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Ivan Krastev: “Pasamos de una república de ciudadanos a una república de fans”

En su último libro, el politólogo trata de entender por qué se marchitan las democracias liberales que hicieron soñar, tras la caída del telón de acero, a los países del Este

Ivan Krastev, fotografiado este martes en Berlín. 
Ivan Krastev, fotografiado este martes en Berlín. Patricia SEVILLA CIORDIA

Ivan Krastev (Lukovit, 54 años) salta de un asunto trascendental a otro a una velocidad y con una lucidez asombrosas. Este politólogo búlgaro ha escrito un libro fascinante, La luz que se apaga (que Debate publica el 21 de noviembre), junto al profesor estadounidense Stephen Holmes. Tratan de comprender por qué las democracias liberales, que parecieron el mejor y único sistema a imitar tras caer el telón de acero, ahora se marchitan. Por qué los populismos echan raíces y por qué hay que acudir a psicología política para encontrar respuestas.

La clave, sostiene Krastev en un café de Berlín, está en la imitación, en la humillación inherente a querer emular un sistema supuestamente superior como camino más rápido hacia la libertad y la prosperidad. Esa lucha por convertirse —en el mejor de los casos— en una copia imperfecta acaba alimentando irremediablemente anhelos identitarios y un resentimiento que termina por brotar, a veces de manera abrupta. Si en pleno proceso de imitación surge una crisis como la financiera de 2008, la fe en el imitado se quiebra. “Ser imitador es, a menudo un drama psicológico, pero si, en mitad de la corriente se advierte que el modelo que se había empezado a imitar está a punto de volcar y hundirse, pasa a ser un auténtico naufragio”, escriben Krastev y Holmes.

PREGUNTA. Cuando terminó la guerra fría, los países del Este abrazaron entusiastas el sistema capitalista de Occidente. ¿Cuándo se tornó la imitación en resentimiento?

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RESPUESTA. La paradoja pos-1989 es que los europeos del Este teníamos mucho interés en adoptar ese modelo. La palabra clave era normalidad. Ser normales significaba ser occidentales. No era solo una demanda que viniera de fuera y tal vez por eso, la población no percibió el momento en el que la imitación empezó a generar resentimiento. Conocemos este fenómeno por la segunda generación de inmigrantes. La primera generación viene y está feliz de poder hacer lo que hacen los nativos, quieren parecerse a ellos y eso se percibe como un éxito. La segunda generación empieza a interpretar esa misma situación como una humillación, se sienten ciudadanos de segunda. Cuando aspiras a ser como otro, eso significa que reconoces que eres inferior. Aunque sea lo que tú querías, hay un momento en el que empiezas a hablar de tu identidad.

P. ¿Se podrían haber hecho mejor las transiciones?

R. No está muy claro que hubiera podido ser diferente, porque hubo una transformación masiva de la propiedad y era imposible que el Este fuera a ser más igualitario después de 1989. Era un cambio destinado a producir desigualdad, también porque el sistema económico era de por sí desigual. Era una desigualdad oculta y no monetarizada basada en privilegios y en la asimetría de poder. El comunismo era un sistema muy corrupto en el que se dependía mucho de las relaciones personales. Para sobrevivir había que tener relaciones con gente muy diferente —un librero, un mecánico, el que vende entradas en el estadio…— que tenía poder para intercambiar favores. Los perdedores perdieron también su cuota de poder corrupto. Antes, la corrupción distribuía cierto poder de los poderosos a los de abajo. Ahora, la corrupción está monetarizada y hace que los más poderosos acumulen cada vez más poder.

P. ¿Qué papel jugó la crisis financiera de 2008 en la pérdida de fe en las democracias liberales como modelo?

“Nuestras sociedades padecen algo así como guerras civiles: el enemigo está dentro”

R. Lo interesante es que incluso si la crisis no te afectó personalmente, a ti o a tu país, la idea de que el modelo económico occidental funcionaba se derrumbó. Hasta entonces, en el Este la asunción era que las élites de Occidente sabían lo que hacían y de repente dejó de ser así. Empiezas a no estar seguro de que estés imitando el modelo correcto. Y luego vino el éxito de China; un país al que le va muy bien a pesar de no estar haciendo lo que se suponía que tenía que hacer. La crisis financiera deslegitimó parte del aura de Occidente.

P. ¿Y la demografía? Los mapas de éxodo rural y del voto populista a menudo se solapan.

R. Desde la crisis en 2008, hubo más emigrantes del Este al Oeste de Europa que refugiados de Oriente próximo en 2015. Por ejemplo, 3,4 millones de personas se han ido de Rumanía en los últimos diez años, el 70% de ellos menores de 40 años. Todas las revoluciones tienen que ver con cruzar fronteras, políticas o morales y la gente emigra cuando hay revueltas. Normalmente se van los vencidos, pero después de 1989, los más abiertos y liberales no tuvieron paciencia para esperar a que el Este acabara siendo como el Oeste y emigraron. Otros emigraron del campo en la ciudad, porque antes no tenían esa libertad de movimiento. Y de repente, te encuentras con una combinación letal de baja natalidad, envejecimiento y una enorme emigración. Eso tiene consecuencias económicas, porque no hay suficiente mano de obra y los inversores no vienen, pero además, cuando la gente en el pueblo pierde a su hijo que ha emigrado y también a su médico —los doctores fueron los protagonistas de uno de los grandes éxodos— el sentimiento de abandono es total. Si eres joven y no te has ido, eres un perdedor, incluso si te va bien. Esos lugares se vuelven muy reaccionarios porque se sienten sentenciados.

P. Allí los políticos populistas han sabido hacerse querer.

“Hasta la crisis de 2008,
el Este no se preguntaba si las élites de Occidente sabían lo que hacían”

R. La gente entendió que con idiomas, si había una crisis podías emigrar y encontrar un trabajo fuera. Hablar idiomas era algo valorado, también en los políticos, pero luego vinieron los populistas y dijeron: la sociedad no es una escuela, la sociedad es una familia y yo me preocupo por ti no porque hayas hecho méritos, sino porque eres uno de los nuestros. Puede que yo no sea tan competente ni hable idiomas como esos liberales, pero ellos se terminarán yendo y yo me voy a quedar aquí. Ese es un mensaje muy potente. Además, Europa central y del Este es muy homogénea desde un punto de vista étnico y de edad. Envejeces, no eres muy rico y no te relacionas con gente que no es como tú porque ya no necesitan favores de ti. Hablamos además de países pequeños que temen la desaparición étnica, de sus lenguas.

P. Esas sensaciones no se combaten con una lluvia de millones como ha pasado en el Este de Alemania.

P. Lo que está sucediendo en el Este recuerda a una situación de posguerra. Abuelos que se encargan de los nietos porque los padres trabajan en otro país de Europa. Son las madres Skype, que crían a sus hijos a través del ordenador. Por eso, el argumento económico por sí mismo no explica el voto de los populistas.

P. A pesar de las particularidades en el Este, hay similitudes que comparten con populismos del resto del mundo. Su discurso está lleno de mentiras y rebatirlas a menudo no sirve de nada. ¿En qué momento y por qué dejamos de creer en los hechos?

R. Porque asistimos a una transformación de una república de ciudadanos a una república de fans. A los ciudadanos se les trata como a hinchas de fútbol. Y en el fútbol, si perteneces a un equipo, las derrotas nunca son justas. Cada vez que pierdes, alguien tiene que tener la culpa, nunca tu equipo.

P. ¿La lealtad a los populistas es inquebrantable?

R. La gran ilusión de 1989 fue que la gente pensó que el Este cambiaría y que el Oeste seguiría como hasta entonces. Pero cambió. Durante la Guerra Fría, las democracias liberales del Oeste se cohesionaron en parte gracias al enemigo común exterior, pero de repente vemos que los ataques de los demócratas a Trump por colusión con Moscú no hace que los republicanos se distancien de Putin. Nuestras sociedades empiezan a padecer algo así como guerras civiles, en las que el enemigo está dentro, no fuera. Fíjese en lo frecuente que es ahora tener elecciones y que luego no se pueda formar gobierno, en España, en Israel… pactar compromisos es políticamente muy costoso debido a la polarización.

P. Asistimos además a una nostalgia e idealización del pasado. ¿Por qué?

R. Europa fue creada por una generación que temía el pasado y albergaba esperanza respecto al futuro. Ahora, tenemos una generación que es nostálgica del pasado y temerosa del futuro. Los únicos dos movimientos que tienen capacidad de movilizar a la gente en las calles son la extrema derecha y los partidos ecologistas y ambos comparten el miedo colectivo al futuro. Los ultras dicen que nuestro modo de vida está siendo destrozado por los inmigrantes musulmanes. Los otros dicen que nuestra vida se extingue debido al cambio climático. Los dos son peligros urgentes. Un estudio reciente explicaba que 67% de los europeos sentían que la vida era mejor en el pasado. Pero ¿a qué año les gustaría volver? En Europa, el único año posible es 1989, cuando las esperanzas eran mayores. No se trata de las condiciones de vida, sino de la esperanza, las expectativas.

P. En Alemania del Este, además, llegaron los refugiados y la ultraderecha lo explotó.

R. La gente del Este de Alemania recibió muchísimo dinero, pero no se trata solo de dinero. Vieron cómo los alemanes del Oeste se volcaban con los refugiados sirios, escuchaban sus historias. Y en el Este pensaban, sí, igual yo recibo más dinero, pero también menos empatía y afecto. A los refugiados se les reconocía como víctimas y a los ciudadanos de la RDA no; sentían que les arrebataban su papel. Y eso pasa también con los partidos populistas, que incluso estando en el gobierno psicológicamente se comportan como víctimas, como si estuvieran en la oposición. Si eres una víctima puedes permitirte comportarte como un villano.

P. ¿Qué consecuencias tiene esa angustia colectiva?

R. La gente teme cosas que no han sucedido pero que piensan que van a pasar, por ejemplo en los miedos demográficos. El famoso libro francés que dice que en 2050 una de cada cuatro personas en Europa tendrá origen africano o la teoría de la sustitución de extranjeros por nativos; la gente lo asume como algo que ya está pasando. Es la idea de que vivir en el futuro es peligroso.

P. ¿Fue la ampliación europea un error? ¿Era posible hacerla sin que brotara el nacionalismo?

R. Toda esa gente habla mucho de soberanía nacional, pero ninguno quiere irse de la UE. Todo el mundo estaba interesado en que el liberalismo derrotara al comunismo, pero 1989 fue también un movimiento de nacionalismo antisoviético, era un movimiento de descolonización. La cuestión no es tanto por qué el nacionalismo emerge ahora, sino más bien dónde ha estado escondido estos años. Y parte de la respuesta es que ingresar en la UE era un objetivo geopolítico tanto para los liberales como para los nacionalistas. Para los primeros, porque era parte del proyecto postnacional y para los segundos porque era la manera de escapar de la esfera soviética. Luego vinieron las guerras de Yugoslavia y la gente vio la cara más temible del nacionalismo. Durante toda una década. El sentimiento nacionalista estaba ahí, pero silenciado, no querían que se les asociara con el nacionalismo de Milosevic. Luego viene la crisis de 2008 y la necesidad de impulsar el interés nacional.

P. En su libro dedican una parte a China. ¿Vamos a acabar todos imitando a China?

R. Los chinos se apropian, pero no imitan, en parte debido a su complejo de superioridad.

P. Deme alguna razón para el optimismo.

R. De la misma manera que la gente se ha decepcionado con el liberalismo, empieza a sentirse decepcionada con los regímenes populistas en Budapest, en Varsovia, en muchos lugares. Durante 30 años, el mensaje de los liberales era que no había otra alternativa posible por ejemplo en políticas económicas y ahora estamos donde estamos. Cuando Putin o los populistas dicen que no hay alternativas se van a encontrar con que la gente siempre busca otras opciones. Las sociedades experimentan y siempre buscan formas de convivir juntos, así que no hay que deprimirse.

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