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Tribuna
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Un amor nervioso y moderno

Pérez Galdós y Pardo Bazán tenían dos formas de ser (y de emocionarse) diferentes. Ensayaron, inciertos, un amor en el que la pasión amorosa e intelectual se atraían. Se tornaban más completas y menos predecibles

Isabel Burdiel
Eulogia Merle

Si nadie hubiera aprendido a leer, muy pocos se habrían enamorado.

La Rochefoucauld

Hace unos días, dos señores de mediana edad entraban en la exposición que la Biblioteca Nacional ha dedicado a Benito Pérez Galdós. Uno le decía al otro: “¿Te sabes aquel en que [don Benito] le decía a la gallega esa?”. Seguía uno de los habituales chistes verdes sobre la relación entre Galdós y Pardo Bazán. Es francamente curioso que en este país esa relación amorosa entre estos dos grandes escritores del siglo XIX sea objeto manido de chascarrillos más o menos rijosos. Los amores de Madame de Stäel y Benjamin Constant, los de Elizabeth Barrett Browning y Robert Browning, o los de George Sand con Frédéric Chopin y Alfred de Musset, han recibido desde luego otro tipo de atención y forman parte de la historia literaria o, incluso, de la historia tout court de sus respectivos países.

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La cosa merece ser pensada cuando se celebra el centenario de Galdós y se anuncia el de Pardo Bazán. Quizás no es inútil, para afinar nuestro sentido del humor, intentar comprender aquella relación que doña Emilia calificó como “un amor nervioso y moderno”. Un amor entre dos autores ya célebres que hablaban de literatura, se leían y contaban los argumentos de sus obras, discutían sobre los difíciles tratos con los editores; de las revistas donde publicar, de los encargos rentables o no, de otros escritores. También de los arreglos para hacerle a él académico (casi a regañadientes), mientras ella (mostrando en público su deseo) forzó a los inmortales a declarar que le cerraban el paso por ser mujer.

Lo que sabemos de su amor tiene una sola fuente documental. Las cartas de ella, fundamentalmente las escritas entre 1889 y 1891. Fue don Benito quien las conservó, destruyendo, sin embargo, algunas cartas propias, tan inflamadas que le pidió a Emilia que se las devolviese. En todo caso, la totalidad de las suyas ha desaparecido. Todavía no sabemos quiénes fueron los responsables. La voz de Galdós tan solo se oye como un eco en las cartas de Pardo Bazán, refractada por la escritura de ella. En esas condiciones, la solución más cómoda, emparentada con el chiste fácil, es menguar el interés de él y magnificar el de ella. Una percepción que han sostenido incluso algunos especialistas en Galdós y que no deja de tener su importancia, más allá de la anécdota, para los historiadores que queremos saber a quién amaban (a quién podían amar) los hombres y las mujeres del siglo XIX. Y qué nos dicen esos amores de los amores y los chistes de ahora.

Ella era una católica militante y fue carlista en su juventud. Él era liberal antes de hacerse republicano y anticlerical

Ella era una católica militante y fue carlista en su juventud. Él era liberal antes de hacerse republicano, casi socialista, y cultivó un creciente tono anticlerical. Como dijo Maura, “aunque era bondadosamente afable, resultaba seco, glacial, reservadísimo”. Doña Emilia era franca y expansiva, ácida si quería. Admiraba la libertad de costumbres de ciertos círculos aristocráticos y le sorprendía que Galdós fuese “tan nihilista e insensato” cuando escribía y “tan sensato, ministerial y burgués en la conversación”. Él tenía mala salud, ella alardeaba constantemente de lo buena que era la suya. Cuando él le reprochó una cierta frialdad en el trato íntimo, le confesó guasona: “¿Quieres que te diga la verdad? Siempre me he reprimido algo contigo por miedo a causarte daño físico; a alterar tu querida salud. Siempre te he mirado como los maridos robustos a las mujeres delicaditas y tiernamente amadas. (...) En cuanto yo te coja, no queda rastro del gran hombre. (…) Después hablaremos tan dulcemente de literatura y de academia y de tonterías”.

Galdós era alto y espigado, considerado guapo. Pardo Bazán era consciente de que no cumplía los patrones estéticos al uso: “Yo valgo muy poco estéticamente considerada, pero he mareado siempre a los que se me acercaron”. Ella sabía que él tenía otras relaciones, ocasionales o más asentadas como la que mantuvo por entonces con la modelo Lorenza Cobián. Cuando Galdós le pidió cuentas de los rumores que le habían llegado de su aventura amorosa con José Lázaro Galdiano, Emilia se la confirmó (“creía que allí era más querida”) y le pidió perdón. También le recordó lo injusto que resultaba que los hombres esperasen que las mujeres fuesen “estatuas de piedra berroqueña” ante cualquier tentación, mientras ellos consideraban normales sus devaneos. Sentía sinceramente haberle lastimado, le rogaba que no fumase mucho y le sugería que “a nadie humilla lo que hace otro, y que solo las acciones de uno honran y avergüenzan”. Él temía verse puesto en ridículo. Ella tenía “remordimientos y escozores de conciencia”. Sin embargo, quería creer que eran libres: “Hemos realizado un sueño, miquiño adorado; un sueño bonito, un sueño fantástico que (…) yo no creía posible. Le hemos hecho la mamola al mundo necio, que prohíbe estas cosas; a Moisés, que las prohíbe también, con igual éxito; a la realidad que nos encadena; a la vida que huye…”.

¿En qué consistía aquel fantástico sueño? Pardo Bazán, y quién sabe si Galdós, estaban jugando con algo profundo, histórico, que les distanciaba casi irremediablemente. El sueño de un amor entre iguales que alentó más entre las escritoras que entre los escritores. Mary Wollstonecraft, Madame de Stäel o George Sand sufrieron desengaños difíciles de gestionar, emocional e intelectualmente, cuando fueron preteridas por mujeres que se ajustaban más a los estereotipos del momento sobre la esposa respetable o la amante dependiente y entregada a la que resultaba tierno enseñar a escribir y a leer.

Fue un amor entre dos autores que hablaban de literatura, se leían y contaban los argumentos de sus obras

No se trataba de que Pardo Bazán fuese feminista (que lo era) y que Galdós fuese un machista redomado, que no lo era: le gustaban demasiado las mujeres, en el sentido más generoso e individualizado del término, como para serlo. Tampoco que, en este terreno, él fuese un hijo de su época. Ella también lo era. Lo interesante es lo que lograron crear juntos, brevemente. Tenían dos formas de ser (y de emocionarse) muy diferentes. No se trataba (solo) de que fuesen un hombre y una mujer (del siglo XIX): eran dos individuos distintos. Ensayaron, inciertos, un amor en el que la pasión amorosa e intelectual se atraían. Se tornaban más completas y más interesantes, menos predecibles, en todo caso. De ahí su nerviosismo, su modernidad y, quizás, su brevedad.

Pardo Bazán escribió sobre lo que sentía sin dramatismo, con humor y joie de vivre. Nada que ver su correspondencia con la angustiosa de Mary Wollstonecraft con Gilbert Imlay o la de Charlotte Brontë con Constantin Héger. De Galdós no tenemos las cartas de amor, pero tenemos las historias que imaginó al final de su relación: La incógnita y Realidad. Ambas giran en torno las dudas que suscita en el narrador la conducta de una dama de la alta sociedad y su relación con un crimen misterioso. ¿Podía Augusta querer lo suficiente, era buena o mala, inocente o culpable, sincera o hipócrita, pura o impura? Pardo Bazán firmó alguna carta con ese nombre: “Me he reconocido en aquella señora más amada por infiel y por trapacera. ¡Válgame Dios, alma mía! (…) Se ha hecho ello solo; se ha arreglado como se arregla la realidad, por sí y ante sí…”.

Los escritores toman préstamos de la vida, pero ninguno de ellos es la realidad, directa y lineal, si es que existe algo que lo sea. Tampoco las cartas de amor. De aquellas tan lejanas interesa sobre todo la sombra o la luz que sobre el amor arroja la palabra escrita, la ficción, los enigmas que todo lo que hacemos constituyen para los demás, incluso para nosotros mismos. Esa percepción del misterio se hace intensa al cruzar la puerta entreabierta, los horizontes posibles, que dibujaron Pardo Bazán y Galdós en el fugaz momento en que sus anhelos personales y sus mundos de ficción se cruzaron.

Isabel Burdiel es historiadora.

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