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carta blanca
Columna
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Querida Dulce María

Me fui despidiendo. No he olvidado tus últimas palabras: “Todo lo bueno de mi vida me ha venido de España”. Siempre te recordaré

He leído en El País Semanal del 5 de julio el reportaje de Mauricio Vicent en el que habla del estado actual de tu casa de La Habana y al momento he recordado la visita que te hice el 30 de julio de 1996, en esa misma casa de El Vedado protagonista del artículo. Fui hasta allí para felicitarte por el Premio Cervantes que te habían concedido y también para comunicarte la muerte de nuestra amiga común Carmen Conde. Me dijiste: “Me lo figuraba. Creo que llevaba tiempo afectada por un medicamento que tomó, según me escribió. Ya decía yo, ¿cómo es posible tanto silencio?”. Te conté cómo habían sido sus últimos días, y cómo en el Ayuntamiento de Cartagena creó una fundación con el nombre de “Carmen Conde y Antonio Oliver”, y nos detuvimos en la muerte de Antonio, “estaba tan enamorada”, comenté, y me rectificaste: “No diría yo tanto…”.

Hablamos de tus viajes de juventud a España, de la condecoración que te había concedido el Gobierno español, aclaraste que no era por tus méritos sino por los amigos que Carmen tenía, pese a que el franquismo la tuviera en un exilio interior, semejante al tuyo ahí en La Habana.

Sentados frente a frente, con tu bastón cruzado sobre los brazos del sillón, con una bata de casa, unos calcetines blancos a media pierna y una complacencia y un cariño que siempre te agradecí, me fuiste hablando de los recuerdos que tenías de los dos grandes poetas españoles amigos de tu familia: Lorca y Juan Ramón.

“Lorca venía mucho a casa porque estaba enamorado de mi hermano mayor, que era abogado”, dijiste. Quién iba a pensar que, cuando os visitó a su vuelta de Nueva York, llegó tan temprano que tu hermano Enrique se levantó de mal humor porque le había hecho madrugar. Me contaste cómo Enrique esperaba a un cliente al que confundió con Federico y al verlo le dijo: “Firme aquí”, y Lorca firmó. Al presentarse le espetó: “Me ha estropeado este escrito, lo tengo que repetir”. Según me comentaste, habías escrito una crítica burlesca con el ánimo de que Federico no la leyera, pero tu hermano, que no le hacía caso porque era muy mujeriego, se la dio a leer y Lorca comentó: “Dile a Dulce que es lo mejor que ha escrito”; te debiste enfadar mucho con la broma. Recuerdo oírte decir que se hizo muy amigo de tu hermana Flora, a la que le regaló el original de Yerma, y también de tu hermano menor, Carlos Manuel, de quien Federico decía que era el mejor poeta de la familia “sin escribir nada”. A este le entregó el original de El público.

De Juan Ramón me contaste que era un “majadero”. “La que valía mucho era Zenobia, un encanto. Juan Ramón no hubiera llegado tan alto sin su ayuda. Venía a casa para telefonear a su madre, se pasaba horas hablando sin preguntarle por su salud, solo le hablaba de lo mal que él se encontraba”.

Nuestra conversación terminaba; tu vieja sirvienta te preparaba la cena, con esos saquitos de arroz y el medio litro de aceite que mensualmente te entregaba el Gobierno cubano. “Yo no tengo que administrar nada, es muy cómodo”, dijiste. Me fui despidiendo. No he olvidado tus últimas palabras: “Todo lo bueno en mi vida me ha venido de España”.

Siempre te recordaré, Dulce María.

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