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Columna
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La cara más cruel del coronavirus

Los protagonistas de la cara nueva de la epidemia son nuestras mascotas, que están siendo abandonadas a su suerte por un temor sin fundamento

Juan Arias
Una mujer juega con sus mascotas en Roma, tras varios días de encierro por el coronavirus.
Una mujer juega con sus mascotas en Roma, tras varios días de encierro por el coronavirus.YARA NARDI (REUTERS)
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En la tragedia global de la pandemia del coronavirus, que amedrenta y mata, existe un drama añadido. Es quizás su rostro más sombrío, su cara más cruel, porque nos despoja de la compasión que es el corazón de la convivencia.

Los protagonistas de esa cara nueva de la epidemia que a todos nos aqueja son los animales, nuestros compañeros de vida, que están siendo abandonados a su suerte en muchos países por un temor sin fundamento médico ni científico, según ha confirmado la Organización Mundial de la Salud, de que también ellos puedan contagiarse.

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De China a España, esos animales que hasta ayer nos ofrecían su cariño están siendo muchas veces arrojados de las casas cuando no sacrificados como están denunciando los veterinarios. Es un holocausto hijo de un pánico irracional. ElDiario de Barcelona titulaba días atrás: “Se abandonan perros y gatos, y en los casos más extremos los tiran por la ventana”.

Los humanos somos a veces tan absurdos que aquellos que podrían ser un motivo de compañía en la hora de la enfermedad los alejamos de nosotros, abandonándolos a su suerte. Y quien es capaz de abandonar a sus mascotas podría acabar abandonando también a los ancianos, los más vulnerables a la epidemia, condenándolos a un aislamiento psicológico.

En esta hora de peligro de psicosis y de depresión son precisamente los psicólogos y psiquiatras, además de los médicos, quienes están recomendando medidas especiales que nos vacunen contra el miedo y la depresión. Y es justamente la compañía amorosa de nuestras mascotas una de las recetas más valiosas para grandes y pequeños. Hay países, como el Reino Unido, que desde hace tiempo permiten y hasta estimulan que los enfermos puedan recibir en los hospitales la visita de sus amigos animales para aumentar sus defensas y alegrar sus horas de dolor y soledad.

En los hospitales y también en las cárceles. Recuerdo que en una prisión de Barcelona dejaban a algunos detenidos tener en sus celdas a un perro del que debían cuidar. Según los psicólogos de la cárcel aquella presencia y cuidado del animal ofrecía resultados visibles en el comportamiento del detenido. Algunos de ellos, cuando les llegaba la hora de retomar la libertad, preferían quedarse en la cárcel antes que tener que abandonar a su mascota.

La crueldad con esos animales de compañía en estas horas de preocupación mundial, lanza una sombra de desamor sobre nuestra condición humana. Pero como hasta en los antros más lúgubres de la crueldad pueden aparecer rayos de esperanza inesperados, también estos días la anécdota que leí en un periódico italiano, de una niña de cinco años, me reveló que en el mundo de los sentimientos no todo está perdido. La historia es simple, pero luminosa. La niña había escuchado en familia que a su abuelo debían aislarlo en un cuarto porque había resultado positivo en el examen del coronavirus. La pequeña se dirigió a la madre y le dijo: “Mamá, yo quiero ser también contagiada y hacer compañía al abuelo para que no se quede solo”.

Como decía el lúcido escritor italiano Leonardo Sciascia: “ni la infancia es inocente”. Pero también es verdad que sus sentimientos están menos contaminados que los nuestros, porque no han tenido tiempo de envenenarse con nuestra maldad adulta. Volver los ojos en algunos momentos a nuestros pequeños nos ayudará a oxigenarnos de nuestros virus de egoísmo, que son peores que los físicos porque nos convierten en vivos muertos.

Esa niña anónima es como un arcoíris en medio a la tormenta de la nueva epidemia que retumba amenazadora en todo el planeta, lo crea o no el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, que está avergonzando, desafiando y asombrando hasta a muchos de sus seguidores con sus gestos de desprecio y de irresponsabilidad frente a la tragedia que nos atenaza. Que alguien, por favor, sea capaz de detener su locura, porque como escribió Abraham Lincoln: “pecar por el silencio, cuando se debería gritar, nos transforma en cobardes”.


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