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Qué veía Francis Bacon cuando visitaba El Prado

El escritor Jonathan Little, autor de 'Las benévolas', sigue los pasos del pintor, que aprovechaba cada visita a Madrid para admirar la obra de Goya y Velázquez

Francis Bacon en el Museo del Prado en 1990.
Francis Bacon en el Museo del Prado en 1990.Archivo JANETTA PARLADÉ

Hace algún tiempo fui a El Prado para contemplar los cuadros de Francis Bacon. El Prado es de veras un museo maravilloso, algo en lo que a buen seguro habrá tenido mucho que ver el gusto marcadamente ecléctico y aristocráticamente sensual de los Reyes Católicos y sus sucesores, uno de los mejores museos del mundo. A Francis Bacon también le gustaba mucho El Prado. Desde finales de la década de 1940 no dejó de visitarlo con frecuencia, solo o en compañía de amigos o amantes. Los últimos años de su vida, cuando llegaba a Madrid, telefoneaba a Manuela Mena Marqués, la conservadora de El Prado encargada del siglo XVIII y de Goya, y le pedía que lo dejase entrar un lunes, día de cierre del museo, cuando únicamente el pintor y su acompañante perturbarían la tranquilidad de las grandes salas y los largos corredores llenos de cuadros. Y un día, mucho después del fallecimiento de Bacon, el director de El Prado encargó a Manuela Mena la organización de la retrospectiva de la obra del artista británico, precisamente allí, en el mismo museo que a él tanto le gustaba. Manuela Mena es por lo demás una persona muy amable, y también alguien que disfruta enormemente hablando de pintura, y no sólo con pintores. Una muy buena razón para ir a El Prado. Se puede aprender mucho observando los cuadros con alguien que no sólo conoció al pintor, sino que sabe cómo mirar las obras, cómo interpretar la pintura.

Contemplamos esa imagen durante un buen rato, antes de que Manuela Mena concluya, con tristeza: “no le dieron la menor oportunidad, en la niñez”

Al entrar en la galería, en la planta baja de la nueva ala de El Prado, lo primero con que uno se encontraba eran los pequeños paneles de un naranja intenso correspondientes a los Tres estudios de figuras al pie de una crucifixión. Bacon siempre presentaba ese tríptico de 1944 como su obra inaugural, afirmando, un tanto exageradamente, que había destruido todo cuanto había producido antes (de hecho, su primorosa Crucifixión de 1933 se hallaba justo al lado de los Tres estudios; en cuanto a los biomorfos ciegos con cuellos largos colmados de dientes de ese “primer” tríptico, ya aparecen en Figura saliendo de un coche de 1943 y en una obra sin título de 1944). Manuela Mena adora ese tríptico. “Nos encontramos aquí con tres formas diferentes de presentar las figuras. La de la derecha está a plena luz, en una posición de dominio. La del centro empieza a dudar; la de la izquierda muestra miedo, sumisión. Y la del centro es así debido a las otras dos, que le hacen frente y la amenazan. La figura de la derecha parece masculina; su pata se halla sólidamente apoyada en el suelo, en una superficie de hierba [el padre de Bacon, un capitán retirado del ejército, adiestraba caballos de carreras]; la figura de la izquierda parece tener el papel de una madre”. Aunque la imagen que se encuentra en el origen de la cabeza del biomorfo del panel izquierdo se haya identificado con una fotografía de la médium Eva Carrière publicada en 1920 por el barón Von Schrenck-Notzing, la apropiación que hizo Bacon de aquella imagen pudo no haber sido tan producto del azar como sin duda él mismo hubiera afirmado: en la pared situada delante del tríptico colgaba, como por casualidad, una fotografía del futuro pintor, a la edad de cuatro años, alzando la vista cariñosamente hacia su madre; las curvas del rostro de ella, su mentón, su cabello, recuerdan poderosamente las mostradas de perfil por Eva Carrière, tal como su hijo la pintó más de tres décadas después. ¿Y la figura del medio? “Aúna lo masculino y lo femenino, tal y como Bacon se representaba a menudo a sí mismo”. La parte posterior de la figura semeja ciertamente el glande de un pene; pero evoca además, en la forma y el color, las nalgas de la llamada Venus del espejo de Velázquez, un cuadro que Bacon tuvo que ver ya en la década de 1930 en la National Gallery de Londres, y que ejercería sobre él una influencia decisiva. “Si usted no comprende la Venus del espejo no comprenderá mi pintura”, le espetó en cierta ocasión a Hugh Davies, un joven norteamericano historiador del arte. En el artículo que ella misma escribió para el catálogo, Manuela Mena comenta esa imagen y sus migraciones: “Velázquez [para la Venus] se inspiró en la figura reclinada […] del Hermafrodita clásico [de la cual había traído de Italia una copia para fundirla en bronce, ahora en El Prado, justo delante de Las Meninas], que él convirtió en mujer, y que Bacon, como prueba de la metamorfosis de las imágenes que llevan a cabo todos los artistas, reconvirtió en hombre”. Volvamos a los Tres estudios: mientras que la figura “masculina” del panel derecho ladra agresivamente y la figura “femenina” del panel izquierdo inclina su largo cuello con resentimiento, pasiva y amenazante a la vez, la figura del centro, cuyos ojos están cubiertos por vendas blancas que caen –y si verdaderamente tomamos esa figura por un autorretrato metafórico, es sorprendente constatar que la única fotografía del cadáver de Bacon, tomada en la morgue de la clínica Ruber de Madrid por un paparazzo sin escrúpulos, lo muestra con los ojos y la frente cubiertos con una venda blanca similar, que lleva su nombre–, masculla o chilla de miedo, atrapado. Ambos contemplamos esa imagen durante un buen rato, en silencio, antes de que Manuela Mena concluya, con tristeza: “no le dieron la menor oportunidad, en la niñez”.

El empleo por parte de Bacon de una línea ancha de un color fuerte para perfilar un cuerpo cuenta con un precedente en varias de las “Pinturas negras” de Goya
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Cuando Francis Bacon se acercaba a El Prado con Manuela Mena, sólo quería ver a dos pintores, Velázquez y Goya. A ningún otro, ni El Bosco ni Brueghel, ni Tiziano ni Rubens, nada. Ni siquiera sentía el menor interés por el Hermafrodita de bronce situado delante de Las Meninas. “A Hockney le gusta mucho –menciona Manuela Mena–, pero Bacon apenas lo miraba”. Se situaba muy cerca de las 16 pinturas y se quedaba mirándolas fijamente durante mucho rato, sin pronunciar palabra. Se las sabía de memoria, por supuesto; pero siempre encontraba algo nuevo en ellas, una solución a un problema particular al que él se estaba enfrentando en aquel momento. Con el transcurso de los años había aprendido y tomado muchas cosas de todas las pinturas que contemplaba, mucho más que las figuras, como aquella del soldado romano cayendo de espaldas en La Resurrección, la extraordinaria obra de El Greco, que reaparecerá en los desnudos invertidos que repitió a lo largo de la década de 1950 y de 1960, o en el hosco y dominante Papa Inocencio X de Velázquez, que él pintó más de cuarenta o cincuenta veces, sin éxito alguno a su juicio, pero compulsivamente. Al igual que todos los pintores, Bacon tuvo como primera y principal preocupación la forma de aplicar la pintura. “Esa línea negra entre la manga y la piel –me indica Manuela Mena ante la Figura en un paisaje de 1945–, es igual que en Las Meninas. Aquí, en este Papa [el Papa I de 1951], está ese negro brillante justo detrás de la cabeza: los pintores clásicos hacen eso para conseguir el espacio y separar la cabeza del fondo”. El empleo por parte de Bacon de una línea ancha de un color fuerte para perfilar un cuerpo cuenta con un precedente en varias de las “Pinturas negras” de Goya, sobre todo en Saturno devorando a un hijo, donde Goya utiliza un rojo intenso para delimitar no sólo los restos blanquecinos de la figura que está siendo devorada sino también los dedos ávidos y aferrados de Saturno. Y Bacon tenía sin duda en su pensamiento el cuello de la Venus del espejo cuando pintaba, una y otra vez, el cuello y la espalda de un desnudo masculino, especialmente los de su amante George Dyer (véase por ejemplo en los Tres estudios de la espalda masculina de 1970); ni tampoco olvidó nunca la paleta sorprendentemente moderna de aquel cuadro, una audaz combinación de carmesí, blanco, gris metálico y una piel clara y luminosa, que ha seguido utilizando con frecuencia en su obra, como pueden atestiguar tantos de sus cuadros, desde la Cabeza II, de 1949, a la Segunda versión del tríptico de 1944, de 1988. ¿Qué fue lo más importante que aprendió de Velázquez?, le pregunto a Manuela Mena. Ella reflexiona durante unos instantes antes de responder: “Su esencialidad, la manera de reducir los trazos con el pincel al mínimo. Velázquez da un solo toque con el pincel y basta. Es la economía de medios llevada al extremo. Y también el sentido del espacio. El sentido del espacio es absolutamente Velázquez. Fíjese una vez más en la Venus”. Pintar con un sentido velazqueño de la economía tiene profundas implicaciones para la actitud del pintor: más allá de lo que Bacon haya podido afirmar (“la inteligencia jamás ha creado el arte, jamás ha creado la pintura”), eso requiere una poderosa inteligencia pictórica. “Velázquez pintaba muy deprisa, pero pensaba mucho tiempo antes de poner el pincel sobre el lienzo. Cuando empezaba, tenía una idea muy clara de lo que iba a hacer. Un escritor puede quitar palabras, pero un pintor no puede dar marcha atrás fácilmente. Y por eso la única manera de pintar con lo mínimo es pensar de antemano en lo que va a hacer”.

Jonathan Little es escritor. Ganó el premio Goncourt y el Grand prix du roman de L' Académie française en 2006 por su libro Las benévolas. Este texto es un extracto de su libro Tríptico. Tres estudios sobre Francis Bacon, que publica hoy la editorial Galaxia Gutenberg.

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