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‘Joker’: psicopatía neoliberal, payasos y populismos

La película de Todd Phillips retrata la desprotección del individuo frente al poder real, que no es el político, sino el económico

Un manifestante vestido del Joker y otro de un personaje de la serie 'La casa de papel', en las protestas antigubernamentales de Santiago de Chile este 30 de octubre. 
Un manifestante vestido del Joker y otro de un personaje de la serie 'La casa de papel', en las protestas antigubernamentales de Santiago de Chile este 30 de octubre. E. Garrido (Reuters)
Jesús Mota

De un tiempo a esta parte el cine comercial se esfuerza por convertirse en un testigo directo de la confusión política y social del presente. Los ejemplos son tan abundantes que resulta ocioso mencionarlos; unos más afortunados que otros, diríase que su vocación y el mérito buscado es interpretar una realidad que de puro embrollada se asemeja a una dimensión desconocida. Precisión obligada: el cine y la cultura popular siempre han percibido con extraordinaria precisión la temperatura del entorno. Ahora bien, lo que los cineastas John Ford, King Vidor, Alfred Hitchcock, Fritz Lang o, por citar una película aislada, King Kong, consiguieron elaborar como formas simbólicas, el mercado cinematográfico contemporáneo lo fabrica en forma metafórica. Joker, de Todd Phillips, pertenece a esta última categoría, simpática por sus ambiciones, modesta por sus resultados estrictamente cinematográficos. Como película, ofrece más de lo que da; como retrato indirecto del embrollo social de los tiempos que corren, cumple esforzadamente la función de lo que entendemos por alegoría: hacer visible lo que no tiene imagen.

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El envoltorio de Joker tiene el discreto encanto de la audacia. Tómese una figura del cómic, malvada en este caso, e inténtese explicar el porqué de su maldad, que, por su propia condición de antagonista o villano, tiene que ser extremada o absoluta. Equivale, como si dijéramos, a dotar de tres dimensiones a un personaje bidimensional. El libreto (ahora se llama así al guion) salva la dificultad con el recurso de ir cargando con el peso de las desgracias el hilo del que pende la cordura del personaje, lastrado de partida por una enfermedad mental. El método de destrucción del personaje recuerda al procedimiento de tortura conocido como squassamento. Al atormentado se le atan las manos a la espalda, se le suspende por ellas en el techo y, a continuación, se van añadiendo pesos en los pies hasta que se produce el descoyuntamiento de brazos y hombros. Dada la futilidad del empeño de conceder espesor a una imagen similar a la de un dibujo animado, solo cabe suponer que Phillips y sus guionistas quieren hablarnos de otra cosa: de la desprotección del individuo frente al poder real, que no es el poder político, como sostienen con insistencia sospechosa los seguidores del liberalismo, sino el poder económico. En particular, el poder económico que desde las instituciones aplica el orden de la ganancia. “No es una necesidad física ni una obligación de iure, sino una razón de facto lo que hace innegociable la maximización del beneficio”, puntualizó con razón Rafael Sánchez Ferlosio. Ese es el tótem del poder real que la sociedad asume con terrorífica naturalidad y, por lo tanto, nunca se menciona —ni siquiera cuando las consecuencias de su adoración desembocan en la miseria o en la deses­peración—.

Joker cuenta la identificación de una persona herida, Arthur Fleck, con la máscara (también persona) a la que está condenado, la de un payaso sin gracia. Esta metamorfosis está inducida por la presión de un orden social que se describe en descomposición, en el que están destruidas las pautas de convivencia. El síntoma del desorden, el estigma del horror, es la risa. La mueca espasmódica e incontinente de Arthur pone a su entorno en contacto con lo prohibido, es decir, con la locura, individual y colectiva; y la locura es, como se ha comprobado el 10-N, contagiosa e intimidante. La imagen de la enfermedad mental vale para el individuo Arthur y para la ciudad de Gotham. El filósofo Byung-Chul Han sostiene que así como la enfermedad por antonomasia del capitalismo era el estrés, la del neocapitalismo es la depresión. “Yo solo tengo pensamientos negativos”, dice Arthur. La tesis en­globa el supuesto de que el desorden neocapitalista ha abolido la racionalidad por pura y simple obsolescencia económica y ha liquidado el bienestar de sus ciudadanos como propósito de las funciones públicas y privadas. “Para el régimen neoliberal”, dice Han, “la racionalidad es un obstáculo. Las emociones aumentan la productividad”. La explotación emocional, dirigida por el management emocional, descoyunta la estabilidad (digámoslo así) íntima del individuo y lo recluye en el ámbito minúsculo del consumo; solo allí es libre.

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Si la enfermedad del capitalismo era el estrés, la del neocapitalismo es la depresión, dice el filósofo Byung-Chul Han

Hegel nos advirtió que la condición inexcusable para la democracia es la homogeneidad; sin ella, la pretensión de la igualdad ante la ley puede convertirse en un sarcasmo. Además, definió el concepto radical que sostiene el orden individual y social, que es una ética compartida por todos los que forman parte de una sociedad (sittlichkeit). Cuando esta ética se rompe hay consecuencias. La construcción del populismo, igual que la fabricación de la máscara del Joker y la revuelta civil de los payasos, se cuece en el perol de la bruja Avería con los ingredientes de la ignorancia, la desmemoria, la frustración política continuada, la destrucción de la protección social y el desarraigo individual. Cuando una parte de los ciudadanos, tras la maceración adecuada en un sistema económico-social desquiciado, percibe sus males como una humillación, aparecen las primeras eflorescencias populistas; se buscan uno o varios culpables que, por la propia irracionalidad de la respuesta emocional y la diversidad de intereses de los humillados y ofendidos, son entes inespecíficos. Desaparecen las clases, la comprensión exacta de los mecanismos de extracción abusiva de rentas, el respeto a la mediación de las instituciones democráticas, la atribución de responsabilidades precisas a órdenes concretos, en beneficio de la acusación convulsa a “los de arriba”, los “ricos”, los “políticos”, los “extranjeros” o, el colmo del maligno difuminado, “los de siempre”. Al mismo tiempo, desaparece la conexión entre derechos y deberes; aquel que se autoproclama víctima no entiende de déficit.

Es imposible desvincular la psicopatología que aqueja a los sistemas democráticos contemporáneos del descoyuntamiento social causado por el apocalipsis neoliberal. El populismo no es una perturbación mostrenca, una anomalía sin causa ni culpables, tal como se tipifica en el relato construido desde la ceguera (interesada) del análisis vigente; fructifica sobre el poso de malas políticas pésimamente explicadas, la desigualdad prepotente —véase en Joker el retrato de Thomas Wayne—, la acumulación de riqueza sostenida impúdicamente sobre la destrucción de empleo —como, por ejemplo, que los equipos directivos, los únicos que han sobrevolado la segunda gran depresión con pingües ganancias, negocien sus retribuciones en función directa del número de despedidos— y como respuesta insatisfactoria a la reaparición de formulaciones ideológicas malignas que creíamos superadas desde la implantación de los Estados del bienestar. Como la que, en América (¿o habría que decir Gotham?) tipifica a la pobreza como enfermedad incurable; para el paradigma neoliberal, la vida de los pobres sería una mezcla de resignación y rabia, escapismo y violencia, más sexualidad promiscua.

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