_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Antes del estruendo

Las cacerolas hoy suenan melodiosas, pero pueden convertirse en un estruendo de no atenderse sus mensajes a tiempo

Diana Calderón
Un manifestante golpea su cacerola durante una protesta en Bogotá.
Un manifestante golpea su cacerola durante una protesta en Bogotá. LUISA GONZALEZ (REUTERS)

Qué decir cuando se me atraganta este sentimiento en la garganta y en la cabeza todas las reflexiones y creencias se enredan en una telaraña. Cuando se defiende el derecho a la marcha y se ilumina el camino que abren en la mañana ríos de hombres y mujeres de todas las edades reclamando los derechos que nos hablan de conquistas alcanzadas, pero a medida que avanza la tarde los vándalos, martillo en mano, revientan los vidrios de las estaciones de transporte público en las que posiblemente sus madres se desplazan cada mañana a trabajar para alimentarlos y educarlos.

Qué decir cuando cualquier opinión es contestada en las redes con un insulto más asqueroso que otro y se llenan de videos de caos en los que es imposible distinguir qué imagen es cierta o falsa, pero terminan generando un pánico colectivo solo contenido a medias con la única arma de la información veraz.

Qué decir cuando no se es de derecha, ni de izquierda, ni de nada distinto de ser un periodista enfrentado a los voceros de cualquier lugar del espectro ideológico reclamando sus presupuestos a través de la mentira en la que acomodan las frases de sus opositores y en la mitad los ciudadanos que en paz marchan por lo que verdaderamente les importa.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Qué decir de un Gobierno cuya ministra del Interior entrega balances de cifras de detenidos y defiende allanamientos ilegales como los hechos días previos a la marcha, al paro nacional en Colombia, el 21N, que estuvieron marcados por señalamientos y una demostración de fuerza en las calles que ha sido vista como provocación por quienes hicieron la convocatoria del paro.

Qué decir de un miembro de las fuerzas de seguridad o el Esmad pateando en la cara a una mujer que va en su bicicleta y qué decir de un alcalde que pierde el control de su ciudad, Cali, y se pone rojo de la ira cuando se le reclama por no actuar a tiempo frente a los vándalos armados de palos intentando ingresar a las residencias de las familias asustadas o de exmiembros de la policía denunciados de participar en la toma de instituciones en un municipio como Facatativá, cercano a Bogotá.

Decir que la marcha del 21N fue multitudinaria, decir que somos distintos a Chile, a Bolivia, a Hong Kong, pero también similares en las necesidades ciudadanas y que no es admisible que estemos en una situación como la descrita por subestimar especialmente el valor de la paz, de ese camino que implica sí un poco de impunidad y mucho de generosidad, si se quiere, para reconciliarnos. Pero la palabra sigue proscrita para castigar al Gobierno anterior y de paso a los colombianos de todos los territorios.

Es obligatorio decir que el partido de Gobierno, el Centro Democrático, no puede ahora rasgarse las vestiduras porque su presidente habló sin la contundencia. Aunque Duque reconoció que con la protesta hablaron los colombianos y que debe profundizar el diálogo social, no hay una ruta. O por lo menos no la conocemos aún. Su partido, con pocas excepciones, lo acorrala y el diálogo social se imposibilita cuando los sectores con quienes debe hablar además se radicalizan y otros exigen puestos y dádivas como chantaje para mantenerse calmaditos.

Tampoco son admirables quienes en nombre de la paz hacen llamados a la lucha de clases y raspan en las heridas de la desigualdad para sentirse triunfadores cuando sus propios seguidores tienen que subirse a cualquier camión y caminar de regreso a casa en medio de un toque de queda, en vez de tratar de construir un consenso que permita ver de qué manera una economía que crece al 3,3 por ciento puede repartirse de manera más decente entre todos y solucionar el eterno problema de las pensiones.

Suenan las cacerolas en mi cabeza como un ruido amable que ofrece un descanso y me queda la imagen de estudiantes borrando las letras manchadas de odio de quienes quisieron empañar a otros que en paz y al son de la música y las artes cantan sus anhelos.

Solo resta decir que el periodismo tiene el desafío de imponerse para seguir develando e insistiendo y desafiando el statu quo ahora, alimentado por los fake news que aprovechan unos y otros por igual porque cuando se igualan en la mentira, la misma suerte merecen.

Todavía estamos a tiempo como país de dar ejemplo de madurez democrática, respetuosa de los derechos de quienes disienten y enviar el mensaje de que la violencia fracasó como vía para superar nuestras carencias estructurales.

En el vecindario han equivocado las salidas para contener el descontento. Y en las pocas naciones donde se han encontrado salidas, el mecanismo de resolución es el mismo: diálogo y medidas reales de solución que impidan la violencia. Y parte de esas medidas es el castigo inmediato de los vándalos, sean estudiantes, policías traidores, violentos de condición humana. Para ellos, el peso de la ley.

Las cacerolas hoy suenan melodiosas, pero pueden convertirse en un estruendo de no atenderse sus mensajes a tiempo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_