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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado
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Puños en alto contra el ‘monopoly’ racial

Cuando veamos a un negro pedir aire durante nueve minutos hasta su muerte, no pensemos solo en la brutalidad de un policía blanco, sino en que ese tiempo son años de oxígeno privado a toda una comunidad

Un manifestante sostiene una bandera de Estados Unidos durante una protesta del movimiento Black Lives Matters en Nueva York el 23 de junio de 2020.
Un manifestante sostiene una bandera de Estados Unidos durante una protesta del movimiento Black Lives Matters en Nueva York el 23 de junio de 2020. Brian Branch Price

Puños en alto, rodillas al suelo y gritos de rabia. Cristales rotos y televisores que huyen a la carrera. Batallas campales contra la policía. Todo por nueve minutos y un muerto. La fotografía no hace justicia a la batalla racial. Pero como siempre, necesitamos una imagen en movimiento para entender el ayer, el porqué y el ahora. Así que juguemos, por unos segundos, una partida que se remonta centenares de años. Bienvenidos al monopoly, un juego que acaba con centenares de miles de manifestantes pacíficos pidiendo justicia social, centenares de alborotadores que rompen cristales mostrando su rabia y decenas de personas que arrastran tras ellos sus televisores aprovechando, probablemente, la única oportunidad que tuvieron de poseerlos.

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El juego, propuesto por Kimberly Jones, activista estadounidense por los derechos de las minorías raciales, es un monopoly un tanto especial. Uno en el que la riqueza de cada partida se acumula para la siguiente y en el que, durante las quinientas primeras partidas algunos de los jugadores trabajan para aumentar, no su riqueza, sino la de sus contrincantes. Obviamente, durante las primeras 500 partidas, el resultado es predecible: el primer grupo no ha conseguido edificar ni las alcantarillas mientras que los segundos son dueños del Paseo de la Castellana, del Prado y de Fuencarral, todos ellos con espléndidos hoteles que facturan sin medida a sus propios compañeros y edificados sobre el sudor de la “bondad” forzada de sus oponentes.

La obviedad de una injusticia tan abrumadora hace que, poco a poco, se cambien las normas del juego y se permita que todos los jugadores trabajen para sí mismos. Pero no todos los participantes están de acuerdo, se han acostumbrado durante tanto tiempo a no tener contrincantes y a que estos trabajen para ellos, que se resisten a perder sus privilegios. Queman sus hoteles, destruyen sus calles e incluso acaban por pisotear, cucurucho en cara, la dignidad de sus oponentes. Las partidas van pasando y su actitud, aunque persiste, comienza a ser apagada por el resto de jugadores. Un día, por fin, las normas se cumplen. Ya todos podemos jugar en pie de igualdad: el monopoly, es finalmente justo, ¿o no?

Los resultados de este particular monopoly son, cuanto menos chocantes. Según Brookings Institution, la diferencia entre la riqueza de las familias blancas respecto a las negras en Estados Unidos es hoy, en 2020, mayor que hace cien años, cuando los negros aún recordaban el peso de las cadenas. La riqueza mediana de una familia negra era en 2016 de 17.150 dólares americanos frente a los 171.500 de una familia blanca. Y desde la crisis del 2008, la riqueza de las familias negras en EE. UU. ha caído un 44,3% entre el año 2007 y el 2013.

Pero no todo es riqueza en este juego de mesa. Los negros suponen un tercio de la población penitenciaria (multiplicando por tres la proporción racial). Además, los nueve minutos y un muerto, no son un caso aislado, alrededor de mil personas mueren al año a manos de la policía en Estados Unidos (tres veces más que los muertos por tiroteos) y de estos, las posibilidades de que la víctima sea negra son tres veces mayores que las de sus coterráneos blancos.

Está claro que la partida describe las reglas de Estados Unidos, pero en nuestra acogedora y tierna Europa también impusimos nuestras propias normas. Y estas tienen consecuencias. En Bélgica, una persona con un nombre racializado tiene un 30% menos de posibilidades de ser llamado a una entrevista. En España, pese a que el porcentaje de mujeres nativas y migrantes con formación universitaria es similar, las segundas ocupan el doble de puestos de baja cualificación. Y en el Reino Unido si no eres blanco, tienes el doble de posibilidades de estar desempleado.

Todas estas cifras no derivan de una perversidad o incapacidad innata de la población negra para desarrollar sus capacidades. Derivan de una historia que ha oprimido y violados sus derechos, coartando las capacidades de sus miembros de desarrollarse como iguales; de la preeminencia de una serie de sesgos raciales que se reproducen en todos los estamentos de la sociedad y de las instituciones que infligen siempre el precio más alto en personas racializadas; de un modelo de promoción social escondido tras “el cuco” del mérito, que oculta los privilegios (de raza, de clase y de género) como principal mecanismo para la promoción de la riqueza.

Decía Rawls que nadie es merecedor de sus capacidades innatas ni de su punto de partida favorable dentro de la sociedad, todas ellas son fruto de la fortuna y no de nuestros méritos o virtudes. El mayor determinante de nuestra posición en una sociedad sigue siendo hoy nuestro apellido, el sexo, el lugar donde nacimos y la familia en la que, por azares del destino, tuvimos la suerte en caer. Pero de la misma manera en que no somos merecedores de nuestros puntos de partida, sí lo somos, como individuos y como sociedad, de generar los instrumentos y las condiciones para que esas desigualdades sean corregidas.

Según Brookings Institution, la diferencia entre la riqueza de las familias blancas respecto a las negras en Estados Unidos es hoy, en 2020, mayor que hace cien años

Así que cuando veamos a un negro pedir aire durante nueve minutos hasta su muerte, no pensemos  solo en la brutalidad policial de un policía blanco, sino en que esos nueve minutos son horas, días, años de oxígeno privado a toda una comunidad que ve como su situación de conjunto sigue siendo escandalosamente desigual. Cuando juzguemos a los manifestantes alrededor del planeta pidiendo justicia racial, recordemos nuestras 500 partidas de monopoly trucado. Cuando criminalicemos a los jóvenes envueltos en las reyertas contra la policía, pensemos en cuántas veces estos fueron discriminados, golpeados o dejados de lado por un sistema que los criminaliza y cuyos caminos están trazados casi desde el día en que nacieron. Entonces, y solo entonces, sabrémos por qué #BlackLivesMatter y saldrémos a la calle con el puño en alto.

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