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Pamplinas
Columna
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Y el mundo se hizo uno

Transmisión de noticias por morse desde la BBC de Londres en 1943.
Transmisión de noticias por morse desde la BBC de Londres en 1943.Felix Man (Getty Images)
Martín Caparrós

Samuel Morse, esclavista y xenófobo, fue a la vez un revolucionario: inventó la simultaneidad… y el tiempo global

Es un poroto: al lado de Morse, Bill Gates es un poroto.

En mi barrio dicen que algo es un poroto para decir que es insignificante. Y la palabra poroto es un placer: la pe restalla, las O sugieren, los labios protuberan. En estos días la frase me da vueltas: comparado con el invento del señor Samuel Morse, Internet —la fijación contemporánea— es un auténtico poroto.

Samuel Finley Breese Morse había nacido en Boston a fines del siglo XVIII, hijo de un pastor calvinista y geógrafo que descendía orgulloso de los primeros invasores: todos muy serios, muy religiosos, muy conservadores. En Yale estudió teología, matemáticas y “ciencias de los caballos”, pero prefirió dedicarse a la pintura histórica: componía —­con gran respeto por las reglas clásicas— retratos de ricos, escenas mitológicas, tartas con su nata. Y al mismo tiempo se fascinaba con asuntos tan nuevos, tan hipotéticos como la electricidad.

Oscilaba. Sin dejar de pintar se lanzó a experimentos, pero nadie sabe cómo encontró su idea decisiva. Años antes un británico, William Sturgeon, había inventado el electroimán: un trozo de hierro que se carga de magnetismo —y atrae otros metales— cuando recibe una descarga eléctrica. Morse imaginó que esos movimientos podían transformarse en un lenguaje: todo estaba en manejar las descargas para que movieran una aguja con sentido. Un impulso corto sería un punto, uno más largo una raya, y entre puntos y rayas reprodujo el alfabeto —y lo llamó Código Morse. Solo le faltaban generadores y cables que pudieran llevar esos impulsos fuerte y lejos; tras años de fracasos lo logró.

En 1843, a sus 52, su Gobierno le dio un dinero para tender 60 kilómetros de cable; el 1 de mayo, la noticia de la nominación de un candidato conservador a la presidencia viajó desde Baltimore, donde sucedía, a Washington, donde aún no, en cuestión de segundos. El mundo había cambiado y todavía no lo sabía. La era de la información había empezado.

La técnica estaba, faltaban herramientas. En unos años las llanuras de América se llenaron de postes con sus hilos, se vaciaron de búfalos; en 1856 se inauguró el primer tendido transatlántico, 4.000 kilómetros de cable submarino entre Londres y Nueva York. Era una obra colosal y, por supuesto, naufragó. Pero 10 años después su sucesora ya estaba funcionando y un inversor americano podía jugar en tiempo real en la Bolsa de Londres —o mandar un poema a su amante británico.

Fue una explosión. Hacia 1900 la Tierra estaba surcada por 300.000 kilómetros de cables telegráficos, electricidad convertida en letras. Phileas Fogg ya podía dar la vuelta al mundo en 80 días; una noticia podía hacerlo en 80 segundos. Por primera vez en la historia la palabra fue más rápida que el hombre. El discurso se volvió etéreo, la información le ganó a la materia.

Es difícil exagerar el cambio que eso produjo: creó la simultaneidad, inventó otra forma del tiempo. Antes del telégrafo, algo que sucedía en Madrid tardaba dos o tres meses en existir para un habitante de Buenos Aires. Un rey de España —algún Felipe— seguía reinando en Perú mucho después de muerto porque nadie en Perú sabía que se había muerto. Con el telégrafo, las cosas empezaron a suceder al unísono, en un tiempo cada vez más global.

Samuel Morse fue rico y famoso y se murió a sus 80, venerable. Tenía hijos y nietos y condecoraciones y una barba de prócer. Había cambiado el mundo, pero no de ideas: seguía siendo un señor conservador que defendió la esclavitud —“La posesión de esclavos es una condición sin ninguna característica moral particular, no más que ser padre o empleador o gobernante”— y detestaba que su país se llenara de católicos y otros migrantes de segunda: “Debemos tapar el agujero en nuestro barco por el cual entran esas aguas fangosas que amenazan con hundirnos”.

Había perdido, samurái triste, casi todas sus guerras: es difícil ganarlas cuando uno quiere cambiar y conservar al mismo tiempo.

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