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Columna
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El silencio que nos cura

Intentamos cambiar el mundo con ruidos y convulsiones, pero solo lo salvaremos con la silenciosa entrega a la vida

Juan Arias
Un hombre mira el atardecer en Gran Canaria, España.
Un hombre mira el atardecer en Gran Canaria, España. Getty

La neurociencia —el estudio de los mecanismos del cerebro— está descubriendo la dimensión terapéutica del silencio. Dicen que, en contraposición al ruido, el silencio se rebela como un antídoto fundamental de prevención, por ejemplo, de los disturbios mentales como la depresión o el alzhéimer. También lo hace en el bienestar general del organismo, empezando por un sueño mejor y más profundo.

Esos mismos especialistas en las dinámicas del cerebro y de la memoria alertan sobre la falta de espacios de silencio en nuestra civilización, hecha de ruido, a la que en los últimos años se ha añadido el estruendo de las redes sociales. Hoy el silencio se esconde, avergonzado, en los nichos de quienes están descubriendo sus ventajas para el cuerpo y para el alma.

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Si la búsqueda del silencio fue, en su día, el objetivo de los monasterios, donde aquellos monjes que lo habían escogido vivían hasta 20 años más que la gente común, hoy empieza a ser una búsqueda de cada vez más personas aprisionadas por el ruido físico o mental.

Si, en su día, el silencio fue un lujo que se daban los poetas y los místicos, hoy su práctica se ha generalizado y es recomendada por los médicos: en forma de meditación, de ejercicios de yoga o como huida del estruendo de las grandes urbes para buscar —en la nostalgia de la aldea perdida de la infancia— el silencio de la naturaleza.

Y los niños descubren en esos oasis de paz, cada vez más escasos, el silencio del balido de las ovejas, el canto solemne del gallo o el zumbido de las abejas creando la miel, como algo inédito para ellos. Estos silencios de la naturaleza suelen ser un descubrimiento agradable para los pequeños, hijos del ruido de los motores de la ciudad.

También existen los silencios de la lectura y el barullo de la ignorancia. Se grita para ocultar las razones que nos faltan. El silencio es indescifrable pero impone respeto. En toda la literatura el silencio es tratado con distinción. El místico español, Juan de la Cruz, habla de la “música callada y la soledad sonora”. Hoy hasta la música se ha hecho ruido y la soledad infunde miedo.

Necesitamos descubrir el silencio de las plantas al crecer. Lo hacen en un silencio cósmico. Brotan, crecen y se revelan siempre en silencio. Conseguir escuchar la voz de una flor que va abriendo sus pétalos a la luz, es vana tarea. Florecen en el silencio absoluto. Goethe, el gran poeta y científico alemán, admiraba, extasiado, en el alféizar de su ventana, “el lento despertar de la vida en silencio”.

Rumi, el místico islámico sufí, escribió que el silencio es “el lenguaje de lo divino”. Y en el libro de Job se puede leer: “Guarda silencio y yo te enseñaré la sabiduría”. El silencio es el corazón de fuego de donde nacen las palabras más preñadas de vida. El ruido es un saco de nueces vacías.

Las palabras, algo sobre lo que saben muy bien los poetas, se engendran más en el silencio que en el ruido. Aún escritas en el ruido de nuestra civilización, el silencio precede a la poesía y la fecunda. Algo así como el silencio imperceptible de las manos del tornero modelando el barro hasta convertirlo en bella escultura.

Muchos de los males de la mente son producidos por exceso de ruido, según los especialistas. Existen ruidos que descomponen la mente y la arrastran a la depresión, y silencios que nos recomponen y armonizan. Las enemistades son ruido. Los abrazos son silencio.

El silencio es el poema escrito en la tela del infinito. La amistad y el perdón son un silencio sonoro. El odio es el ruido que nos carcome desde adentro.

Hay ruidos que son silencios profundos como el del viento golpeando la cara en medio de las dunas del desierto, o el de las piedras que arrastra el agua limpia de un arroyo de montaña. Se crea en el silencio de la vida que germina y se destruye en el estruendo de las guerras.

El ruido nos arrastra a olvidar quienes somos y el silencio nos revela. Intentamos cambiar el mundo con ruidos y convulsiones, pero solo lo salvaremos con la silenciosa entrega a la vida.

Para finalizar esta columna fui a buscar un poema clásico sobre el silencio. Escogí uno de la colección del gran escritor y poeta uruguayo, Mario Benedetti. Son solo cuatro versos y resumen la infinita literatura sobre el silencio y sus bellezas. Titulado El silencio, sin adjetivos, escribe Benedetti:

Qué espléndida laguna es el silencio

Allá en la orilla una campana espera

Pero nadie se atreve a hundir un remo

En el espejo de las aguas quietas.

El silencio está siempre muy cargado de palabras sin pronunciar. Aquí, en este sucinto poema, Benedetti propone la preciosa metáfora de las campanas y el remo de la barca que no osan interrumpir el silencio sagrado del lago.

Felices silencios, creativos de paz y diálogo, para mis lectores en este 2020 que ya ha empezado a correr ruidoso con el temor de la explosión de nuevas contiendas mundiales. Si Moisés fue capaz de para el sol durante un día, como cuenta la leyenda bíblica, que nosotros también seamos capaces de detener las manos suicidas de quienes aún siguen amando el estruendo de la guerra más que el silencio de la paz.

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