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¿Tomamos una caña?

Cachete Jack

En las terrazas se aprende a vivir. En ellas se enseña a beber, a relacionarse y a sentir. Así evoca un joven músico las añoradas reuniones con amigos en torno a una mesa llena de birras que vuelven a las calles tras el confinamiento.

SÁBADO 29 de febrero. El primer día de primavera anticipada. Quedé a comer con Martín en un mexicano. Nos pusimos finos: ninguno de los dos había desayunado, así que fue un homenaje de picante y margarita. Con la sonrisa boba salimos a la calle. El sol nos calentaba la cabeza, evaporaba la rutina; en nuestra felicidad, el invierno se nos deshacía como un papel mojado y podíamos quitarnos capas de ropa y dorar un poquito la piel blanca. La tarde fue pasando, llegaron más amigos, bebimos en las terrazas. Todo estaba para estrenar: los bancos, las aceras, las copas, el atuendo ligero de entretiempo. La gente era guapísima, yo me bebía una cerveza y pensaba que España era, esencialmente, un país de gente guapa y feliz. Cada uno con sus roñas, su trinchera, pero sobre todo personas alegres disfrutando de la caricia del sol. Me sentía plácidamente enamorado. Luego Á. me regaló unas entradas para ver a Calamaro en París y mi patatilla gabacha petó de la emoción. Ahora reposan sin futuro en la mesilla de noche.

Sin saberlo, aquello fue una despedida. Los amigos pasaron a las largas e insatisfactorias conversaciones de pantalla. La calle se ve pero no se toca, como el final del encierro, siempre al horizonte. No quiero ni pensar en cómo estarán los dueños de las terrazas, que se han quedado a media asta. Deseo de todo corazón que puedan sobrevivir. Ahora sus mesas y sillas de metal hacen monstruitos tristes encadenados frente al bar, limitadas a ciertos porcentajes. Qué gélidas están así las plazas. Me parece que nuestras ciudades, incluso las más grandes, son placitas sucesivas, urbes universales y a la vez bien recogidas, donde el concepto de comunidad (familia, amigos, trabajo, vecinos…) es más que un sustantivo abstracto.

Sabiendo que a mi alrededor todo está en calma, me abstraigo del horror y ansío el contacto humano. Lo social, que se ha parado. Los más clásicos conocerán este proverbio latino: in vino veritas, in aqua sanitas. En el vino está la verdad, en el agua la salud. Ni que decir que se equivoca por completo. No busco destacar las propiedades antioxidantes de la uva, de sobra conocidas; solo señalar que nuestra salud, la buena, la que impedía que nos tiráramos por un puente cada lunes, le debe más al rioja bajo el toldo que a un estoico manantial.

La terraza es nuestra sofisticación de los primeros fuegos humanos, un lugar donde reunirse y contar historias

Ahí hemos aprendido a vivir. En la terraza hay una educación alcohólica, social y sentimental. Se enseña a beber, se enseña a convivir y se enseña a relacionarse. El padre le ofrece al niño un pequeño sorbo de su copa; ese muchacho adolescente empieza a gustar la vida de una forma responsable; atento, escucha hablar, y en esa mesa descubre los chistes, las pullas, los piropos, el arte de la conversación; ya por último, cuando crece un poco, viene a conocer amores, amistades, dramas y demonios, y los que no vive se los cuentan en la terraza aquellos que tuvieron la suerte de vivirlos. La terraza es, en resumen, nuestra sofisticación de los primeros fuegos humanos, un lugar para reunirse y contar historias.

Al principio, en lo banal, echaba de menos los grandes planes. El confinamiento borró Semana Santa, Calamaro y muy probablemente el verano de festival. Hasta el viaje más pequeño, un finde en San Sebastián, se me escapaba como el último tren del día. ¡Ay, el paseíto por La Concha! Qué fértil hubiera sido la tradición del pintxo para mi humor adolescente. Pasó. Procurando consumir el mínimo indispensable de actualidad, mi cabecita huía lejos y estos viajes fallidos eran perfectos para sentirme un poco miserable.

Sin embargo, a medida que el desastre avanzó, los viajes se me fueron olvidando, quizás por ser tan realizables como un trayecto a la Luna. Esta pausa nos evoluciona a todos. Hoy, más cerca del final, me está creciendo una melancolía nueva. Ya he sometido al lloriqueo la cancelación de hotel. Las luces del norte no me importan, ni esa dulce sensación de evadirnos del mundo. Están perdidos hace tiempo. Lo que ahora echo de menos es fantasear frente a una birra. La emoción, la expectativa. Había un aire de relajación del que yo no era consciente. Imposible serlo entonces. Esa felicidad. Solo su ruido al marcharse me dejó reconocerla, como dicen las citas que citaba Savater. Qué emoción proyectarnos al futuro. Hacernos caso. Nos abrazamos con los amigos y estuvimos hasta las mil, yo me quedé sobado en mi sofá, feliz, mientras Á. me acariciaba con una peli de fondo. En ese estado atemporal, el de la potencial felicidad, quiero vivir el resto de mi vida.

Ahora que todo acaba, que no nos pille congelados. Voy a ser un velocímetro apuntándome hacia arriba. Volveremos a hacer planes. Ya acabando primavera, habrá más reuniones. Me sentaré en la terraza con amigos, y prometo que solo hablaremos de futuro. Envalentonados de cañas y aceitunas, empezaremos a tejerlo, y de nuevo vendrá esa sensación hermosa. Empujar la vida hacia delante. Solo cambiará un detalle. Habremos olvidado ya la lluvia y la Semana Santa. Nuestro calendario será un sueño azul de postal mediterránea. Adiós, primavera, adiós. Le daré verde a los pinos y amarillo a la genista. Te vamos dejando ir. Estaremos construyendo un verano anticipado.

Isla (Madrid, 1994), cantante del grupo Chelsea Boots y autor del libro Buenas noches (Círculo de Tiza), pasó la noche previa al confinamiento en una terraza con amigos.

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