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Gina Rippon: “No tiene sentido preguntarse si un cerebro es femenino o masculino”

La profesora de Neuroimagen Cognitiva de la Universidad de Aston hace trizas el término “neurobasura”, que malinterpreta datos científicos para demostrar erróneamente que hombres y mujeres son diferentes

La científica Gina Rippon, el jueves, en Temple Court, Londres. carmen valiño
La científica Gina Rippon, el jueves, en Temple Court, Londres. carmen valiñocarmen valiño
Rafa de Miguel

Gina Rippon (Essex, Reino Unido, 70 años) no soporta que le digan que los hombres son de Marte y las mujeres de Venus. “Hombres y mujeres son del planeta Tierra”, responde esta profesora de Neuroimagen Cognitiva que ha provocado un terremoto en la comunidad científica con su libro El género y nuestros cerebros, de la editorial Galaxia Gutenberg. Con una mirada inteligente, sonrisa perpetua y tono educado y calmado, Rippon hace trizas la “neurobasura” —el término acuñado por ella— que lleva años malinterpretando datos científicos parciales para demostrar que hombres y mujeres son diferentes. “Ya no tiene sentido preguntarse si un cerebro es femenino o masculino. Si miras toda la información recabada sobre miles de cerebros, la conclusión es que la mayoría de datos de ambos géneros se solapan enormemente”, defiende.

Pregunta. ¿Se sigue investigando el cerebro a partir de un prejuicio?

“Hay mujeres que defienden que ellas son más empáticas que ellos. Pero ser mujer no te garantiza ser más empática”

Respuesta. Sigue existiendo ese prejuicio. En mi libro lo denomino “la agenda de la diferencia”. Así comenzó todo. La diferencia siempre se dio por descontada. Nunca se cuestionó si realmente hombre y mujer tenían cerebros diferentes. Era un apriorismo. Como tenían posiciones distintas dentro de la sociedad, los científicos que comenzaron a investigar el cerebro se dedicaron a demostrar de dónde venía esa diferencia. El statu quo no se discutía. Las mujeres eran seres inferiores y se trataba de hallar el modo de demostrar que sus cerebros también eran inferiores.

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P. Hasta que se llegó a la “teoría de la complementariedad”, un poco más presentable.

R. Exacto. Un modo de reconfigurar las descripciones extraordinariamente duras que se habían hecho durante los siglos XVIII y XIX. Se trataba de describir las maravillosas habilidades que tenían las mujeres, que les hacían ser esposas perfectas o madres perfectas. Todavía encontramos rastros de ese pensamiento en la literatura científica actual. La idea de que las mujeres están preparadas para desarrollar ciertas tareas, en contraposición a los hombres, que tienen habilidades diferentes.

P. También hay mujeres que piensan así, que presentan esa diferencia como ventaja.

R. Y ese es uno de los mayores frenos a lo que defiendo en mi libro. Esas mujeres que defienden que ellas son más empáticas, o que son mejores a la hora de crear vínculos sociales. E intentan convencer a todas esas empresas “aburridas” y “poco femeninas” de que necesitan gente con más empatía. ¿Pero sabes qué? Ser mujer no te garantiza necesariamente ser más empática.

P. ¿Y ha llegado a la conclusión de que quizá sea más útil defender la igualdad desde la ciencia que desde la política?

R. No era mi objetivo inicial. Simplemente, me fascinaba todo lo que aportaban las nuevas técnicas de neuroimagen. Pero a la vez me perturbaba comprobar cómo muchos de los nuevos datos eran claramente malinterpretados o expuestos erróneamente. Una de las ideas que combatí desde un principio era la de que, como punto de partida útil, hombres y mujeres eran distintos dentro de la sociedad. Si observas, por ejemplo, las patologías de esa misma sociedad, como los episodios de depresión o desórdenes alimentarios en las jóvenes o el índice de suicidio de los jóvenes, entiendes que los estereotipos universales creados no funcionan igual de bien para todos. Dejas de preguntarte si existe un cerebro masculino y otro femenino, y te centras en averiguar qué tipo de impacto tiene la sociedad sobre un cerebro en desarrollo. Porque quizá sea esa finalmente la razón de todas las diferencias que asumimos.

P. “La biología no es el destino”, afirma usted. Las experiencias externas influyen más en un cerebro que el sexo de su propietario.

R. Niños y niñas reciben juguetes diferentes, y eso se ha demostrado que tiene una gran influencia. La hemos podido rastrear en el tiempo. Los niños que juegan con construcciones como el Lego desarrollan habilidades espaciales que pueden conducirles a estudios de ciencia y hacia profesiones relacionadas con ella. Cuando descubres diferencias de sexo en las habilidades espaciales, lo que debes preguntarte es qué tipo de formación han tenido en ese campo las personas que estás observando. Si te centras en eso, descubres que las diferencias de sexo desaparecen. Nuestras experiencias tienen género. Creo, por ejemplo, que la industria de los juguetes en el siglo XXI está mucho más marcada por el género de lo que lo estaba antes.

P. Y junto a la experiencia, la actitud. La del propio niño y la de los que le rodean.

R. Porque el cerebro es permeable y maleable. La actitud es muy importante, y construye cimientos muy poderosos. Si tratas a niños y niñas de manera distinta desde el principio, el resultado es obvio. Yo defino a los niños como “fantásticos detectives de género”. Se preguntan a sí mismos qué se supone que deben hacer si son un niño o una niña. Y se esfuerzan por pertenecer al grupo en el que se les ha adscrito. Si las niñas deben ser ordenadas y prudentes, y los niños más brutos y valientes, harán lo posible por encajar en esa descripción.

P. Habla usted del “sesgo inconsciente”, que existe aún en personas que se ven a sí mismas como ecuánimes. ¿Y si lo que hace que alguien se ponga a la defensiva fuera un enfrentamiento agresivo, una perceción de que en el fondo hay una lucha por el poder?

R. Hay una gran frase, que no recuerdo ahora quién la pronunció, que dice que si siempre has vivido una vida de privilegios, la igualdad puede parecerte opresiva. Si perteneces al grupo al que siempre le han ido bien las cosas, que siempre ha ascendido, es difícil comenzar a entender que vas a tener que renunciar a algo de eso. Entiendo que la idea [de la igualdad] incomode a muchos y haga el debate agresivo, pero no tiene por qué ser necesariamente una lucha de poder. Hay otro modo de verlo. Puedes aspirar a una plantilla de empleados más diversa, con mayores niveles de atención, con mejores resultados y más éxito. A la larga, es beneficioso para todo el mundo.

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Sobre la firma

Rafa de Miguel
Es el corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda. Fue el primer corresponsal de CNN+ en EE UU, donde cubrió el 11-S. Ha dirigido los Servicios Informativos de la SER, fue redactor Jefe de España y Director Adjunto de EL PAÍS. Licenciado en Derecho y Máster en Periodismo por la Escuela de EL PAÍS/UNAM.

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