ver cuándo apretar. Si vas a lo loco, estás fundido”. También sabe no se puede bajar el nivel: “Se tarda mucho en coger la forma, pero poco en perderla. Dos semanas sin entrenar y ya lo notas”.

Por eso, ella aplicó imaginación para intentar suplir la carencia de entrenamientos: comenzó a subirse a la enorme azotea de su bloque de viviendas y correr allí. “Estaba 20 o 30 minutos para no estar parada todo el tiempo”. Reconoce que perder la forma le genera “cierta inseguridad”: “La gente no lo nota, pero tú sabes que no estás al nivel de antes”. “Lo único bueno es que a casi todos nos ha pasado lo mismo con el rendimiento”, agrega destilando competitividad.

Wiam ya ha vuelto a entrenar. Ahora tiene tablas más duras para coger más fondo. “Dentro de una semana voy a correr y me gustaría clasificarme”. ¿Ha tenido algo bueno el confinamiento? “Tenía más tiempo para jugar con mis amigos al Among Us, al parchís online o para las redes sociales”. Teme la amenaza de un nuevo recogimiento y se preocupa. Le inquietan esos dichosos ocho segundos.

Rubén, 14 años. San Javier (Murcia).

“Fue un viernes 13. No se me va a olvidar nunca”. A Rubén, de 14 años, se le ha quedado grabado ese día del pasado mes de marzo. Era el fin de la normalidad y él acababa de estar malo: “Una gripe fuerte que me había durado casi tres semanas”. Al regresar del instituto empezó a oír a hablar de confinamiento. “No lo tomaba muy en serio; nunca había vivido nada como esto”, recuerda desde el jardín de su casa en San Javier (Murcia). Lleva el pelo perfecto, recién cortado: “Me pelé hoy”, apunta.

La cuarentena le dejó recluido con su madre, que estuvo de ERTE, pues trabaja en un centro de educación infantil; su hermano y sus abuelos. “No sé si eso de pasar más tiempo con tu familia es tan bueno. Con mi hermano, que tiene 12 años, me llevo muy bien, pero al estar todo el día juntos hemos discutido por tonterías”, continúa.

Para intentar liberarse un poco de la presión del encierro, Rubén se buscó una vía de escape. Y la encontró en la cochera aledaña a la casa familiar, donde creó su “refugio”. “Cuando estoy estresado, me bajo y me relajo”. Ahí golpeaba al saco de boxeo que instaló. Y también empezó a cortarse el pelo a sí mismo: “Como no podía ir a la peluquería…” La primera vez reconoce que no le quedó bien: “Parecía una tarta de tres chocolates”.

Como no se quedó convencido con el corte, decidió mejorar su técnica viendo tutoriales de YouTube. Primero ensayó cortándose a sí mismo. Siguió con la cabellera de su hermano. Y después se lanzó a las de sus colegas. “Me compré una maquina económica, me costó unos 30 euros, y les dije a dos amigos que viven cerca de cortárselo. Al principio no se fiaban de mí, pero, si les quedaba mal, no les iba a ver mucha gente. No había mucho riesgo”. Se dejaron. “Además, los pelaba y los mandaba a la piscina [ubicada en el jardín, al lado de su refugio]. Dime, ¿dónde has ido a una peluquería con piscina?”. Los cortes le quedaron de lujo. Rubén se convirtió en experto en degradados, skinfades o rayas de diversas formas. A la maquina original ya ha sumado tijeras, una cuchilla y un cepillo

“No corto a cualquiera: solo pelaos de confianza”, bromea. “Antes iba a la peluquería una vez a la semana y me cobraban 12 euros. Al final es dinero”. Gracias a su nueva afición, este verano no ha tenido que pedir tanta paga a sus padres: “La máquina ya la amorticé. Y además me he ido pagando mis cosas”, cuenta con satisfacción. Tiene ganas de que todo esto se pase. Mientras, se queda con lo positivo: “Sin el confinamiento, no hubiese aprendido a cortar el pelo. Algo bueno tenía que sacarle”.

Josué, 14 años. Alcalá de Henares (Madrid).

El principal medio de entretenimiento de Josué, de 14 años, son las pantallas. Concretamente la de su ordenador, donde juega al FIFA, al Fortnite o al Rocket League. “También es una manera de estar con mis amigos”, apunta en medio de una de sus partidas. Suele jugar “una o dos horas al día”; “los fines de semana le doy más caña”. Durante la cuarentena, su afición se acentuó y marcó un récord: “Unas 10 horas jugando”.

Josué, como muchos de sus amigos, es un gamer. Uno de los 16,8 millones de españoles de entre 6 y 64 años que juegan, según el informe de 2019 de la Asociación Española de Videojuegos. Este estudio cifra en 6,7 horas semanales el tiempo medio invertido a los mandos. “Durante el confinamiento ha sido una excepción”, aclara el joven. “Pasaba más tiempo en el ordenador porque estábamos encerrados. Y también socializaba”, incide. Esa posibilidad de interaccionar con otros jugadores —algunos desconocidos, otros amigos suyos— representa un “incentivo” para Josué. “Hace que quieras demostrar lo bueno que eres y ganar”. Unas interacciones que a veces conllevan riesgos. “Soy consciente”, asegura. Eso no evitó que durante la pandemia le engatusaran por redes y le robaran la cuenta del FIFA; es decir que le quitaran su avatar, sus equipaciones y sus jugadores. “Denuncié, pero no han hecho nada”.

Con la vuelta al cole, el tiempo frente al ordenador ha disminuido. La nueva normalidad escolar de Josué implica acudir a clase en días alternos. “Se han hecho dos grupos de 15. Unos van lunes, miércoles y viernes; los otros, martes y jueves. A la semana siguiente cambiamos”. Un cambio que para él hace mejores las clases: “Somos menos y avanzamos más temario. No se interrumpe tanto y los profes explican más y mejor. Además, hay días que no tengo que madrugar tanto y, si me da tiempo, puedo echar una partida antes de comer”.

¿Crees que tú y tus amigos tenéis un problema con las pantallas? “Suena fuerte, pero pienso que tenemos un poco de vicio. También creo que va a ir a menos. Estoy en una etapa en la que tengo pocas responsabilidades y tiempo libre. Cuando vaya creciendo lo dejaré”. ¿Y si no? “Entonces es que tengo un problema”, dice reprimiendo una carcajada. “Pero lo dejaré”.

El ‘lobby’ de la infancia

por Gustavo Suárez Pertierra

La comunicación entre padres e hijos ha sido más intensa que nunca durante los últimos meses. El confinamiento, las restricciones a la movilidad y la menor actividad social han provocado que, según algunos estudios, hasta el 70% de los padres hayan aumentado la comunicación positiva con sus hijos. Seguro que esta mejora ha beneficiado las relaciones familiares, ayudado a solucionar problemas o, al menos, a ponerlos sobre la mesa y avanzar en su resolución. Lo que no parece que haya ganado intensidad —si es que esta ha existido alguna vez— es la comunicación entre niños, niñas y adolescentes y el resto de la sociedad; seguimos sin escucharlos, sin tenerlos en cuenta a la hora de tomar decisiones que afectan a su día a día y a su desarrollo futuro.

A pesar del trabajo intenso que desde Unicef y otras muchas organizaciones venimos realizando para fomentar la participación de los niños en la toma de decisiones que les afecten, por desgracia, es obvio que la sociedad en general —los dirigentes políticos, los partidos, las empresas, entidades de todo tipo— no escucha lo que los niños tienen que decir. Queda tanto por hacer que es necesario en muchas ocasiones patearse pasillos, visitar despachos, ponerse, en definitiva, el traje de lobista, con el fin de defender los intereses de la infancia.

Es un trabajo silencioso, callado, que pasa inadvertido para la mayoría y que persigue que la infancia ocupe un lugar destacado en la agenda de gobernantes —desde concejales hasta presidentes de comunidades y ministros—, partidos políticos, sindicatos, empresas y sociedad civil; en definitiva, influir en todos aquellos con capacidad para tomar decisiones que permitan avanzar en la mejora de las condiciones de vida de la infancia y en diseñar un futuro más prometedor que el actual.

Los grandes lobbies de este país —aquellos que tienen intereses en sectores como la energía, la banca, la automoción, la alimentación o la hostelería— pretenden demostrar que los intereses del sector coinciden con los intereses del conjunto de la sociedad, que alcanzar sus objetivos supone un beneficio común. Y no creo que nadie pueda discutir que mejorar la vida de las niñas y niños de este país es prioritario si queremos avanzar como sociedad. A nadie se le escapa que es así, pero los resultados, por desgracia, llegan con cuentagotas.

La labor de Unicef en este sentido no es otra que la de tender puentes entre la infancia y sus derechos y los tomadores de decisiones para poder cambiar las cosas; porque no cabe duda que es necesario, obligado, cambiar las cosas viendo la situación de la infancia en una de las economías más potentes del planeta, donde casi uno de cada tres niños vive en riesgo de pobreza; donde más de cuatro millones de niños, niñas y adolescentes tienen problemas para llegar a fin de mes, y donde el impacto de la pandemia está agravando esta preocupante situación.
Gustavo Suárez Pertierra es presidente de Unicef España y fue ministro de Educación y de Defensa.

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