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Columna
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Un mundo feliz

La religión antivacunas tiene un paralelismo evidente con el negacionismo climático, pero sus efectos son muy diferentes

Javier Sampedro
Una doctora aplica una inyección contra el sarampión.
Una doctora aplica una inyección contra el sarampión.fernando bizerra (EFE)

Ahora que la crisis climática ha entrado de hoz y coz en la agenda política, podemos ocuparnos de otros retos que todavía no lo han hecho. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que el rechazo a las vacunas es una de las amenazas más graves a la salud global. Europa ha sufrido en la primera mitad de este año 90.000 casos de sarampión, 17 veces más que en todo 2016. En agosto, cuatro países (Grecia, Reino Unido, Albania y la República Checa) perdieron su estatus de “libres de sarampión”, y Estados Unidos lo hará pronto, pues está experimentando el mayor número de casos desde los primeros años noventa. La razón es la religión antivacunas.

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La religión antivacunas tiene un paralelismo evidente con el negacionismo climático, pero sus efectos son muy diferentes. Aunque haya negacionistas como Donald Trump, que sin duda tiene una enorme capacidad de estorbar, este movimiento es minoritario, va contra el flujo de la historia y tiene los días contados. La mayoría de los Gobiernos y de las grandes empresas energéticas, incluidas las norteamericanas, se han convencido de que reducir las emisiones es un objetivo prioritario, y ningún negacionista va a desafiar sus estudios prospectivos. El mayor problema en la lucha contra el calentamiento no es la minoría negacionista, sino la inacción de la mayoría política.

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Con las vacunas, sin embargo, una minoría puede destruir la telaraña entera. Hasta hace poco, esa minoría antivacunas era tan exigua que no importaba mucho. La intoxicación informativa había empezado en 1998, con la propagación del bulo de que la vacuna triple (sarampión, paperas y rubeola) causaba autismo. Incluso antes de la explosión de las redes sociales, esa noticia falsa causó que en la década pasada los índices de vacunación cayeran y que la big pharma empezara a echar el cierre a sus unidades de vacunas. Aun así, a principios de nuestra década la situación había vuelto a lo normal, hasta el punto de que algunos países fueron declarados libres del sarampión. Como hemos visto en el primer párrafo, sin embargo, la eficacia actual en la propagación de bulos ha empeorado el cuadro drásticamente.

Con un 90% de los niños vacunados, el virus no puede propagarse: cada vez que intenta saltar de un niño a otro, se encuentra con que el segundo está vacunado nueve de cada diez veces, y ahí se acabó la biografía del virus. Pero cuando el porcentaje baja al 80%, la probabilidad de propagación se dispara. Es el problema con los sistemas no lineales, que un pequeño efecto puede derrumbar el sistema entero. El sistema de protección epidemiológica del que dependemos todos puede tolerar un 10% de negacionistas, pero no un 20%.

Esto plantea una cuestión muy delicada. ¿Hay que obligar a los padres a vacunar a sus hijos? La imagen trae resonancias de un Estado clínico donde una élite científica le dice a la gente la pastilla que tiene que tragarse o la sustancia que tiene que meterse en vena, y resulta horrible de imaginar. Pero quizá ya estemos en ello. Alarmadas por el rebrote del sarampión, Francia, Italia y Australia ya han restringido el ingreso escolar de niños sin vacunar, y el Reino Unido y varios Estados norteamericanos van camino de ello. Un mundo feliz.

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