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La memoria del sabor
Columna
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El uchujakuapi de Estelina Quinatoa

La cocina de Estelina encarna mucho más que la reivindicación de la identidad del pueblo otavalo, también es guardiana del mestizaje gastronómico nacido con la llegada de los castellanos

Estelina Quinatoa en su casa de Peguche, Ecuador.
Estelina Quinatoa en su casa de Peguche, Ecuador.Adrián Sánchez

Es domingo y los otavalo pasean las calles de Peguche, en el norte de la sierra de Ecuador, luciendo orgullosos los vestidos, tocados, colas de cabello adornadas y trenzas que los distinguen como miembros de uno de los pueblos originarios que forman la nacionalidad kichwa. Tuvo fama de pueblo fiero y resistente y fue uno de los obstáculos para el crecimiento del Imperio Inca hacia el norte, que a cambio los llevó al borde de la aniquilación. Poco después acabaron sometidos por los castellanos. Se perpetuó desde entonces una historia de dominio, cuando no de esclavitud, que todavía tiene consecuencias. Alejandro Quinatoa, el artista textil que ilustró los tejidos y los ponchos de esta parte de la sierra y acabó mostrando su trabajo en exposiciones y museos, fue el primer otavalo al que se le permitió aprender a leer y escribir, bien empezado el siglo XX.

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Me lo cuenta su hija Estelina, sentada en un rincón de la vieja cocina que concentraba la vida familiar al calor de la lumbre, mientras prepara un guiso ritual llamado uchujakuapi (colada de fiesta), basado en el maíz amarillo de la zona. Estelina Quinatoa es la responsable del patrimonio cultural del Ecuador; tal vez sea la indígena que ocupa un lugar más destacado en la administración del país. El guiso es realmente elaborado y se basa en un caldo en el que se han cocido tres pollos de campo, los retiraron cuando estaban tiernos, apartaron una parte del caldo para dejarlo enfriar y disolver en él unos buenos cucharones de uchujacu, una molienda de maíz amarillo seco que puede contener una decena de granos diferentes. Antes de molerlo se ha tostado en un tiesto con cebada, arvejas, habas secas, achiote y comino. Resulta una harina finísima, especial para una preparación de rango. Es un guiso de fiesta y exige refinamiento y abundancia; comerán asistentes, vecinos y cualquiera que pase por allí.

El maíz disuelto acaba sobre el caldo hirviendo y Estelina lo mueve con un gran cucharón de madera hasta que espesa. Me lo da a probar y es de una finura y suavidad que no esperaba. Está claro que no es una receta humilde; entraña una sofisticación que hace pensar. Lo mantiene al fuego mientras hablamos de lo que ha rodeado su vida y la de su pueblo, antes de empezar a servirlo, añadiendo en la escudilla dos papas cocidas y una presa de pollo. La delicadeza del guiso, el punto de cocción del pollo y la selección de las materias primas hablan de una de esas preparaciones que trascienden a la pelea diaria por la supervivencia. Es una falta de respeto dejar algo, pero no hace falta que te fuercen.

Nunca hubo mesa en las tradiciones otavalas. Cada quien tenía su escudilla y comía sentado en el poyete que recorre la pared de la cocina. Hoy tenemos mesa y el uchujakuapi la comparte con un maíz tostado al fuego en un tiesto de barro, llamado uchufakamlla, algunos platos de mote casado —mote mezclado con frijoles rojos— que me deja fascinado y un ají amable y cotidiano: rocoto, sal, y tomate pasados por el mortero, y un añadido de cebolla de tallo picada. Hablamos de cocina y empiezo a ver detalles saltando del plato. La presencia de arvejas, habas, cebada y comino acompañando el maíz en la molienda es el primero, el gusto por la manteca de cerdo como grasa esencial en su cocina es definitivo. Son algunos de los ingredientes que distinguían las cocinas impuestas por los castellanos, los primeros ligados a la despensa heredada de siglos de convivencia con árabes y judíos, mientras el segundo expone los hábitos nacidos con la cristianización: el cerdo como muestra de fidelidad a la fe.

Empiezo a ver la cocina de Estelina con una mirada diferente. Encarna mucho más que la reivindicación de la identidad, los orígenes y las raíces del pueblo otavalo. También son los guardianes de la cocina del mestizaje nacida con la llegada de los castellanos. Casi cada plato muestra un apasionante viaje de ida y vuelta en el tiempo y la distancia. Representa una despensa impuesta que con el tiempo sería abandonada por sus promotores, y tuvo que ser la generosidad de las cocinas sometidas la que la mantuviera viva.

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