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carta blanca
Columna
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Querida sobrina

Con 4 años no terminamos de aprender, ni con 50. Seguimos equivocándonos, teniendo impulsos secretos y confesando errores.

ANA, MI QUERIDA sobrina, ya te lo han dicho tus padres, pero yo te lo vuelvo a repetir: no puedes meterte cosas dentro de la nariz. La verdad, no lo entiendo, pero además no eres la única personita que termina en urgencias con un pequeño objeto atascado en el fondo del conducto nasal. Cuando hago talleres en las bibliotecas o en las escuelas, siempre ando pendiente de que los niños de tu edad no se metan objetos ni en la nariz, ni en la boca, ni en los oídos. ¿Qué extraño impulso os lleva a querer esconder las cosas más pequeñas dentro de vosotros? Todo lo miráis fascinados. En los parques, ya desde que gateáis corremos a sacaros la tierra de la boca; os gusta mordisquear los lápices, saborear las minas de colores o los pedacitos de goma de borrar. Todo es susceptible de acabar en vuestras fauces, como si fuerais los temibles dragones de los cuentos de hadas que estornudan chispas y humo denso. A veces, os parecéis a las ballenas que abren la boca inmensa y en su bostezo de agua se tragan a los náufragos o a los pescadores.

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Corazón de madre
Querida estudiante de Medicina

Llamé a tu madre y me dijo que no podía hablar, que estaban en urgencias contigo porque te habías metido un trozo de corcho blanco en la nariz. Me explicó que era uno de esos con los que envuelven los objetos delicados para que no se rompan. Lo encontraste en el descansillo de la escalera y lo escondiste en tu manita cerrada. Sabías que las cosas del suelo no deben cogerse. Pero ese trozo blanco, ese corchito redondeado parecía una perla, el tesoro olvidado de una de las sirenas que habitan en el fondo del mar. Te lo llevaste a tu cuarto escondido, lo mirabas encantada, fingías jugar mientras le dabas vueltas con las yemas de los dedos; y de pronto lo deslizaste por la nariz, y luego te diste cuenta de que se había quedado dentro, trabado en el fondo de tu respiración. Pensaste entonces que era mejor confesar cuanto antes que tenías un tesoro atascado. Y mira que te habían dicho que no lo hicieras. Te tuvieron que llevar al hospital. Las urgencias se llenan de niños como tú, empeñados en guardarse dentro los pequeños objetos prohibidos. Te dolió bastante cuando por fin te lo sacaron. No supiste explicar el impulso que te llevó a usar ese escondite, y prometiste no volver a hacerlo. El médico tranquilizó a tus padres, y volvisteis a casa agotados después de pasar horas en urgencias. Fue entonces cuando tú misma, tratando de borrar el penoso episodio, aseguraste que la nariz ya no, nunca más, que tal vez el oído. A tus padres aquella sugerencia no les hizo ninguna gracia. Yo creo que con 4 años no terminamos de aprender, pero te aseguro que ni con 50. Seguimos equivocándonos, teniendo impulsos secretos y confesando, avergonzados, todo tipo de errores. Pero recuerda: ni nariz, ni boca, ni oído.

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