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Columna
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Comida de pobres

La historia suelen hacerla los desposeídos, esos que no cuentan hasta el día en que deciden contar

Voluntarios organizan donaciones de bancos de alimentos de varias provincias en un almacén de Barcelona, en 2018.
Voluntarios organizan donaciones de bancos de alimentos de varias provincias en un almacén de Barcelona, en 2018.Ramon Costa (Getty Images)
Enric González
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El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Codicet) efectúa un experimento interesante. Un politólogo y dos nutricionistas llevan 100 días alimentándose con un presupuesto mensual de 4.886 pesos. Esa cantidad, unos 70 euros al cambio, es la que según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos permite vivir en, digamos, una pobreza digna, sin caer en la indigencia. El experimento durará un semestre, pero harán falta relevos. Las dos nutricionistas se han dado de baja por recomendación médica: han perdido mucho peso y corren riesgo de anemia y osteoporosis. El politólogo sigue de momento, aunque se le hayan disparado los triglicéridos y haya perdido también seis kilos. Para los que siempre ven algo bueno en lo malo, una precisión: ese adelgazamiento es el paso previo a la pérdida de masa muscular y la obtención de nueva grasa, lo que conduce a la desnutrición obesa.

Los 4.886 pesos de la “canasta básica” corresponden a un cálculo que se hizo en 1988, preguntando a gente pobre de los suburbios bonaerenses cuál era su dieta. La suma ha ido actualizándose con la inflación, sin que a ningún especialista en estadísticas se le ocurriera catar la “canasta básica”. El experimento ha permitido comprobar dos cosas. La primera, que alimentarse de harinas, féculas y carne barata es, además de insalubre, desagradable, y requiere muchas horas de cocina. La segunda, que para vivir en una pobreza realmente digna harían falta al menos 7.000 pesos, por lo que en realidad más de la mitad de los argentinos, ciudadanos de uno de los países que más comida produce, viven en la pobreza indigna.

En España, de acuerdo con los baremos de la Unión Europea, una de cada cinco personas sufre “riesgo de exclusión”, es decir, está mal. Y cinco de cada cien ciudadanos sufren la llamada “privación material severa”, también conocida como hambre y frío.

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No creo que eso nos quite el sueño. Aunque sepamos que no es así, actuamos como si ellos se lo hubieran buscado. Como si la pobreza fuera electiva. Como si ignoráramos (y no es el caso) que nuestra alimentación y nuestras comodidades dependen casi siempre del azar: dónde nacimos y quién nos educó. Los casos de heroica superación personal son muy pocos; la gran mayoría de las biografías son fruto del azar, de la inercia y de las condiciones sociales.

Seguiremos leyendo que la pobreza se resuelve creando riqueza. Qué más da que no sea cierto. La economía española creció más del 17% entre 2014 y 2018. En ese período, los porcentajes de pobreza se mantuvieron casi idénticos. Pero hablar de distribuir la riqueza, empezando por subir impuestos a quienes más tienen y siguiendo por discutir todo lo discutible en el sistema, se considera de mal gusto. Ni siquiera es progre: es rojo, antiguo y huele a rencor de clase.

La historia la escriben los poderosos. Y la transmitimos correveidiles como yo mismo. Sin embargo, suelen hacerla los desposeídos. Esos que no cuentan hasta el día en que deciden contar. Por eso casi nunca entendemos lo que pasa. Creemos que con nosotros, con nuestra democracia liberal, con nuestro libre comercio y con nuestra paguita culmina la evolución de la humanidad. Que se escondan los pobres, que se vayan los inmigrantes. Que nos dejen tranquilos.

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